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¿Identidad Vs. prosperidad?

Federico Reyes Heroles

Praga.- El mundo se mueve a una velocidad inusitada. Después de un largo debate un juez inglés aprueba suspender las acciones médicas que prolongaban artificialmente la vida de un bebé. Los padres se oponen pero acatan. Hace unos días, y ante el rostro complacido del Presidente español, el Congreso de ese país aprueba por unanimidad, 320 votos a favor, una Ley que penaliza la violencia de género en cualquier sentido, pero que castiga con mayor fuerza a los varones. Es una Ley contra el machismo. Ya nada nos sorprende y sin embargo esa actitud le resta interés intelectual a la vida. Hace unos días se anunció la que quizá sea la decisión más difícil tomada por la Unión Europea: el inicio del proceso para integrar a Turquía.

El origen de la Unión Europea está en dos convenios comerciales sobre carbón y acero evidentemente favorables a Francia y Alemania. En ese momento, mediados de los años cincuenta, superar las heridas y frustraciones de la guerra pareció el principal obstáculo. No existía una propuesta regional sino simplemente una alianza de ramas económicas. Los beneficios fueron tales que lentamente se pensó en caminar hacia una integración de ciertos mercados. La cercanía geográfica y el carácter complementario de las economías produjo un criterio, ahora sí regional. Cierto pragmatismo predominaba: el beneficio del consumidor final fue la guía. Nada se hablaba de coincidencias en otras esferas, cada quien su identidad. El mundo bipolar, la guerra fría iniciaba un largo período de tensión internacional. Europa toda estaba tratando de ponerse en pie después de la terrible destrucción. Vino entonces una evolución alucinante. Más miembros, reglas económicas comunes, una representación supranacional, la desaparición de las fronteras, un pasaporte común, una moneda común y, finalmente, una constitución para todos. En medio siglo la Unión Europea sacudió todos los paradigmas organizativos de la vida política. La soberanía, el estado nación, los nacionalismos, las diferencias culturales, todo se podía subsumir a un nuevo orden con gran prosperidad. Irlanda enterró la pobreza en 20 años.

De la Comunidad Económica Europea se pasó a la Unión Europea. Una discusión se mantuvo contenida: hasta dónde llega Europa, dónde acaba lo europeo. La idea del territorio bañado por los vientos del sur, euro, cobijaba también territorios en los cuales las diferencias culturales eran enormes. La inclusión de España y Portugal fue para muchos una verdadera afrenta: estaban demasiado cercanos al mundo árabe, lo llevaban en la sangre. El éxito notable de la inclusión de la península Ibérica y el desmoronamiento de la Unión Soviética, la inclusión de los diez nuevos miembros, llevó a la Unión a aceptar una realidad negada popularmente. Puede algún griego, o chipriota, o maltés, o italiano del mezzogiorno, húngaro serbio, rumano o por supuesto un español considerar a la cultura islámica como algo ajeno, se preguntaba Alberto Oliart en El País recientemente. Cómo explicar Europa sin hacer referencia al Imperio Otomano, a los largos siglos de las Cruzadas, a la Biblia como piedra de toque de religiones predominantes, católicos y protestantes Cómo eludir a Abraham como patriarca común también para el Islam. Pero de nuevo, ¿cuáles son los límites?

Una región no puede extenderse indefinidamente sin dejar de ser región. ¿Puede Rusia ser incorporada a la Unión sin desvirtuar el origen? Y entonces, si Turquía es aceptada, porque no Marruecos? O quizá lo que ocurre es que la Unión Europea se ha convertido en un proceso civilizatorio, para utilizar la expresión de Norbert Elías. Un seguidor del Islam y un anglicano tienen tan poco en común desde la perspectiva étnica o cultural como un flamenco y un griego, y sin embargo pueden pertenecer a la misma fórmula de organización política. La discusión se traslada así a otro plano: lo que verdaderamente trasciende son esas normas comunes que suponen nuevas instancias de intermediación y prosperidad. Braudel diría quizá que el hecho ratifica el gran poder del comercio como agente civilizatorio. La necesidad de establecer garantías a los comerciantes fue uno de los impulsos centrales para la aparición del estado-nación que hoy pareciera eclipsarse. No estaremos acaso ante el nacimiento de una fórmula de convivencia de tal manera exitosa que es capaz de situarse por encima de las diferencias de lenguaje, de religión, de identidad, una fórmula que necesariamente se sobrepone a los dañinos nacionalismos.

En la última década diez nuevas naciones tuvieron que cumplir con los estándares de la Unión. Su vida política tuvo que aceptar la lista de requisitos de una democracia formal. Las economías tuvieron que acceder no sólo al reconocimiento pleno de los derechos patrimoniales y de la propiedad, sino además establecer los mecanismos de regulación de mercados. Los sistemas de administración de justicia también pasaron por las orcas caudinas de la Unión. Ser Europeo hoy para alguien que vive en Lituania o en Estonia o en Malta ante todo supone que imperen ciertas normas de convivencia. Todo lo demás sigue allí, pero pasa a ser lo de menos. Uno de los mayores avances es sin duda una lectura severa del respeto a los derechos humanos que alude a conceptos universales que no aceptan fronteras. De ser así, porque no mirar a Medio Oriente o de lleno al continente africano.

La posible incorporación de Turquía, por su dimensión poblacional, casi setenta millones y creciendo, por la representación política que ello supone, provoca miedos en los centro-europeos e incluso entre los fuertes como Alemania. Se trata de la aceptación de un código de derechos que no tiene vuelta atrás. Si a ello sumamos la contracción poblacional de la mayoría de las naciones europeas, caeremos en cuenta de los fantásticos ajustes en las composiciones étnicas que se vivirán en la zona. Pero la prosperidad va primero.

¿Y América Latina? La lección no podía ser mayor. Los latinoamericanos no nos cansamos de repetir nuestros orígenes comunes. Somos campeones en el discurso de la hermandad regional. Pero en los hechos queda claro que el continente americano tiene varios ejes. México mirando al norte en busca de un impulso a su crecimiento que no ha logrado reponer adentro. Brasil por su lado con sus tradicionales ambiciones de imperio y alejado por voluntad de cualquier alternativa que suponga compartir con el norte. Por lo pronto ni siquiera hablar inglés les parece conveniente. Centroamérica buscando en la unión lo que la dimensión natural de los países les negó: peso. Mientras la Unión Europea allana las diferencias milenarias, todo en aras de bienestar, muchos latinoamericanos las exaltan, todo en aras de la identidad. Al final del día el destino será diferente y mucho me temo que los niveles de bienestar también lo serán. ¿Acaso sin saberlo habremos optado por ser pobres?

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