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La guerra sucia

Patricio de la Fuente

Siempre he creído que un país no puede tener un futuro promisorio si antes no se ha reconciliado con su pasado. Aunque resulta vital ver siempre hacia delante, pretender borrar ciertos acontecimientos –por más dolorosos que sean- equivale a negar nuestra esencia, raíces y gran parte de lo que hoy somos. El México posmoderno avanza de forma lenta y a veces atropellada en medida gracias a la imposibilidad de cerrar círculos históricos para transitar a nuevos donde los tropiezos del ayer no terminen por salir a la luz y se conviertan en un lastre que impida pasar hacia otros esquemas. Una nación ideal será aquella donde el pretérito pueda ser revisado a cabalidad y mediante la clara observancia del mismo sus habitantes aprendan a no caer en viejos errores y a salir de círculos viciosos que a la larga terminarán por frenar toda oportunidad de desarrollo. Ya que estamos con el ánimo dispuesto, durante tres días nos dedicaremos a relatar algunos aspectos relevantes de la denominada “Guerra sucia”, capítulo fatídico en la vida nacional.

En la campaña presidencial, Vicente Fox prometió que ningún ex funcionario que hubiese delinquido quedaría fuera de las manos de la justicia, amén de su jerarquía social, política o económica. Muchos mexicanos se dejaron llevar por el frenesí del momento y apostaron todo a la idea de que al fin tantos culpables pisarían la cárcel; los menos sabían que las complejidades e inercias del sistema hacían prácticamente imposible llevar tales medidas a cabo pues inevitablemente vendría un verdadero cisma del que después sería francamente difícil recuperarse. El tiempo pasó en medio del sinnúmero de apuestas sobre quiénes serían aquellos a los que la administración foxista castigaría, poniéndolos como ejemplo de que en el México del cambio ya no cabía la impunidad y los favoritismos, sin embargo hasta hoy no ya caído ningún “pez gordo” y los esfuerzos del Gobierno por lograrlo pasan a formar parte de la larga lista de promesas incumplidas.

Hace pocos días, el fiscal especial para delitos y crímenes del pasado, Ignacio Carrillo Prieto, sufrió un duro revés cuando el juez encargado del caso dictaminó que los delitos por genocidio habían preescrito hace tiempo y por ende ni el ex presidente Luis Echeverría ni sus otrora colaboradores tendrían que pisar la cárcel. Aunque Carrillo anunció que apelará la decisión y llevará ante la Suprema Corte el expediente del caso, lo cierto es que el proceso podría tardar mucho tiempo –recordemos que la justicia en este país no se caracteriza por su rapidez- y ello daría la posibilidad a los presuntos responsables de utilizar cualquier laguna jurídica para salir victoriosos. Cabe destacar el largo proceso para enjuiciar a Pinochet: aunque resulta clara su culpabilidad en la atroz matanza de miles de disidentes, ni los tribunales internacionales han podido hacer que el dictador y abierto genocida pase una noche en prisión.

Pero vayamos para atrás. Plutarco Elías Calles, el fundador de lo que hoy conocemos como PRI, inicia la tradición del jefe máximo, o posteriormente con Cárdenas el denominado “monarca sexenal”, hombre todopoderoso que a partir de una Carta Magna que confería poderes meta constitucionales dictaminada las reglas a seguir. Como consecuencia lógica de tan “sui generis” entorno político, México entró en un círculo de relativa calma y continuidad que vendría a prolongarse durante varios sexenios. Durante mucho tiempo, la conciencia colectiva pareció dormida, controlada por un sistema donde las decisiones y acciones de la cúpula no eran cuestionadas. Cierto, las tropelías saltaban a la vista y las condiciones de equidad y justicia social eran raquíticas, a pesar de ello también hubieron enormes avances y quizá por eso resultaba más cómodo hacerse de la vista gorda y entrar en la inercia generalizada. En la actualidad se habla de tales tiempos como la época del “milagro mexicano” o período donde el país vive tiempos de calma marcados por una política económica acertada, llevada a cabo gracias a una clase política ordenada en fondo y forma.

Luis Echeverría inicia su carrera en los pasillos de la burocracia nacional. Funcionario dotado de una disciplina que hasta sus acérrimos enemigos califican de admirable, el hombre de la guayabera avanza de forma lenta pero sólida hasta llegar a convertirse en brazo derecho del entonces secretario de gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, quien rápidamente tomó nota sobre la inusual capacidad por el trabajo de su joven colaborador y ya presidente lo convirtió en encargado del despacho de Bucareli. Echeverría se ganó las confianzas de Don Gustavo pues permanecía en la oficina desde la madrugada hasta altas horas de la noche, era serio, callado, servil hasta el absurdo y en apariencia estaba dotado de una lealtad férrea hacia su jefe, ya que cumplía las órdenes sin chistar y vigilaba que la política interior fuese llevada a cabo de manera consistente.

Vendrían los sucesos de 1968 y ya nada sería igual. En todo el mundo, millones de estudiantes y jóvenes de distintos orígenes rompían con la generación anterior, en parte hastiados de un orden mundial donde los gobiernos eran impositivos y la escala de valores bajo la cual sus padres los habían educado había pasado a ser disfuncional. La generación del 68 se libera de viejos atavismos y acoge la utópica idea de un entorno donde las diferencias no fuesen tan marcadas, aquél en que los preceptos de libertad e igualdad tuviesen un mayor ascendente en el futuro. Pero también hay que aceptarlo: muchos abrazaron ideas comunistas y ello puso nerviosos a varios gobiernos, en especial al de Gustavo Díaz Ordaz, quien manda asesinar a cientos de estudiantes la noche del dos de octubre, pensando que dicha acción había sido la adecuada pues así se había puesto fin a una conjura internacional que buscaba desestabilizar al Gobierno. Nada más alejado de la verdad.

Aunque Díaz Ordaz asumió la responsabilidad sobre la atroz matanza, muchos se cuestionan acerca del grado de involucramiento de Echeverría en dichos sucesos. Resulta poco factible pensar que un hombre tan obsesionado por el control y la información de las fuentes de inteligencia como lo fue Echeverría no estuviese enterado del curso que estaban tomando las cosas. Sin embargo, como lo habíamos mencionado anteriormente, Don Gustavo se auto señala en parte para dejarle el camino libre a su sucesor, quien meses después se convertiría en el “tapado” y por ende próximo presidente de México.

Luis Echeverría busca distanciarse de su antecesor y empieza a mostrar su verdadera personalidad de candidato locuaz hablando hasta por los codos, cosa que sorprende a Díaz Ordaz y durante los pocos años que le restaban de vida se dedicó a afirmar que haber elegido a Echeverría había sido el más grande error de su vida. “A mí me hicieron chistes por feo, no por pendejo” aseveraba el poblano. Lo cierto es que el flamante candidato busca borrar todo recuerdo de lo que llamaba “los emisarios del pasado” y se acerca a dos grupos que fueron vejados u olvidados durante el sexenio anterior: los jóvenes y la casta intelectual.

Pero hablemos de la década del setenta. Se llama “Guerra Sucia” a un período de la vida nacional marcado por turbulencias internas y la amenaza comunista. Durante este tiempo existieron grupos disidentes que mediante el secuestro y la presión buscaban ganar relevancia y conseguir dividendos para sus muy particulares intereses. Está por demás decir que la totalidad de dichas organizaciones abrazaban las teorías marxistas y perseguían reivindicación hacia los pobres y oprimidos. Ante tales demandas, el gobierno reaccionó de forma brutal, pues a través de los órganos de inteligencia como la extinta Dirección Federal de Seguridad se persiguió a tales “células terroristas” hasta acabar con ellas. Recordemos a la denominada “Liga 23 de septiembre”, la cual lidereada por el famoso Lucio Cabañas secuestró a varios prominentes empresarios y políticos de la época. Podemos estar o no de acuerdo con tan cuestionables métodos, sin embargo claro está que el gobierno se extralimitó, ignorando leyes y preceptos constitucionales al haber encarcelado, torturado y desaparecido a miles de insurrectos pretextando algo tan endeble como la seguridad nacional.

A Luis Echeverría se le busca culpar, en concreto, sobre los sucesos del “halconazo” o jueves de Corpus. “Los Halcones” era un grupo paramilitar de elite dedicado a contrarrestar las posibles amenazas de grupos insurgentes. Dicha organización era enteramente financiada con fondos del gobierno, y tal como sucedió con el “Batallón Olimpia” del dos de octubre; tenían la ordenanza de reprimir brotes insurgentes, utilizando cualquier recurso a su alcance para lograrlo. El México de principios de los setenta estuvo regido por una muy particular actuación de organizaciones tanto policíacas como para y militares, quienes siguiendo las ordenes de la clase política de entonces utilizaron métodos de tortura para lograr sus objetivos.

El diez de junio de 1971 es un día que aún muchos no pueden olvidar. Decenas de estudiantes opositores del Gobierno se encontraban manifestándose en las calles de la capital cuando de pronto “Los Halcones” hicieron su aparición, disolvieron a los jóvenes y a muchos se les llevó al campo militar número uno, de donde ya no saldrían vivos. Padres de familia hicieron su voz valer pues durante mucho tiempo buscaron –sin éxito- a sus hijos a lo largo y ancho del territorio nacional. A partir de tan trágico capítulo, muchos disidentes se convirtieron en auténticos líderes civiles en contra de las políticas de aquella época y hoy como ejemplo podemos contar con conciencias tan respetables como la de Rosario Ibarra de Piedra, quien no ha cesado en su intento por encontrar a su hijo y llevar a los culpables ante las manos de la justicia.

Durante aquellas fechas Luis Echeverría manejó siempre un doble discurso, lo que ante los ojos de muchos lo hizo doblemente detestable. Por un lado buscó granjearse las simpatías de la juventud incluyendo a recién llegados a los cuadros ministeriales, redujo la edad del voto a dieciocho años e inclusive durante la campaña presidencial tuvo la sangre fría de pedir “un minuto de silencio” por los caídos durante la noche de Tlatelolco, muy a pesar de su inminente responsabilidad en tan detestables sucesos. Por otra parte, su Gobierno se caracterizó por el nulo respeto a la conciencia, la terrible persecución para aquellos que no estuvieran de acuerdo con los preceptos marcados, amén de terribles consecuencias. Hoy tenemos una concepción más acertada de Echeverría, la historia lo ha redimensionado, poniéndolo en su justa dimensión: la de un hombre obsesionado quien le rindió un peligroso culto a la personalidad y no tuvo mayor empacho en usar cualquier método si con ello conseguía librarse de aquellos no afines a sus particulares intereses.

A diferencia de Gustavo Díaz Ordaz, Echeverría nunca asumió la culpa sobre el jueves de Corpus, e incluso sacrificó a uno de sus más cercanos colaboradores. Alfonso Martínez Domínguez, entonces regente del Distrito Federal, se había convertido en un presidenciable incómodo que no se apegaba a los lineamientos de disciplina impuestos por el Gobierno, y ello lo hacía un peligroso rival frente a un presidente que no toleraba que alguien más brillase por méritos propios. Fiel a sus ideas, el entonces mandatario encontró en el diez de junio el pretexto ideal para pedirle al regente que renunciara y con ello se quitaría de encima a un colaborador que ya de nada le era útil. No sabemos a ciencia exacta qué tanto supo Martínez Domínguez ni su grado de responsabilidad, y quizá jamás lo sepamos en vista de que murió hace poco tiempo, sin embargo de lo que no existe duda es de que Echeverría tuvo amplio conocimiento y que las pruebas aportadas por la fiscalía especial demuestran de forma clara que un hombre tan adepto al control y a saber absolutamente todo lo que sucedía en el país, simple y sencillamente no pudo fingir ceguera ante un hecho de tal importancia.

Juan Velásquez, abogado de varios de los inculpados, se basó en un ordenamiento con carácter internacional para argüir que los delitos imputados a sus clientes ya habían preescrito y por ende no podían aplicarse de manera retroactiva. Sin duda, en próximas fechas veremos nuevos intentos por parte de la fiscalía especial de que el caso sea revisado de nueva cuenta, inclusive que la Suprema Corte de Justicia atraiga el asunto a sus manos y dictamine, ponga fin a tan complicada maraña legal. En la opinión de este columnista, si existiera responsabilidad por parte de Echeverría o su otrora equipo de cercanos colaboradores, ante delitos de tal envergadura no debería haber escapatoria para un grupo cuyas viles acciones simple y sencillamente no tienen justificación, muy a pesar de todos los preceptos legales que se quieran tomar en cuenta.

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