Desde hace tiempo nos preocupa la inseguridad pública. No hay día del año que no leamos en los periódicos o escuchemos en el radio y en la televisión las peores noticias de la violencia urbana en las fronteras, en los puertos, en las ciudades, pero de todos modos lo de esta semana nos escandaliza y entristece, hasta hacernos incurrir en la hipérbole pesimista de que ayer escribió Javier Villarreal Lozano:. “¡No es cierto!” exclamamos el martes pasado al ver por televisión el cruel linchamiento de dos policías en plena vía pública de la localidad San Juan Ixtayopan, delegación Tláhuac, del Distrito Federal.
“No es verdad, no puede ser posible, repetimos. Este es, seguramente, un episodio de esas series del reality estadounidense a que nos quiere acostumbrar la televisión mexicana”. Tanta crueldad parecía imposible, pero la voz in off del reportero ubicó nuestros sentidos en la actualidad: lo que veíamos había sucedido, era un hecho real y lo confirmaba el seguimiento de la información: dos cadáveres ardían en el pavimento y el pueblo de San Juan, soliviantado, los contemplaba atónitos. El tercer policía luchaba por la vida en una cama de hospital. Al horror siguió la indignación: ¿Cómo era posible que ninguna autoridad haya podido impedir el linchamiento de los agentes policíacos si los hechos habían tenido lugar en el perímetro del Distrito Federal, en el atardecer del martes 23 y la distancia de los múltiples cuarteles de la policía del DF es relativamente corta?
Más tarde, cuando -demasiado lentos por desgracia- arribaron a San Juan Ixtayopan los elementos de la Secretaría de Seguridad Pública del DF, de la Policía Federal Preventiva y de otras corporaciones locales y federales, sólo lograron unir su impotencia y asombro a la reacción de los millones de televidentes del país que lo habían presenciado en tiempo real.
Uno se queda atónito y temeroso de que alguna vez -todo es posible en los tiempos actuales- pueda suceder algo parecido en el entorno geográfico en que vivimos y es que ningún sitio, ninguna comunidad, puede considerarse exenta del flagelo del narcotráfico, que se inicia al menudeo en las escuelas públicas y privadas y llega a convertirse finalmente en un azote colectivo. Los padres de familia denuncian, la PGR se da por recibida y el asunto duerme el sueño de los justos. Ahora se investiga en Tláhuac la posible connivencia de la policía capitalina con los señores de la droga.
Otra vez demasiado tarde, pues los agentes linchados Víctor Mireles, Edgar Moreno y Cristóbal Bonilla, habían ido precisamente a una escuela de San Juan Ixtayopan a investigar tal complicidad.
Por otra parte ¿Qué perversa elucubración colectiva estimula esa fácil y extrema disposición al homicidio? ¿Qué elementos de juicio -si es que una masa humana los tiene y los usa- intervinieron en las mentes de los involucrados en el mencionado disturbio al decidir la comisión del asesinato múltiple? ¿No provocó algún respeto en los amotinados el uniforme de los policías sacrificados? ¿O es que los cuerpos policíacos han llegado a provocar tanto el desprecio y desacato de los ciudadanos al grado de que los incita al crimen?
No sabemos qué pensar ni cómo digerirlo en la conciencia, pero algo debemos hacer entre la sociedad y el Gobierno para evitar la repetición de tales hechos. En el mediato ayer se encuentran varios precedentes que debieron analizarse desde el punto de vista de la antropología social y la psicología de las masas en busca de soluciones factibles. No es posible que los mexicanos pensemos ser parte del mundo civilizado y dejemos hacer y dejemos pasar acontecimientos tan vergonzosos e indignantes.
Resulta necesario, urgente e inaplazable promover desde la niñez y la juventud hasta las edades maduras y supuestamente racionales un necesario, indispensable, respeto por la vida humana, por las autoridades y por la seguridad comunitaria; pero claro, quienes representen a la autoridad, políticos o policías, deben hacerse acreedores a tal respeto.
En contra están, ello es evidente, la televisión y la cinematografía que dedican sus esfuerzos a realizar películas que constituyen, evidentemente, una descarada apología del sexo, del alcohol, de las pasiones humanas y del crimen. Todos los pueblos y ciudades del país se han convertido en grandes campamentos para la venta inmoderada de cerveza y productos etílicos. No hay discriminación de edades, no hay tope en horarios, no existen prohibiciones efectivas ni sanciones que corrijan. A pretexto de modernidades obscenas todo se permite. Los “antros” se multiplican en los cuatro puntos cardinales, las carreteras están invadidas de tabernas disfrazadas de cervecerías, unas frente a otras. Hay almacenes como garajes a los que se puede entrar, comprar alcohol y salir. Y vaya usted a saber qué otros estimulantes venden: pastillas, yerba o polvos del mal. El colmo: todavía hay regidores y síndicos que postulan mayor apertura en los reglamentos de policía y buen gobierno para dar facilidades a los mercaderes del vicio, especialmente en la instalación de “tables dances”…
No sabemos si estamos en el camino correcto para ascender en materia económica. Lo que sabemos es que en los aspectos culturales y morales nuestras comunidades van en descenso, más rápido de lo que pensamos y actuamos, y de ello todos somos responsables.