El tiempo transcurrido, treinta y tantos años, no ha logrado cubrir con un pudoroso velo los hechos en que perdieron la vida muchos mexicanos fieramente asesinados buscando que la sociedad pudiera vivir tranquila. Para combatir a quienes se manejaban como grupos contrarios al Gobierno, no se encontró otro remedio que aplastarlos con toda la fuerza del Estado cerrando los ojos a la piedad, la compasión o la clemencia. El Gobierno actuó ignorando los frenos que en toda sociedad civilizada impone un régimen sujeto a disposiciones legales. Hubo muertes de guerrilleros y activistas, durante los años en que se escenificó lo que se ha dado en llamar la guerra sucia. Lo que a mi juicio es un pleonasmo, pues el término guerra tiene imbíbita la ausencia de limpieza dado que se extermina al oponente en una liza donde todo se vale, por lo que al calificarla de sucia se quiere dar la idea de que: vaya usted a saber las porquerías que se cometieron en nombre de la justicia.
Pero ¿qué pasó en realidad? ¿Fueron cremados en hornos clandestinos? ¿Arrojados al mar desde un avión? ¿Inhumados en recónditos lugares? Los que tenemos edad les vimos caer en una trampa montada por el grupo denominado los halcones, con la cabeza rapada a la brush, una tira de tela atada a uno de los brazos para reconocerse mientras apaleaban a sus víctimas hasta dejarlos sin hálitos de vida. Los que heridos fueron llevados por ambulancias a hospitales, eran perseguidos y ultimados en las camillas sin el menor cargo de conciencia.
Hay que olvidar la tropelía, claman quienes no perdieron ningún familiar en la turbulencia. ¿Qué acaso no están las fuerzas armadas para sofocar todo intento dirigido a socavar las instituciones públicas? Nada ganamos, dicen, como no sea abrir heridas que el tiempo ha cicatrizado. Ese es un capítulo que al que debe ponérsele una tranca, externan otros, concediendo amnistía gubernamental que perdona el castigo y la razón que lo provocó. Lo que, en un sentido amplio, significa olvidar el pasado y, en un sentido estricto, olvidar los delitos políticos, otorgado por quien tiene potestad de hacer las leyes. En el lado contrario se sostiene que no se debe perdonar el terrorismo de Estado por que ¡se usó el poder de la nación para violar el orden legal! La autoridad, dicen, cometió excesos que deben ser reprimidos ahora.
Lo peor de todo, creo, es que no es posible mantener la calma ante aquellas atrocidades como si no hubieran sucedido. Daríamos paso al libertinaje y a que el día de mañana se repitan hechos iguales o peores. Que se juzgue a los involucrados, tendrán derecho a defenderse; derecho que ellos no concedieron a sus víctimas. No se trata de que el viento se lleve dando vuelcos las páginas de una novela de terror. Lo que ocurrió, ocurrió en la vida real, dejando una huella indeleble por que si hubo desaparición de jóvenes, sabiéndose que se les combatió con saña perruna por quienes estaban obligados a actuar dentro de los márgenes que establece la Ley. Esto es, hablemos sin ambages, los que se manejan fuera de ella se arriesgan a verse perseguidos y, en su caso, castigados, pues es su razón de ser dedicarse al quebrantamiento de la Ley, en cambio, quienes están autorizados para aplicarla, no tienen justificación por que traicionan sus ideales, actúan con ventaja y destruyen la confianza de los individuos en sus instituciones públicas. El que delinque puede hacer, lo diré con descaro, lo que le pegue en gana mientras no sea detenido, en tanto la autoridad sólo puede hacer lo que le permite la Ley. Cuando se rompe ese equilibrio y unos y otros obran impunemente como bestias salvajes, es claro que estamos dando paso a que la anarquía se apodere de este país.