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La ciudad, un libro abierto

Adela Celorio

Como todas las ciudades, ésta es también un libro abierto con miles de páginas donde se cuentan toda clase de historias, algunas tan grotescas como las que describen los desfiguros de los diputados perredistas.

Otras tan apremiantes como la irritación de la gente ante la imposibilidad de que los cambios que esperaban, se den con la celeridad que nuestras carencias exigen. Páginas tan sádicas como la posibilidad -¡culebra culebra!- de que aprovechando el río revuelto, el PRI se cuele a Los Pinos por cualquier alcantarilla destapada, o tan húmedas, como las páginas que escriben las mañanas grises y la terca lluvia que nos está apremiando a descubrir cuanto antes la forma de respirar bajo el agua.

Cada página de éstas o todas juntas, me están provocando una especie de desánimo, de desinterés por levantarme de la cama, de ganas de ponerme en posición fetal, chuparme el dedo gordo y quedarme pensando en las musarañas todo el santo día.

De negarme a habitar esta ciudad que si en sus cinco sentidos es difícil, en sus trece y pasada por agua, no hay quien la aguante. ¡Y sin embargo nos movemos! Me digo para animarme. Todo anda desarticulado y revuelto, parece que no hay de dónde sujetarnos ni en quién creer...

¡Señal de que nos movemos! Me repito para convencerme, y me levanto a cumplir con mi página de hoy. Día por día, aquí y ahora; recomienda el Dalai Lama, a quien por cierto deberían escuchar con atención quienes por andar ya en 2006, han dejado 2004 en el más absoluto desamparo.

Y cambiando de página, la del domingo me salió con buena letra. La enorme carpa que fungía de Foro Uno en el Zócalo, estaba a tope cuando con motivo de la Feria del Libro, llegué ahí a presentar “En Medio de Nosotros la Tele como un Dios” novela, o si prefieren nivola; que como ya les he platicado, tuvo a bien publicarme la Editorial Diana.

Yo, radiante como un capullo y venciendo mi natural humildad, charlé por los codos, firmé libros, respondí preguntas y cuando apenas empezaba a disfrutar de la fama, el Querubín me hizo notar que la sala estaba llena porque la gente se refugiaba ahí de la lluvia. Ni modo, así es esto. Hasta las torres que en el cielo se creyeron, un día cayeron en la humillación.

De cualquier manera, me quedé con el buen sabor de ver El Zócalo, ése controvertido escenario de nuestros cotidianos desencuentros; ennoblecido por la buena gente y convertido en un libro abierto. Y así seguirá durante dos semanas más, para que aún quienes no quieran o no puedan comprar libros, por lo menos puedan hojearlos, tocarlos, y aquerenciarse con ellos.

adelace@avantel.net

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