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La mejor defensa es el ataque... de nervios

Francisco José Amparán

Varios lectores tuvieron la bondad de comunicarse para expresar sus opiniones sobre lo escrito en este espacio el domingo pasado. Algunos me tomaron la palabra y querían conocer otros ejemplos de barreras defensivas que resultaron inútiles; otros, al contrario, deseaban que me explayara sobre lo opuesto: aquéllas que han sido efectivas a lo largo de lapsos prolongados. Y otros manifestaron su curiosidad sobre empresas bélicas que hayan fracasado por razones no adjudicables ni a la incapacidad de la ofensiva ni a la aptitud de los defensores. Ése es un tema que me gusta en lo personal: cómo interviene el azar alterando los planes mejor concebidos y desbarata las humanas pretensiones, incluso las que parecen a prueba de errores.

En ese ámbito podemos incluir las numerosas expediciones militares que a lo largo de la historia fracasaron como consecuencia de los fenómenos naturales. Si ahorita no sabemos bien a bien qué esperar del clima, podemos imaginar lo impredecible que resultaba en la antigüedad. Y en no pocas ocasiones, han sido la lluvia y la nieve los factores fundamentales que frustraron a los más osados y poderosos conquistadores. Echemos un vistazo a algunos de los ejemplos más notables y aleccionadores.

Al empezar el año 1529, la Europa cristiana veía cernirse sobre sí la amenaza del Masiosare, un extraño enemigo: Suleymán I, después llamado El Magnífico, sultán y califa del Imperio de los Turcos Otomanos, marchaba sobre Austria, el territorio tradicional de los Habsburgo, para quitarle a tan linajuda familia lo pesado y exigente… y también sus tierras.

Suleymán ya había dado muestras de su capacidad militar: en los ocho años anteriores había conquistado los Balcanes; obligado a los Caballeros Hospitalarios a evacuar la isla de Rodas (se fueron a Malta, donde se volvieron los Caballeros de ídem); y había despedazado a la nobleza húngara (con todo y rey) en la célebre batalla de Mohács (la que condenó a los magiares a soportar a los turcos por casi tres siglos: ésas son derrotas). Ahora se preparaba para marchar sobre Viena y ¿quién sabe?, tal vez seguirse de frente hacia el corazón de Europa. Nadie sabe qué hubiera ocurrido con los ejércitos turcos sueltos en Alemania. Si Suleymán se hubiera salido con la suya, quizá el cristianismo hubiera devenido una religión minoritaria, sin oportunidad de arraigarse en América y éste sería un mundo totalmente distinto.

Lo cual pone de relieve la bendición que para la cristiandad resultó el húmedo verano de 1529. Mientras las fuerzas otomanas marchaban a lo largo del Danubio no-tan-azul (en la mayor parte de su trayectoria el río es más bien grisáceo), su paso era estorbado enormemente por la lluvia constante, los lodazales que se formaban y la falta de puentes entre una ribera y otra. Las pesadas piezas de artillería turcas, una de sus armas clave, se hundían hasta los ejes en el fango. El avance resultó tremendamente lento, lo que le dio tiempo a los Habsburgo para preparar la defensa. Cuando Suleymán finalmente pudo sitiar Viena, a principios de septiembre, se topó con una resistencia que no existía tres o cuatro semanas antes… cuando él andaba batallando con el lodo. Para colmo, la temperatura empezó a descender abruptamente: ese año el invierno se adelantó más de un mes. El 14 de octubre, Suleymán se dio por vencido y levantó el sitio de Viena. Las campanas de todo el mundo cristiano repicaron por el desvanecimiento de tan poderosa amenaza. El mejor ejército de esos entonces había sido vencido por el chipi-chipi y lo poroso de las llanuras aluviales del Danubio.

Pero para que vean que todo se compensa, fue también el lodo creado por una temporada excepcionalmente lluviosa lo que salvó el honor de los turcos otomanos casi cuatro siglos después.

En 1912 el otrora orgulloso imperio turco se hallaba en plena decadencia; tanto así que en la jerga (y las caricaturas políticas) de la época se le llamaba El Viejo Enfermo. A lo largo del siglo previo había perdido la mayor parte de sus posesiones en los Balcanes, siendo casi expulsado de Europa. Ese vacío había sido llenado por una serie de pequeñas y jóvenes naciones (Montenegro, Serbia, Bulgaria, Romania, Grecia), que como adolescentes querían demostrar sus tamaños, que ya habían llegado al barrio y que había que tenérseles en cuenta. Como buenos cholillos que eran, decidieron probar su valía asaltando la tiendita del Viejo Enfermo: el territorio que los otomanos aún retenían en Europa. Y se salieron con la suya. En noviembre de 1912, los búlgaros se hallaban a unas docenas de kilómetros de Estambul: podrían convertirse en el primer ejército cristiano en reconquistar la antes llamada Constantinopla, la Segunda Roma, caída en manos musulmanas en 1453.

Pero del plato a la boca se cae la sopa. Empezó a llover de manera tan desaforada que los ejércitos búlgaros resultaron paralizados. No se podía ni despegar una bota del suelo por el fango. Los búlgaros se quedaron con un palmo de narices. Estambul sigue sin ver una fuerza cristiana desde hace más de cinco siglos y medio. Y contando. Y los turcos retuvieron un cachito de continente europeo, hasta nuestros días. Por ello (y por otras razones, que trataremos en un próximo domingo) se dicen parte de Europa; han solicitado su ingreso a la Unión Europea (aunque muchos europeos los ven feo por el solo hecho de no ser cristianos y han sido rechazados dos veces) y el Galatasaray llegó a ser campeón de la Champions League de la UEFA.

Pero a otra cosa, mariposa.

Quizá el desastre militar ocasionado por circunstancias climatológicas mejor conocido (y cuyo impacto ha sido de los más trascendentes) ocurrió en el invierno 1941-42, uno de los tres más fríos del siglo recién terminado. Veamos los antecedentes:

El 22 de junio de 1941 dio inicio la Operación Barbarroja, la mayor empresa militar de la historia. Tres millones de soldados alemanes, húngaros, rumanos, eslovacos y fineses se lanzaron en contra de la Unión Soviética a lo largo del frente más extenso de que se tenga memoria. Al principio los soviéticos parecieron desmoronarse: Stalin había desatendido todos los mensajes que lo preveían sobre la ofensiva por venir y fue sorprendido con los pantalones bajados. No sólo eso: prácticamente había decapitado a su propio ejército luego de las Grandes Purgas de unos años antes, cuando la mayoría de sus generales más capaces habían terminado en el Gulag o con un souvenir de plomo en la nuca, cortesía del dictador.

Pero ojo con el calendario: Barbarroja inicia en pleno solsticio de verano, el día más largo del año. Al parecer, de acuerdo a sus creencias esotéricas, Hitler consideró que sería una buena fecha de arranque para las tropas que marcharían bajo un símbolo solar (que eso es originalmente la svástica). Pero al atacar a principios del verano, los alemanes se estaban dando de plazo menos de cinco meses para terminar su misión. Las primeras nevadas fuertes ocurren en Rusia en la primera quincena de noviembre y luego es prácticamente imposible hacer nada productivo (ni improductivo, excepto beber vodka). Así pues, los nazis se habían impuesto una meta muy complicada: destruir unas 140 divisiones soviéticas y conquistar la Rusia europea en menos de 20 semanas.

Casi lo logran. Las tropas alemanas tomaron Kiev y Rostov, sitiaron Leningrado y llegaron a estar a treinta kilómetros de Moscú. Pero los cálculos les habían fallado en varios sentidos: los soviéticos tenían más reservas humanas de las que jamás había considerado el espionaje alemán. Se había subestimado groseramente la capacidad de sacrificio del pueblo ruso. Y sobre todo, la Wehrmacht no se había preparado para una campaña invernal.

Sobre lo desprevenidos que estaban los alemanes para enfrentar el infierno helado ruso han corrido ríos de tinta. Algunos dicen que ésta es la peor pifia de logística de la historia y un ejemplo de porqué los burócratas no deben tomar decisiones si no se promete fusilarlos en caso de riegue. Otros apuntan de nuevo al esoterismo de los altos mandos nazis, quienes pensaban que el invierno iba a respetar a las tropas de la luz y el calor. Otros más aseguran que semejante omisión fue un voto de confianza para el soldado alemán: estaban tan seguros de que iban a aniquilar a Rusia, que no requerirían ropa pesada. Será el sereno.

La cuestión es que cuando el 18 de noviembre de 1941 (hasta eso, el invierno se atrasó ese año) empezaron las primeras nevadas, las tropas alemanas descubrieron con sorpresa que su equipo invernal consistía en ¡un par de guantes! Mientras llegaban ropas adecuadas el mercurio del termómetro empezó a bajar. Y bajar. Y bajar. A principios de diciembre, fríos de 40 grados bajo cero (centígrados o Fahrenheit, da igual… de hecho, es lo mismo a esa temperatura) se abatieron sobre unas tropas alemanas que se protegían con periódicos, cortezas de árbol y pedazos de llanta: la mejor máquina bélica de la historia reducida al papel de ropavejero, homeless o clochard. El cinco de ese mes Stalin soltó a sus tropas procedentes del Lejano Oriente, perfectamente equipadas y entrenadas para luchar en esas condiciones. Además, como muchas eran originarias de lugares donde esos inviernos son el pan de cada año, el frío ni les calaba: saltaban de las trincheras en camiseta, portando la leyenda “I love Siberia”. El ejército alemán se halló al borde de una catástrofe. A fin de cuentas no fue liquidado, pero tuvo que retroceder y enfrentarse a un futuro cruel: pelear una guerra prolongada, de desgaste, contra el país más grande del mundo, que luchaba por su existencia misma y cuyo pueblo tenía una capacidad de sacrificio insuperable. Ahí se escribió la historia del III Reich… y, en muchos sentidos, de la segunda mitad del siglo XX.

Ahora bien: cualquiera que tenga un dedo de frente visita Rusia (ya no digamos la ataca) cargando todo tipo de chamarras, ciertos-pelos, guantes y mitones. Y aún así, a ver cómo le va. Cabe preguntarse si los alemanes hubieran tenido mejor fortuna en 1941 de haber llevado ropa térmica y abrigos de astracán. La verdad, lo dudo. Para esas temperaturas no hay preparación posible y únicamente los siberianos son capaces de aguantar esas inclemencias. El problema no fue tanto de abastecimiento ni de desconocimiento del clima (¿quién no sabe lo que le espera en Rusia?), sino de timing: darse tan poco margen para vencer a un enemigo tozudo y decidido.

En fin, ésos son algunos ejemplos de cómo la naturaleza se encargó de cambiar la historia y frustrar las ambiciones de diversos conquistadores. Por eso hay que tenerle respeto al clima… y no maldecir las chispeadas que sólo sirven para ensuciar autos: nos podría ir mucho peor. Pregúntenle a Suleymán el Magnífico.

Consejo no pedido para estar calientitos: escuchen la Sinfonía “1812”, Opus 49, de P. I. Tchaikovsky, conmemorativa de la derrota de otros enemigos de la Madre Rusia; lean “Parque Gorky” de Martin Cruz Smith, un muy buen thriller ubicado en el Moscú todavía soviético (hay una buena adaptación fílmica (1983) del mismo nombre); y renten “La Cruz de Hierro” (Cross of iron, 1977), del maestro de la violencia Sam Peckimpah, sobre la desesperada lucha en el Frente Oriental. Provecho.

Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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