El precio del petróleo se ha elevado considerablemente este año y la opinión de los analistas es que, no obstante el aumento de la cuota de OPEP y el descenso reciente de los precios, estos permanecerán altos en el futuro próximo, lo que no son buenas noticias para el desempeño económico mundial. Los cálculos al respecto señalan que si el precio se queda entre $30 y 40 dólares por barril (dpb), el crecimiento potencial global puede reducirse en hasta medio punto porcentual. Este es, podríamos decir, un escenario relativamente optimista dado el entorno geopolítico actual, pero es útil para comentar sobre el papel que juegan los hidrocarburos en nuestra economía.
El mensaje central de esta nota es que los altos precios del petróleo son malos para la economía mundial y, por paradójico que parezca, malos para México. Por un lado, es verdad que aumentan los ingresos de Pemex, los del Gobierno Federal y el nivel de las reservas internacionales en el Banco de México, lo que visto en forma aislada son buenas noticias. Sin embargo, cuando exploramos todas las vinculaciones del petróleo con nuestra economía, encontramos que esos beneficios son menores a los perjuicios que nos ocasionan una disminución del ritmo de expansión de la economía mundial y el no saber aprovechar los recursos petroleros del país.
Un menor dinamismo en Estados Unidos se traduce en un menor ritmo de actividad económica en nuestro país, como lo hemos constatado en el pasado reciente. En la medida que la economía estadounidense pierda vigor por los precios altos del petróleo, también menguará el ritmo de expansión de nuestra economía y la creación de empleos. Veremos, además, un aumento de las presiones inflacionarias.
Los daños que ocasionan los altos precios del petróleo no se limitan a las repercusiones negativas sobre la actividad productiva, el empleo y la inflación que, como nos enseña la historia, pueden ser considerables. La experiencia de décadas muestra que la riqueza en recursos naturales muchas veces es una maldición para el desarrollo económico de un país cuando éste tiene las instituciones equivocadas. La presencia de dichos recursos abre la puerta a un comportamiento rentista, corrupto y de gobiernos complacientes que posponen indefinidamente las reformas impopulares que pueden mejorar la marcha de su economía.
Entendamos, sin embargo, que los recursos naturales no son una maldición natural. Ellos nos dan la oportunidad de un desarrollo más dinámico, pero también crean retos serios de economía política, especialmente cuando se trata de prevenir que unos cuantos grupos sociales sean los principales beneficiarios de esos recursos. Son pocos los ejemplos de países ricos en recursos naturales que cuentan con las instituciones correctas para utilizarlos como plataforma de un crecimiento alto y sostenido. El nuestro no es uno de ellos.
Esto lo apreciamos en la forma que Pemex ha sido explotado a través de su historia por su sindicato y nuestros gobernantes, así como hoy día en los continuos reclamos de los gobernadores de los estados para obtener un pedazo del botín petrolero, sin consideración alguna de la rentabilidad social de esos recursos. Esta pugna entre el gobierno federal y los estados es la que más llama la atención de nuestros políticos y los medios de comunicación, y apenas comienza. Según avance el año se unirán más voces al reclamo por una mayor tajada del pastel.
Esta es, sin embargo, una visión miope que ha caracterizado a todos los gobiernos que han querido ?administrar la abundancia? desde la crisis petrolera de los años setenta. Cuando vemos más allá de la coyuntura y nos deshacemos del velo de los partidismos políticos, constatamos que no hemos sabido qué hacer con la riqueza petrolera para aprovecharla como detonador de un crecimiento dinámico y duradero.
Los ingresos de Pemex han tenido, más bien, destinos relativamente poco productivos. En la actualidad, la atención federal y la de los estados se concentra en aprovechar estos ingresos ?fáciles? para evitar las tareas difíciles, entre las que se encuentra la aplicación de una estructura tributaria federal y estatal más amplia y eficiente, que disminuya la fuerte dependencia que tiene el gasto público de los ingresos petroleros.
El problema es más grave de lo que parece, ya que los altos precios del petróleo facilitan que nuestros legisladores pospongan lo inevitable, mientras que por otro lado den rienda suelta a su generosidad. Las legislaturas recientes aumentan los compromisos financieros del Estado en innumerables rubros, incluyendo la obligación legal de ejercer en el año 2006 un gasto público en educación superior en casi 3 puntos porcentuales del PIB al actual, pero sin al mismo tiempo proveer los medios para financiarlo. Pemex, mientras tanto, se debilita como empresa por la ordeña indiscriminada de sus ingresos por parte del gobierno federal. Esto hace que, mientras persista esa postura complaciente de nuestras autoridades, esta paraestatal será incapaz de crecer y modernizarse al ritmo que requiere la expansión de la economía y su existencia como empresa rentable de largo plazo.
Los problemas de la maldición petrolera no terminan ahí. El gran peligro es que con este nivel de precios nuestros legisladores y autoridades pospongan otra vez la reforma fiscal, sigan oponiéndose a la participación de la inversión privada en el sector energético y continúen siendo extremadamente generosos con los compromisos de gasto público. En esas condiciones, no sólo estamos dejando ir otra oportunidad de aprovechar bien el ciclo alcista del petróleo, sino que cuando sus precios caigan se complicarán las situaciones financieras de Pemex, el Gobierno Federal y los gobiernos de los estados.