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Injusticia tras injusticia

René Delgado

Primera de dos partes

Cuanto más se pretende disfrazar de legalidad o de gran decisión lo que son simples revanchas o zancadillas, más evidente es el desapego al Estado de Derecho o, peor aún, la pérdida del más mínimo sentido común. El caso Tláhuac que, en su horror, pudo ser la oportunidad para pronunciar un nunca jamás a la impunidad y a la confrontación que divide de más en más al país, se está convirtiendo en la radiografía de cuerpo entero de la ineptitud y la mezquindad política. El imperdonable linchamiento social de tres agentes de seguridad se está transformando en el linchamiento de distintos actores políticos. El nuevo pretexto para profundizar la confrontación entre los Gobiernos federal y local es, como los demás espectáculos ofrecidos a todo lo largo del año, capitulado y de desenlace reservado. Eso sí, en el guión de la nueva disputa, la ciudadanía mantendrá el rol del gran perdedor mientras que, en esta ocasión, el crimen organizado y desorganizado será el gran ganador de la historia sin fin de los pleitos en las alturas políticas.

*** Escena primera: Santo Tomás en San Juan Ixtayopan. Insertos en la subcultura de la videopolítica sólo existe aquello que aparece en la pantalla chica, lo demás son secretos, penumbras o tinieblas. La visión tomista moderna no es ver para creer; es ver para actuar, si no se ve no hay por qué actuar. La historia sería otra si el martes 23 de noviembre las cámaras y micrófonos no hubieran llegado a San Juan Ixtayopan, lugar inaccesible para las policías metropolitana o federal cuando se les necesita. El problema para la élite política fue que los medios de comunicación llegaron y su presencia subrayó la ausencia de la autoridad, fuera ésta local o federal.

Así, a la injusticia de traicionar a los agentes de una corporación policiaca por sus propios mandos y los mandos de la policía metropolitana, se pasó a la siguiente injusticia: hacer de la reacción tardía un espectáculo mediático. Lo que se dejó de hacer el martes, se quiso solventar la noche del miércoles haciendo una gran despliegue.

Miles de policías irrumpieron en el poblado y sobre la base de los cuadros de las videograbaciones, detuvieron a los supuestos linchadores, fueran o no fueran eso. Si por tele se vio el linchamiento social de los agentes, por tele se tenía que ver la tardía sobrerreacción oficial.

Escenas propias del fascismo como legítima actuación del Gobierno se vieron, entonces, el miércoles. El más mínimo parecido con algún linchador fue prueba suficiente para sacar de los cabellos, a patadas o a como diera lugar a las decenas de sospechosos detenidos.

La tímida acción de los ombudsman federal y capitalino frente a esa otra injusticia, complementó la escena. La complicidad. Corre una paradoja en paralelo: si en la muerte a palos del profesor Serafín García de Huautla, en Oaxaca, no sólo hubiera estado el fotógrafo de Reforma, Tomás Martínez, sino también las cámaras de televisión y por red nacional se hubiera visto cómo se apaleaba hasta la muerte al maestro, sin duda, otra hubiera sido la reacción del Gobierno Federal.

Como no apareció por tele, el maestro reposa en un lecho de impunidad consentida por el Gobierno Federal y el local de Oaxaca. En el nuevo concepto, sólo existe lo que se ve y sólo entonces hay que actuar, lo demás es secreto, tiniebla o penumbra.

*** Escena segunda: ojos que no ven, acusado que resiente. Veintinueve detenidos con auto de formal prisión, es el saldo que arroja la sobrerreacción tardía. ¿Cuántos de ellos en verdad participaron en el linchamiento y cuántos no? ¿Cuántos son vecinos, cuántos auténticos bárbaros? ¿Cuántos simples curiosos y cuántos narcomenudistas o guerrilleros? Esas interrogantes vale formularlas porque, cuando menos en el caso del guardia Sergio Montealegre Jardines, se ha logrado acreditar que la justicia actuó frente a él de manera ciega, sorda, insensible y arbitraria. Con pruebas documentales, con pruebas periciales y con pruebas testimoniales se ha demostrado que Montealegre no participó del linchamiento. Sin embargo, la jueza Isabel Porras actuó como los ombudsman: de manera políticamente correcta.

Ella tenía que apoyar la desmesurada acción tardía y, entonces, su deber era dictar auto de formal prisión a los detenidos. En el caso de Montealegre, a la jueza sólo le interesó un cuestionable testimonio, el necesario para dictar el auto de formal prisión. Las demás evidencias las echó, sin más, al cesto de la basura. Como no hay video conocido de la forma en que se integró la averiguación previa, como no se puede ver la forma en que procedió la Procuraduría General de la República que se veía urgida por actuar y asentar un ejemplar castigo, la duda de si los presos son los verdaderos culpables es todo un acertijo.

El caso de Montealegre permite cuestionar la pulcritud de la averiguación y la pulcritud con que se conduce la jueza Porras. Si a esa conducta se agregan los términos del cateo de la casa de Montealegre y el afán de vincular a la esposa de ese hombre con el narcomenudeo, es muy difícil creer que se quiera reivindicar el Estado de Derecho. Tal parece que la vieja y lamentable práctica de fabricar culpables todavía es socorrida.

En realidad, se subraya el estado de barbarie, el derecho a la venganza. De ningún modo el Estado de Derecho. La lógica es simple. Si, en el fondo, muy poco importa la vida de dos oficiales de la Policía Federal Preventiva, por qué rayos va importar la inocencia de una persona, por qué rayos va a importar su patrimonio, por qué rayos va a importar si se involucra a su esposa. El juego, después de todo, es de apariencias. Es videopolítica.

*** Escena tercera: del linchamiento social al político. Como parte del juego entre los Gobiernos Federal y local es resistir los embates que se propinan y aprovechar la ocasión de sacar raja de la desgracia política del adversario, Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador se tropezaron con su propia zancadilla.

En el afán de no perder una pluma en ese juego, Andrés Manuel López Obrador no tuvo la audacia de adoptar las medidas necesarias para impedir que, por él, las tomara el presidente Vicente Fox. No lo hizo y, entonces, el mandatario resolvió dar un golpe sobre la mesa y renunciar a la posibilidad de encontrar en la tragedia la oportunidad de replantear su relación con el Gobierno capitalino.

Andrés Manuel no dimensionó la gravedad de lo ocurrido y Vicente Fox, con enorme retraso, de forma unilateral y sin mucha pulcritud política, resolvió cesar al secretario de Seguridad Pública metropolitana, Marcelo Ebrard y al comisionado de la Policía Federal Preventiva, José Luis Figueroa. La idea era simple: llevar a cabo una carambola de tres bandas.

Continuará mañana...

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