La celebración de los Juegos Olímpicos cambia el ritmo de la vida de las sociedades. El devenir del tiempo y sus acontecimientos se tornan más gratos, más armoniosos, más humanitarios.
Aun los pueblos inmersos en las tragedias, como la guerra, conciertan treguas y se entrelazan para fundirse en un abrazo esperanzador.
Se cambian las armas que apuntan al corazón del hombre, por aquellas que sólo sirven para el tiro al blanco; los caballos de la guerra pasan a ser un simple caballo con arzones y la pólvora es utilizada en los fuegos pirotécnicos que iluminan maravillosamente la noche.
La Olimpiadas son toda una exaltación de las nacionalidades. Pero no con la finalidad de enfrentar a unos pueblos con otros. Ni para confrontar a las razas. Ni mucho menos para intentar su ignominioso exterminio.
La nacionalidad es la base en la que se fincan las reglas de las competencias. Los colores de cada bandera es el distintivo por el que se compite y sobre el que se vierte lo mismo la euforia del triunfo que las lágrimas de la derrota.
Es precisamente ese elemento que está presente de manera ostensible en toda Olimpiada, lo que me llevó a reflexionar sobre el concepto de nacionalidad y la forma en que nosotros, como pueblo, nos hemos extraviado en algo que es fundamental para nuestro futuro.
Concebimos la nacionalidad como un elemento de confrontación entre nosotros mismos y no como el alma y el espíritu de un pueblo que tiene un idéntico origen y un mismo destino común.
“La idea nacional –nos dice Hermann Heller – despertó en los años últimos del siglo XVIII, como hija del espíritu de ese siglo; es idealista y cosmopolita y alcanzó importancia política en la Revolución Francesa”.
A su vez, el pensador francés Ernesto Renan, lo expuso de hermosa forma, en una conferencia dictada en 1882, en la que sostuvo:
“Una nación es un alma, un principio espiritual, dos cosas que a decir verdad son una sola; una está en el pasado, la otra en el presente; una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos, la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa.. .Una herencia de gloria y de dolores y un mismo programa por realizar... Haber hecho grandes cosas, querer hacerlas en el futuro, he ahí la condición esencial para ser un pueblo”.
La nacionalidad comienza a forjarse hacia finales de la Edad Media y en efecto, como lo sostiene Heller, toca cima con la Revolución Francesa de la que también emanaron principios tan importantes en el mundo de las ideas políticas como los de libertad, igualdad y fraternidad.
Sin saber que estaban configurando el concepto de nación, los hombres de aquellas épocas se aferraban a la tierra en la que habían nacido. Muchos de ellos nacían, vivían y morían en el mismo lugar. De ahí su apego al solar de origen.
Del otro lado del Mar Océano, lo mismo sucedió con nuestros pueblos antiguos.
Y al través de los siglos, la nacionalidad se convirtió en un concepto sociológico que unido al concepto jurídico de Estado, dio origen a las modernas sociedades.
En el caso nuestro, siento que hemos extraviado uno de los dos elementos de que nos habla Renan.
Porque sin duda, como pueblo, tenemos alma. Somos depositarios de “una herencia de glorias y dolores”. Un legado histórico de riqueza incalculable que nos da identidad como nación.
La raza, el lenguaje y las costumbres, entre otras, nos identifican ante el mundo como la nación mexicana y nos sentimos profundamente orgullosos de ello, lo que nos hace además ser muy bien aceptados en el mundo entero; y eso lo puede corroborar cualquiera que haya estado en el extranjero.
Sin embargo, está ausente el principio espiritual que debería regir nuestro presente.
Es indudable que nos sentimos orgullosos de nuestro pasado histórico. De esa “posesión en común de un rico legado de recuerdos”. Pero somos incapaces de ver hacia el futuro y poner de manifiesto nuestra “voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa”.
Por eso sostengo que la nación está extraviada. Por eso creo que hemos permitido que la mutilen. Porque tiene alma (pasado), pero carece de espíritu (futuro).
“La nación —-sostiene el mismo Renan— es un plebiscito de todos los días, en el mismo grado en que la existencia individual es una afirmación perpetua de la vida”.
De lo que hemos vivido estos últimos años, podríamos decir que nosotros simplemente vamos viviendo sin una afirmación cotidiana del cómo estamos viviendo.
Lejos de ser actores en ese plebiscito “de todos los días”, nos la hemos pasado aplaudiendo absurdamente las estupideces y mamarrachadas que se presentan en el escenario nacional.
Lo hacemos sin tomar conciencia de que con ello estamos permitiendo que maten nuestro espíritu nacional y como consecuencia de ello que vayamos por la vida sin tener un programa común por realizar para el futuro. Carentes de espíritu, marchamos sin definir cuál debe ser ese destino común.