Sergio Sarmiento “Grande es mi castigo para ser soportado.”
Caín (Génesis 4:10)
Primera mentira: la pena de muerte reduce el crimen. Si fuera así, Estados Unidos, único país desarrollado que mantiene esta pena en sus códigos, sería la nación con menos delincuencia en el mundo. Pero la verdad es exactamente la contraria: ningún país entre los ricos tiene tanto crimen como la Unión Americana. Los países con menor delincuencia —como los de Europa occidental y los de la costa del Pacífico de Asia— no tienen pena de muerte.
Segunda mentira: el crimen es producto de la pobreza. Si fuera así, la ciudad de México, con mucho la más próspera del país, sería también la más pacífica. La comparación entre ciudades o países no arroja ningún patrón de relación entre pobreza y prosperidad. Echarle la culpa del crimen a los pobres o a la pobreza es buscar una salida fácil pero falsa.
Tercera mentira: el propósito del castigo debe ser la rehabilitación de los criminales. En realidad la rehabilitación es un proceso imprevisible y su logro no muestra ninguna relación con el castigo. Algunos criminales se arrepienten de inmediato de sus delitos y no cometerán más en el futuro aunque no se les castigue; otros se mantendrán en el crimen y la violencia, aunque sean castigados de manera ejemplar. Lo más importante de todo, sin embargo, es que el sistema de justicia no tiene instrumentos para distinguir entre unos y otros: precisamente por eso el propósito del castigo no puede ser la rehabilitación. El castigo a los criminales debe ser visto -y así lo fue durante milenios-como un derecho de la víctima y de la sociedad. Cuando se pierde de vista este principio, se libera a los criminales con ligereza y se multiplica la delincuencia. Como consecuencia de una errada filosofía del castigo, en México no tenemos cárceles sino centros de rehabilitación social (Ceresos). Y por eso mismo sufrimos de un enorme problema de criminalidad.
Cuarta mentira: no se puede hacer nada en contra de la inseguridad. La experiencia positiva de varias ciudades y estados en México, así como de otros países del mundo, revela que sí hay formas de disminuir radicalmente la delincuencia. Uno de los casos más sonados se registró en Nueva York en la década de 1990 (¿alguien sabe qué pasó con la asesoría que Rudolf Giuliani le dio a la ciudad de México en materia de seguridad?). Otras ciudades de la Unión Americana tuvieron en ese mismo período bajas iguales o mayores en sus niveles de criminalidad. En los países del Asia Pacífico, como Japón y Corea del Sur, se abatió de manera dramática la criminalidad con la introducción de mejores corporaciones policíacas. En México, Sinaloa pudo bajar radicalmente su índice de secuestros con una fuerte inversión en tecnología y en un equipo de policías especializados.
Quinta mentira: la severidad de las penas disuade a los criminales. No hay correlación alguna entre la disposición a cometer un delito y la severidad de la pena. Lo que claramente sí influye es la posibilidad de un castigo. En Japón menos del diez por ciento de los delitos reportados se queda sin castigo; en México más del 95 por ciento nunca son castigados. Ahí radica la diferencia fundamental. El criminal en potencia no piensa si su delito tiene un castigo de dos o de diez años, sino si se le atrapará o no.
Sexta mentira: los menores de 18 años no saben lo que hacen y por lo tanto no deben ser castigados como adultos. Las leyes que protegen a los menores de ser juzgados como adultos fueron ideadas para niños y no para adolescentes. Puede entenderse que un niño de ocho años no sea juzgado como adulto por un crimen grave como el homicidio, porque no tiene realmente conciencia de lo que ha hecho (independientemente de que muchos niños muestran una perversidad que rebasa la de los adultos). Antiguamente, sin embargo, un joven a los 15 o los 16 años era ya considerado un adulto tanto para la guerra como para la Ley. Hoy, como antes, un joven de esa edad que comete un homicidio o una violación sabe exactamente lo que está haciendo. No tiene sentido, por lo tanto, otorgarle impunidad.
Séptima mentira: se violan los derechos humanos de los criminales si se les obliga a trabajar. Una de las razones por las que los supuestos centros de rehabilitación social en México son escuelas del crimen es porque los reos no tienen nada qué hacer. Quienes purgan una sentencia tienen una deuda qué pagar a la sociedad y a las víctimas: lo más sensato sería, pues, obligarlos a trabajar en beneficio de las víctimas, de la sociedad y de ellos mismos.
Mujeres
La pobreza no es indicador de criminalidad, pero sí lo es el género. Las mujeres simplemente delinquen menos que los hombres. Y sus crímenes son, además, menos violentos que los de los varones.
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