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La incertidumbre acecha a Puerto Príncipe

Alejandro Páez Varela

Antes del asalto insurgente, Puerto Príncipe, vive la vergüenza. Haití se da golpes en el estómago, juega al fakir. Mientras, miles de adolescentes miserables y armados toman el poder...

ESPECIAL / EL SIGLO DE TORREÓN

PUERTO PRÍNCIPE, HAITÍ.- No hay agua en los barrios, la energía eléctrica falla, se acabó la gasolina. No hay Gobierno. Las calles de la ciudad están bloqueadas por los Chimé ?fuerzas paramilitares leales a Jean Bertrand Aristide-, y por cerros de basura que arden. A los muertos nadie los levanta; los heridos, imposible de contar.

Claude y Michelle tienen miedo. Por eso decidieron cruzar al amanecer la ciudad, en un taxi, rumbo al aeropuerto.

Michelle está casi frente al mostrador. Espera dos asientos en un taxi aéreo. Grita, pero los empleados de la aerolínea dominicana sólo lo ven a la boca. No hay vuelos, le dicen por quinta vez, despacio, levantando las cejas, cruzados de brazos, con un gesto de miedo y cansancio. Nadie escucha. Ni él que ruega en creolé, en inglés, en francés. Cientos de mujeres, hombres y adultos se desesperan y forman un solo zumbido que hace inaudible cualquier intento pro comunicarse.

De pronto, Michelle, empieza a discutir con un colado que, vuelto loco, brinca a todos y se pone frente al mostrador. Enseña el pasaporte y amenaza. Haitiano. Michelle le exige que haga línea. Un tris, dan al piso. Se jalonean, desesperados. Los dos traen pantalones Dockers. Son clase media, media-alta.

Nadie gana, todos pierden. No hay vuelos y ya. Se tranquilizan. Se sacuden el polvo. Se miran de reojo, arrepentidos. Qué locura, pensarán: este país se hunde y nosotros nos damos de golpes. Luego se dan cuenta que son, o fueron, empleados de la misma compañía. Traen la misma ropa. Se apenan. Quizá se reconocieron. Quizá checaban tarjeta juntos o hasta eran vecinos.

El horror

El mercado junto al mar es territorio Chimé. Ahora toda la capital lo es. Miles de adolescentes con pistolas han hecho barricadas con llantas y madera de los muelles que arden y persiguen los autos que pasan, disparando al aire, ahuyentando a los que se atreven. No hay barco que llegue y las bodegas fueron totalmente saqueadas. El comercio se acabó. Aristide dice que no se va. Las calles son de lodo y pestilencia. Miles recorren este enorme barrio. Miles de miserables recogen del suelo granos que dejaron los primeros saqueadores.

Si alguien tiene una idea de lo que es el horror, debería ver esto. Toto, el chofer, que es de por los rumbos, abre la ventana y grita en creolé vivas y consignas, asustado pero sonriente, celebrando con ellos la pestilencia y el desorden para sobrevivir. ?La diplomacia?, dice en francés-creolé. ?La diplomacia es mejor? y se ríe. Los que viajan con él le dicen que acelere, que se vaya a donde esté más seguro.

?Calma, calma, calma?, repite para los demás y para él. Levanta la palma de la mano en señal de saludo. Grita, desaforado.

En el camino al aeropuerto, Toto va repartiendo dinero. Chamacos de 14 y 15 años están bajo control de los retenes. Traen pistolas en los cintos, en las manos. Levantan las escopetas como si fueran lanzas. Son ladrones que usan el nombre de Aristide. Clavan la mirada a los viajeros. Piden, exigen cuota de paso. Amenazan. Son pandilleros. En la vida civil miles de éstos en Cité Solei o en los otros barrios populosos venden crack, marihuana, cocaína.

Tres veces en las últimas horas, Aristide ha dicho que no se va. Prefiere la tragedia. Nerón frente a Roma que arde.

Democracia a la EU

No hay manera de explicarlo. Una manera es imaginar a decenas de miles chapoteando entre la mierda, amenazantes y victimados. Armados y mutilados.

Porque este lodo de necesitados no está aquí por su voluntad, ni viene de la nada: se arrastra en esta porquería porque es el Quinto Mundo, caño donde han defecado los dictadores y el cura socialmente resentido que es Aristide.

Puerto Príncipe es la capital de un proyecto inviable, acaso sin futuro, porque la diplomacia efectivista de Estados Unidos y de los otros montoneros (ergo Francia y España) se chupan el dedo y sostienen que es posible imponer la democracia-con-marines a los marginados (Afganistán e Irak dixit) sin darles una lavada de cara e, inmediatamente después, servirles una sopa de letras.

Aristide es una figura en desuso, realmente. El poder está en manos de los insurgentes, que no tardan en ser gobierno. Y de esos miles de vagos, malvivientes, desordenados, condenados, maltrechos, miserables, jóvenes sin esperanza que, si bien les va, se llevarán la gran divertida de su vida mientras hacen a otros más miserables.

Haití es la vergüenza de muchos. El corazón de un pueblo que no ha podido formar un gobierno y que presume, sólo presume, ser la primera nación negra del planeta.

Cámaras y miserables

No hay baterías ni electricidad; no hay, entonces, radio ni televisión. Ni alimentos. Haití está a un paso del colapso, de una crisis humanitaria de dimensiones quizás pocas veces vista. Y cuando el país más pobre del Continente está cerca de la gran crisis, es que realmente vive una emergencia.

Aristide no se va, dice y pretende poner a estos miles como seguro, como boleto, como cuota antes que entregar esta nación sin proyecto a otros que no son él.

Haití monta en cólera contra sí mismo. Se golpea en el estómago. Juega a ser fakir y

Aristide, que vendió esperanza, lo permite, lo alimenta, lo ve desde su palacio, lleno de cámaras para vigilar la calle, como si no supiera lo que hay allí hay: un país miserable, atormentado, que cada minuto pierde lo que le quedaba de bondad.

***

Claude y Michelle habrán esperado horas. Más golpes habrá repartido Michelle antes de rendirse. No hay vuelos. El regreso a casa habrá sido amargo. Cuando la paz llegue, si sobreviven, tendrán muchas heridas qué sanar, propias y con sus vecinos.

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