La encontramos jadeando pues en los días que corren su trabajo ha sido extenuante. La muerte tiene muchos nombres dependiendo de la época y el lugar. En la mitología la parca es cada una de las tres deidades hermanas con figuras de viejas, de las cuales Cloto hilaba, Láquesis devanaba y Átropos cortaba el hilo de la vida de los hombres.
Hacía rato que había llegado a la humilde choza donde ardía el pabilo de una veladora, que una mano piadosa puso al lado de los despojos envueltos en un sudario, hecho de una tela raída que algún día sirvió de sábana. Al cuerpo le habían puesto un desvaído paliacate, anudado en el contorno de la cara, para mantener la mandíbula inferior en su lugar. Los orificios de la nariz tapados con algodones. En una orilla, de rodillas, señoras vestidas de riguroso luto, cubiertas las cabezas con el chal, rezaban un rosario, con sus letanías, sus misterios, “...líbralo Virgen santísima del infierno, Señor ten piedad de su alma, que el difuntito logre descansar en paz...”.
En el cuartucho, que era a la vez sala, cocina, comedor y alcoba, donde sus moradores vivían en absoluta promiscuidad, olía a flores mustias, a cera quemada y a humor corporal que ofendía el olfato. El muerto yacía inerte recostado en una cruz de cal trazada sobre la tierra. Los vecinos pasaban a verlo y con respeto se santiguaban.
Los hombres que permanecían afuera, a la intemperie, aguantando el frío de una húmeda noche cuajada de estrellas, de pie, con el ancho sombrero de paja pendiendo de una mano, contritos por lo sucedido, esperaban pacientes a que terminaran las jaculatorias, bebiendo de la botella de aguardiente para cobijar el cuerpo por dentro haciendo soportable el sereno. Las densas sombras escondían a los perros que ladraban a lo lejos. La conseja dice que los animales tienen el don de intuir cuando el alma va a ser arrancada de cuajo, por lo que aúllan tratando de espantar al diablo que apresura el vuelo para llevarse a su presa. Uno de los dolientes masculla: “Pobre del pobre que al cielo no va”. La viuda llorando a raudales moqueando e hipeando, inconsolable. La vida no se acaba, sigue para los que se quedan. Al grito desgarrador de “No me dejes” el día del entierro quería meterse al agujero. Una vez abajo, enrollado en un petate, en contacto con la tierra, el cadáver empezaría a descomponerse, entrando a poco en franca putrefacción. Alguno de los asistentes dijo la consabida frase: “No somos nada”.
La humanidad desde el principio de los tiempos se ha preguntado ¿qué habrá allá, en lo ignoto? Nadie, que estemos enterados, ha regresado. No se sabe si hay vida después de la vida. ¿Cuál es el significado de la existencia?, ¿de dónde venimos y a dónde vamos? Son las preguntas que se han hecho todas las generaciones desde que el ser humano tuvo conciencia para saber de su presencia en este mundo.
Estas reflexiones pasaron por la mente de Abundio que había estudiado la primaria en un convento y ahora en plena adolescencia trabajaba la labor como aparcero. Era de los pocos que sabían leer y escribir. Estaba parado sobre el túmulo que formaba la tierra que sepultaría a su padre. En esos momentos, para distraer la pena que lo agobiaba, tenía los ojos puestos en las familias que llegaban cargando una escoba, un bote para el agua y un ramo de esas plantas que florecen a fines del otoño llamadas crisantemos, mientras otros traían “liachos” del cempasúchil, también conocida como flor de los muertos. En los brazos colgaban canastos con comida.
Venían a hacerle compañía a su pariente ya fallecido, con esa sencillez que tanto adorna a la gente del pueblo bajo; se quedarían todo el día. Una tradición, se dijo, que data desde los albores de la humanidad, acudir a los panteones a rendir culto a los que se han adelantado en el último viaje.
El cementerio no era otra cosa que un pedazo de tierra árida, bendecida por el cura de la parroquia más cercana. A un extremo del montón de tierra tumularia una tosca cruz de madera con la inscripción del ocupante de la sepultura identificaba a quien un día nació, creció, amó, se reprodujo y murió. ¿Qué vino a hacer a este mundo? El hijo que asistía al funeral de su progenitor, por más vueltas que le daba al asunto, no lo sabía; sus entendederas no llegaban a tanto. Como muchos otros hombres que habían apagado sus vidas, agonizando igual que la luz de una vela extingue su trémula llama, sin dejar la menor huella de su paso. Había tumbas abandonadas, perdidas entre las demás a las que parecían mirar con envidia. Muchos de los descendientes se habían mudado al país del norte. El caserío lucía abandonado, las calles polvorientas.
En ese momento un hombre armado de cuerdas batallaba para hacer descender el cadáver a su última morada. La parca con su hábito de capucho, cubierta la cabeza y con anchas mangas, cargando su inseparable guadaña, sin despedirse, dio por terminada su tarea y se alejó del lugar.