En el antiguo régimen, pero no hace tanto tiempo que no vivan todavía testigos del episodio, los reporteros adscritos a “tribunales”, como se denominaba entonces en las redacciones a la “fuente judicial”, se impacientaban en la toma de posesión de un nuevo presidente de la Suprema Corte. De modo insincero, porque su recitación no correspondía a su práctica, el ministro engolaba la voz en una larga perorata que pretendía ser un largo elogio a la justicia, con las consabidas citas de Ulpiano y Justo Sierra. Harto de la parrafada, tal vez porque conocía de sobra a quien la pronunciaba, con crudeza contraria a la urbanidad el decano de los periodistas interrumpió: —Bueno, bueno, mi abogadazo. Todo eso está muy bien. Pero, de esto ¿qué? Y mientras preguntaba, ilustraba su interrogación haciendo con la palma de la mano hacia arriba, extendido el pulgar, flexionado el índice, la señal que se refiere al dinero.
Indagaba de ese modo cómo serían las relaciones del Poder Judicial, bajo su presidencia, con los periodistas. Quería saber a cuánto ascendería la paga ilegal que también allí, en el mismísimo templo de Temis, untaba la mano de los escribidores.
Porque en esa época la relación entre jueces y medios de comunicación estaba con frecuencia regida por la venalidad. De hecho, con sus honrosas pero escasas excepciones, ambos sectores de la sociedad, la magistratura y el periodismo se hallaban impregnados por la corrupción y la ineficacia, sin que fuera posible determinar cuál de ambas lacras era la causa y cuál el efecto. En la ciudad de México, ambas formas del servicio público amén de compartir esos vicios y ejercerlos en común, se movían en el mismo espacio urbano, la calle de Bucareli. Allí se alzaba el edificio que alojaba a los pocos juzgados federales y allí mismo, o en sus inmediaciones, se encontraban las redacciones de los principales periódicos y revistas de la capital.
Por esa vecindad, no era infrecuente que reporteros y personal del juzgado, a veces los jueces mismos, coincidieran en las cantinas y cafés de esa breve comarca. Surgía así una familiaridad que era contraria al diáfano ejercicio profesional de una parte y otra.
En connivencia con litigantes inescrupulosos, tercer vértice de ese triángulo adverso a la sociedad, mientras se jugaba al cubilete o al dominó y también entre copa y copa, se fraguaban arreglos en que la justicia quedaba sumamente maltrecha, rotas y abandonadas su espada y su balanza.
No escandalizaba a nadie, porque el triunfo mayor de la inmoralidad es que se la considere una conducta normal, el que periodistas litigaran en los tribunales sobre cuya actividad informaban. No siempre lo hacían con descaro, sino que actuaban a través de testaferros, no demasiado ocultos. O, al revés, abogados deshonestos utilizaban la presencia de reporteros a su servicio para intimidar a los jueces y ganar su favor, so pena de una campaña que pusiera su honra en entredicho.
La profesionalización de esos sectores, perceptible con claridad en las décadas más recientes y la paulatina modernización del sistema político, que no se limitaba a perpetuar a un partido en el poder sino que creó un modo de ser, una idiosincrasia, una cultura del abuso de la que demoramos en desembarazarnos por completo, han contribuido a extirpar en amplia medida esos vicios de la prensa y la judicatura y los que se ayuntaban para practicar. Periodistas y jueces no han sido sustituidos por ángeles, pero la sociedad ha creado incentivos para la mejoría permanente del servicio que cada quién debe prestar. Hoy más que nunca el apego al deber no brinda “sólo” una satisfacción ética, que experimentaron siempre quienes a contrapelo cultivaron esa conducta, sino que es rentable, social y profesionalmente.
Parece, sin embargo, que los jueces y los medios informativos no encontraron todavía un nuevo modo de relacionarse, que sustituya el vínculo perverso que los ató durante largo tiempo. Los impartidores de justicia, sobre todo los de la magistratura federal, son trashumantes al menos en una larga porción de su carrera, y tienden por ello a no vincularse con la comunidad con la que compartirán algunos años de su vida. Quizá ingresen al personal docente de la escuela de Derecho local, pero en general me parece que los rigores de su oficio propician en ellos una actitud huraña, ajena a los jolgorios y los festejos, pero también renuente a la comunicación de sus haceres.
En la actual etapa de la sociedad mexicana, en que la transparencia y el acceso a la información se han convertido en valores que satisfacen necesidades largamente postergadas, los jueces y los medios de comunicación practican ya y acentuarán esa actitud en el futuro inmediato, una tarea de pedagogía recíproca. La judicatura tiene que remediar la impreparación profesional de los periodistas en materia jurídica, defecto comprensible porque sólo recientemente la impartición judicial es creíble y por lo tanto interesante y los acuciantes medios informativos han de persuadir a los juzgadores de que realizar su trabajo de cara a la sociedad es útil para todos.
No se trata sólo, en el caso de los informadores, de aprender y comprender la terminología legal, para transmitirla de modo adecuado al público. Se trata de entender que con frecuencia la formalidad jurídica está reñida, o parece reñida con la realidad.
Que sólo exista lo que consta en el expediente es una verdad incomprensible para quien ha sido entrenado para tratar con hechos, o como hoy se dice, con datos duros.