“La justicia reclama a gritos su deuda”.
Esquilo
Este pasado fin de semana fue uno de esos que lo dejan a uno sintiéndose frágil y desprotegido. Alguien se metió a robar a casa de mi padre, un jubilado que vive de una escasa pensión. Es la tercera vez que roban su pequeño apartamento de la colonia del Valle de la ciudad de México. Consideramos la posibilidad de presentar una denuncia ante el ministerio público y al final decidimos que no tenía sentido: sería una pérdida de tiempo y no ayudaría en nada a encontrar al responsable. Las instalaciones en Coyoacán de Este País, una revista que sobrevive precariamente pese a su importante trabajo intelectual, fue objeto del cuarto robo desde su creación y el segundo en los últimos cuatro meses. Las pérdidas son un golpe terrible para esta pequeña empresa. En este caso sí se presentó la denuncia, porque era necesario para cobrar la siempre insuficiente cantidad con la que el seguro compensará el equipo de cómputo robado. Una amiga dejó su automóvil estacionado en una calle. Un par de horas después regresó para encontrar que alguien le había robado los espejos. Es la segunda vez que esto le ocurre. Ella también decidió no presentar denuncia. Esa tarde me contaron de un asalto a la empresa en que trabaja la madre de la novia de mi hijo. Se trata del segundo robo en los últimos dos meses. De regreso a mi casa el domingo pasé enfrente de un pequeño café al lado del parque de la Bola de la colonia San José Insurgentes. Éste tuvo un gran éxito en los primeros meses de su instalación el año pasado. Ahora se encontraba casi vacío. No sorprende. Tres veces ha sido asaltado.
Ésta parece ser la ley de la vida en la ciudad de México y en algunos otros lugares del país. Son tan comunes los robos que ya casi nadie quiere reportarlos a las autoridades, a menos de que sea necesario para cobrar un seguro. En muchas ocasiones, de hecho, quienes son objeto de asaltos o secuestros se dan de santos simplemente porque no se les hace un daño físico. Además de ser despojados, debemos al parecer agradecer a quienes nos asaltan por no agredirnos, violarnos o matarnos.
Las cosas no deberían ser así. La principal razón de ser del Estado es proteger a los gobernados de robos y agresiones. El contrato social que le da origen y sentido a la sociedad es un acuerdo mítico en el que los individuos aceptaron la limitación de sus libertades a cambio de que el Estado les otorgara protección. En México, sin embargo, tenemos un Estado que maneja distribuidoras de gasolina, generadoras de electricidad y productoras de cine, pero que no puede cumplir con su compromiso fundamental de proporcionar seguridad a los gobernados.
Las cifras oficiales nos dicen que el 94 por ciento de los delitos que se cometen en nuestro país quedan impunes. Esta proporción se basa en las denuncias presentadas ante el ministerio público. Sin embargo, la experiencia nos dice que en un porcentaje muy alto de delitos —quizá entre 30 y 50 por ciento— no se presentan denuncias. El porcentaje de impunidad es, por lo tanto, mucho mayor que el oficial. De hecho, las denuncias ante el ministerio público han dejado de cumplir el papel de promover una investigación para buscar el castigo del delito. En la enorme mayoría de los casos la denuncia es únicamente un registro que la ley exige en algunos crímenes graves, como el homicidio, o que se requiere para obtener un reembolso del seguro. Ante una impunidad como la que existe en México es imposible que el Estado cumpla con su función fundamental de proteger a los gobernados. Este fracaso tiene consecuencias muy negativas para la sociedad. Muchas pequeñas empresas se están viendo obligadas a cerrar sus puertas, dejando sin empleo a sus trabajadores, porque no pueden aguantar las pérdidas por los asaltos. Otras más tienen que dedicar porcentajes muy elevados de sus ingresos a la contratación de guardias de seguridad para hacer el trabajo que la policía no hace a pesar de ser mantenida por los impuestos. Las peores pérdidas, por supuesto, las vemos en aquellos —pobres y ricos— que tratan de proteger su patrimonio o su dignidad en los asaltos y pierden la vida en el intento. Ellos ya no tienen la posibilidad de alzar la voz en protesta por el fracaso del Estado mexicano para cumplir con su misión fundamental.
Costo de la Cumbre
Finalmente la cumbre de Monterrey nos dejó una declaración que dice que hay que negociar un acuerdo de libre comercio en toda América y combatir la corrupción y la pobreza. ¿Valió la pena reunir para esto a 34 mandatarios de todo el continente? ¿Se justificó gastar 50 ó 100 millones de dólares del dinero de los contribuyentes mexicanos para emitir este documento?
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