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La manzana flechada/Los retratos de Sergio Fernández

Martha Chapa

Sergio Fernández ha sido fundamental en mi vida por muchas razones. Un día de los que se presiente que algo importante va a acontecernos, lo conocí en casa de Germán Dehesa. Después de ese encuentro, supe que mi premonición había sido certera. Me encontré con un ser inteligente, sensible, deslumbrante. Único. A partir de esa ocasión ya no fui del todo la misma, pues hay seres que nos trastocan las entrañas.

Sergio no se conforma con desplegar acciones insólitas sino que nos convoca a seguir sus pasos. Gracias a él me atrevo a desentrañar la vida de otra manera; entiendo a las mujeres de forma distinta; a través de sus ojos he comprendido la plástica con una óptica diferente. No es para menos, porque es un crítico lúcido, un hombre telúrico que convulsiona su entorno.

Para corresponder a tantos y tantos asombros, durante el homenaje por sus cincuenta años de magisterio organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, cedí a la tentación de interpretar la iconografía plástica que rodea a Sergio, ya que algunos colegas han ejecutado retratos muy interesantes y para fortuna mía he convivido con esas obras durante mucho tiempo en “Los Empeños”.

Mi buena amiga Carmen Parra le hizo muchos bocetos y culminó con un misterioso óleo. Por sus pinceladas arrebatadas y contundentes entendí a ese Sergio caótico, indescifrable tormentoso, reflexivo siempre, a ratos impenetrable. En el trabajo de Luis Nishizawa son claves los tonos, en particular el color morado que quizá describa sus preferencias afectivas. En un meticuloso retrato, Lauro López dio rienda suelta a la interpretación del literato: plasmó al hombre que se ha dedicado en cuerpo y alma a las letras y que siempre se exige al máximo, misma demanda que hace a sus amigos y alumnos.

Tuve la oportunidad de ver otra pintura de Lauro, quien pensó que le faltaba decir más e hizo un segundo retrato, en este caso un hermosísimo dibujo lineal, exacto, que nos describe al Sergio puntilloso, exigente, severo, erudito, académico, ente literario y sabio heredero de nuestra tradición oral. Obra que interpreta de manera casi exacta a ese hombre sobrado de todo para el cual sólo existe el extremo.

Otro hallazgo fue la graciosa caricatura de Freyre, un tanto irreverente pero de humor chisporroteante, que muestra un marinerito pizpireto y de andar muy coqueto. Ese cartón me remitió a ciertos pasajes de la vida de Sergio, quien no sabe cómo ni por qué, de buenas a primeras, se descubrió a sí mismo en una mesa tapizada de libros, leyendo más y más, “vicio” y virtud que perdura hasta hoy. La llamada “Perla Tapatía” fue adversa a su manera de ser libre, desparpajada, intensa y no le quedó más remedio que volver al Distrito Federal, donde un sinnúmero de experiencias forjaron su vida y por supuesto vertebraron su verdadera esencia.

Confieso que no resistí la tentación y también le hice un retrato, con gran temor, lo cual no es ninguna excusa. Mientras lo pintaba pensé en mi amigo sensible y lúcido y no pude sustraerme del significado tan especial que tiene para él la paternidad, quizá por lo mucho que sufrió. Le duele ese amor en las entrañas cuando suele ser mal correspondido.

Por último quiero hacer algunas reflexiones en torno al emotivo aniversario que le celebró la UNAM. Cincuenta años de trascendente cátedra sin duda le han dado a Sergio margen suficiente para inventar o destruir, sufrir o gozar y para construir un horizonte que dé razón y sentido a una existencia. Cinco décadas que presenciaron un desfile de generaciones esperanzadas, de jóvenes pletóricos de inquietud. Así, no sólo ha sido un maravilloso creador literario, sino que ha ejercido el raro don del desprendimiento y la generosidad de compartir esta visión con miles de discípulos.

Sergio ha sido muchas veces objeto de homenajes y sin duda lo seguirá siendo. Ser profesor durante cincuenta años representa vocación, talento, entrega, esfuerzo constancia y en especial generosidad. Pudo no haber escrito nada. Hubiera bastado con que alzara la voz para impregnar el aula con su talento y sólo por eso merecería el reconocimiento de tantos jóvenes que colmaron su conciencia de buenas razones para seguir en el camino de la esperanza y la certeza.

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