En los sectores medios de la ciudad de México, que tienen capacidad para hacerse oír y siguen las noticias en prensa, radio y televisión, cunde una nueva sensación de inseguridad. No es para menos. Secuestros veloces o “normales” (es decir, que implican cautiverio y negociación para obtener el pago del rescate) que concluyen en asesinato, cometidos contra personas cuya ubicación social dio resonancia particular a los casos, han abierto las esclusas de la información informal, por la cual se sabe de la comisión de muchos delitos semejantes.
Como en otros momentos en la historia de la ciudad, la gente dice que sale de sus domicilios por la mañana sin la certidumbre de volver al cabo de la jornada. Esa sensación de inseguridad es permanente en regiones del Distrito Federal donde habita gente pobre, carente de todo, desprotegida.
La violencia criminal es allí frecuente y menudean también violaciones, robos y asaltos. Suele ocurrir que no haya denuncia, por desconfianza y miedo a las autoridades, tenidas como enemigas. Las víctimas, además, carecen de recursos para hacerse acompañar de un abogado, el pago de cuyos honorarios significaría echarle dinero bueno al malo.
Los secuestros y el posterior asesinato de los jóvenes Sebastián y Vicente Gutiérrez Moreno y el bárbaro sacrificio de Lizbeth Salinas, sacudieron las conciencias de todos quienes se impusieron de los hechos. La agrupación México Unido Contra la Delincuencia, que ya realizó una movilización semejante en 1997, ha convocado a raíz de esos hechos a una gran marcha, una elocuente toma de posición social contra ese género de crímenes y que se efectuará el domingo 27 de junio.
En ciertos lugares, como el afamado centro comercial Perisur, la alarma por la inseguridad ha conducido a acciones del vecindario, que practica en esta semana un boicot contra ese establecimiento. En las octavillas en que exponen sus razones y en pancartas, reprochan a la autoridad capitalina su inacción (y de paso, sin que se aprecie la pertinencia de hacerlo, desestiman la utilidad del segundo piso en el periférico).
Las manifestantes (pues la mayoría son mujeres) tienen pleno derecho a expresar sus temores y sus exigencias a la autoridad, aunque sea claro que por tratarse de un vasto predio comercial la seguridad del establecimiento depende en primer término de agencias privadas (o semipúblicas) contratadas ex profeso y sólo fuera del perímetro particular depende de la policía preventiva.
Nadie puede objetar que se expresen de ese y otros modos las desazones ciudadanas. Sería lamentable que no las hubiera, que la conciencia inerte no reaccionara frente al mal que asecha a todos y no buscara vehículos para manifestarlo. Deben ser bienvenidas las movilizaciones y las acciones que, con respeto a la Ley y a las normas de la convivencia busque realizar quienquiera.
Sin razón, el jefe y el secretario del Gobierno capitalino y el responsable de la seguridad pública han reprochado al PAN el “oportunismo” de que algunos de sus miembros “se monten” en la indignación ciudadana y pretendan encabezarla. Aun si se explica tal conducta del modo crudo en que lo hizo el dirigente panista Alejandro Zapata Perogordo, es claro que la oposición tiene derecho a “agarrar banderas” si eso significa hacerse sensible a reclamos específicos de la población.
Es verdad que desde diversos orígenes, concertados o no, se multiplican los frentes que ponen en jaque a las autoridades capitalinas. No deberían sorprenderse de que así ocurra, pues la política del poder en una ciudad donde se han sedimentado intereses cuantiosos y dotados de gran vigor político, genera acciones muy distantes del juego limpio que debería regular los conflictos sociales.
Si por añadidura se consolida, pese a todo, el alto asentimiento público a Andrés Manuel López Obrador (cualquiera que sea la eficacia política última de esa aprobación), se comprende que los poderes fácticos desplieguen su potencial para frenar la posibilidad de un Gobierno Federal con fuerte acento social y popular. Sin dejar de percatarse de esa realidad, el Gobierno de la ciudad está obligado a impedirse el reduccionismo de analizar todas las conductas públicas a la luz de una pretendida o real conjura.
Aunque pueda mostrar objetivamente el descenso en los índices delictivos, no puede desestimar la percepción de la gente sobre su propia vida cotidiana y menos descalificar sus movilizaciones porque las suponga contaminadas por factores partidarios. Mal haría Acción Nacional si no acompaña a ciudadanos en sus reclamos.
En Tlalnepantla, por ejemplo, el PRD ha hecho suya la protesta contra la torpe iniciativa municipal de vigilar con celo extremo a las personas que “no tienen porqué” estar fuera de sus domicilios más allá de las diez de la noche. Es legítimo, en uno y otro caso, que la oposición inste a las autoridades a hacer o a no hacer. Debe fomentarse y no inhibirse de ninguna manera, la acción solidaria y organizada de la sociedad frente a los graves problemas que genera la vida urbana, la inseguridad entre ellos.
Ciertamente, no deberán aspirar los particulares a suplir a la autoridad cuando la sepa o la sienta insuficiente. No se pase de la protesta a la acción directa, tránsito hacia el que suele haber inclinación. Pero la gente debe acuciar a los Gobiernos a que enfrenten con eficacia los desafíos que impone la delincuencia, sea la organizada o la espontánea, surja de la necesidad o de la codicia.