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Inseguridad y modelo de desarrollo

Gabriel Castillo

Cuando aparezcan estas líneas ya habrá tenido lugar en la Ciudad de México una marcha convocada por “la sociedad civil”, contra el problema de la inseguridad y para exigir a las autoridades federales, estatales y municipales en todo el país mayor efectividad para enfrentarlo. El tema de los secuestros, tratado hasta la saciedad e incluso con morbo por algunos medios de comunicación, dio la pauta para que distintos grupos organizados como México contra la Delincuencia y la Unión Nacional de Padres de Familia, entre otros, llamaran a la movilización silenciosa este 27 de junio.

Desconozco el nivel de respuesta ciudadana y los efectos prácticos en cuanto a la disminución de la delincuencia que esta convocatoria pueda tener; lo que me preocupa es la politización de un asunto tan delicado como la inseguridad, que es un problema muy extendido en el país, para seguir agrandando el clima de animadversión hacia el Gobierno de la Ciudad de México y su titular. Lo más grave es que sea el propio Presidente de la República quien alimente esto en sus declaraciones, pues todos los mexicanos que tenemos acceso a los medios de comunicación, lo escuchamos afirmar, sin tener razón y en el contexto de convocatoria a la marcha señalada, que el Distrito Federal tiene el más alto índice delictivo. Esto no sólo es falso, sino marcadamente tendencioso según las propias cifras oficiales sobre la delincuencia.

El rechazo o cuestionamiento a la politización de este asunto que he planteado, de ninguna manera se opone al justo reclamo de muchos ciudadanos mexicanos que han padecido los efectos de la inseguridad que han perdido seres queridos en secuestros y asesinatos o que han sufrido asaltos y agresiones físicas en sus domicilios o en la vía pública. Todos en este país debemos exigir que la seguridad se asuma verdaderamente como una política de Estado en sus tres niveles, federal estatal y municipal, pero no sólo entendida como fortalecimiento de los órganos policícos, sino perfeccionando los instrumentos de procuración e impartición de justicia que, lamentablemente, en los últimos meses se han visto muy desacreditados por los escándalos políticos en que se han visto envueltos. Además es fundamental que esa política de Estado en materia de seguridad se vincule a una reorientación de la política económica y social, que permita evitar la mayor profundización de las desigualdades sociales y frenar el fenómeno de exclusión masiva de las oportunidades de desarrollo. Estoy seguro que esto ayudará también a disminuir la delincuencia.

Hoy nos queda claro que la inseguridad no sólo afecta a los banqueros, los empresarios o los comerciantes, sino también a los cuentahabientes, a los empleados y a los consumidores. Peor aún, a la inseguridad física que se padece no sólo en el Distrito Federal sino en Jalisco donde gobierna el PAN o en Chihuahua donde lo hace el PRI o en la frontera de Tamaulipas o en Baja California Norte, se agrega la inseguridad en el empleo y por lo tanto, la inseguridad en cuanto a ingresos económicos, con su efecto en la movilidad social. Hoy la cotidianidad de la gente se ha visto trastocada, si entendemos lo cotidiano no sólo como el campo de lo inmediato sino como “el reino de la necesidad en su expresión más tangible”. Aunque entendemos también que la vida cotidiana no es la misma para todos, pues no podemos negar la existencia de graves contrastes sociales en México. Hoy en números absolutos hay más pobres que hace una década y la distribución de la riqueza es mucho menos equitativa que a principios de los ochenta. Hoy es más dramática la injusticia. Todo esto debe mencionarse también cuando se habla de la inseguridad.

Lo anterior se plantea porque el modelo económico neoliberal que defienden el actual equipo gobernante y algunas de las organizaciones convocantes a la marcha contra la inseguridad, ha propiciado el desdibujamiento del Estado asistencial y eliminado mecanismos apropiados para la movilidad social, generando incertidumbre respecto del futuro. Ello provoca, como han señalado estudiosos de lo social que “la calle se vuelva el lugar para resolver las carencias más apremiantes: sea para asociarse con los vecinos, sea para asaltarlos”. Nadie desconoce actualmente que las situaciones de exclusión masiva generan también una frustración masiva de expectativas y que el tiempo exacerba las diferencias en lugar de mitigarlas, además de ampliar la brecha precisamente entre expectativas y logros. Por ello tenemos que buscar explicarnos que, frente a la falta de justicia distributiva y carencia de justicia penal ante los atropellos y discriminaciones, se presente una respuesta de los sectores marginales o excluidos del desarrollo, misma que comprende todo un abanico de “violencias reactivas”. El caso más visible de subcultura marginal es la violencia delictiva en las ciudades y ese tipo de violencia se ha venido calificando como “un modo de procesar la exclusión por parte de los excluidos”, según las tesis manejadas por Martín Hopenhayn en su libro Ni apocalípticos Ni Integrados.

De ninguna manera considero que haya tesis válidas para justificar lo que hoy ocurre en materia de violencia e inseguridad, pero no debemos olvidar que este problema está estrechamente vinculado al modelo de desarrollo que nos han impuesto durante los últimos 22 años. Ojalá que bastara con marchar en todo el país para acabar con el problema. Lo que necesitamos los mexicanos es contribuir a un cambio de rumbo en materia social y económica, que permita reducir el número de excluidos de las oportunidades de desarrollo, así como disminuir las frustraciones sociales que derivan en agresividad y violencia. No cabe duda que es un asunto complejo, con muchas aristas que hay qué cuidar.

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