“¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!”. Le gritaba Caifás a Pilato, al tiempo que azuzaba a aquella multitud que impulsada por el resto del Sanedrín exigían del procurador romano la pena de muerte para el Nazareno.
Al ver aquella escena de la película, no pude dejar de asimilarla a ciertos acontecimientos actuales en los que algunos medios de comunicación manipulan a la sociedad de tal manera que en forma sumarísima, a veces sin más elementos que una sola prueba, juzgan y sentencian a las personas, colocándose por encima de los jueces a los que presionan para que, finalmente, actúen como esos medios informativos quieren.
“Él mismo –Caifás— presidió en su palacio el interrogatorio (de Jesús), formulándole la pregunta: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”. Al decir Jesús: Sí, yo soy, Caifás se rasgó las túnicas y exclamó: ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? ¿Habéis oído la blasfemia? ¿Qué os parece? Todos juzgaron que era reo de muerte”.
Pilato no quería condenarlo, aunque termina por dictar la sentencia de muerte no sin antes decir frente a la multitud que exigía para Jesús la pena máxima: “Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis”.
De ahí deriva históricamente la presunta culpabilidad de los judíos, pues fueron ellos, alentados por el Sanedrín, los que pidieron la liberación de Barrabás y la crucifixión de Jesús, según relata Mateo en su Evangelio. Sin embargo, cabe preguntarnos: ¿No fueron ellos, al igual que Judas, Pilato y otros más, instrumentos del Padre para que se cumpliera su voluntad? ¿Por qué entonces culparlos de aquellos hechos?
Muchos somos los que reconocemos en Cristo al Hijo del Dios y es por eso que reaccionamos indignados, doloridos y asombrados ante la crueldad con que actuaron los que lo juzgaron, azotaron y crucificaron siendo inocente.
Pero, ¿por qué no reaccionamos igual frente a la crueldad mental provocada por ciertos medios de comunicación que destrozan vidas y honras de personas como si tuvieran la potestad de decir quiénes son culpables y quiénes inocentes? Al contrario. Nos solazamos en esos juicios mediáticos.
Como sociedad, no usamos ya el látigo que lacera y descarna, ni las coronas de espinas, ni las cruces para clavar en ellas a quienes sin más trámite y con violación flagrante de sus garantías consideramos culpables de algún delito.
Pero sí, usamos la palabra para ofenderlos; para destrozarlos moralmente; para crucificarlos en las páginas de un periódico, en las pantallas de televisión o al través de la radio.
Y lo hacemos una y otra vez, como lo hizo Caifás, pues se equivoca quien piense que aquel sumo sacerdote aprendió la lección de que había presionado para lograr la condena de un justo, ya que en los Hechos, se menciona que también participó en el proceso contra Pedro y Juan.
La justicia terrenal debe dejarse en manos de los hombres que se encargan de impartirla. No en manos de los medios de comunicación, ni de las chusmas que enardecidas y manipuladas por éstos claman vociferantes por sangre y más sangre para satisfacer sus insanos y morbosos deseos.
Por lo común actuamos con rencor y odio ante el infractor, ante el pecador. Con una facilidad asombrosa somos capaces de tomar una “piedra” verbal y arrojarla al otro como si estuviéramos libres de culpa o de pecado.
Somos implacables. Incapaces de perdonar.
Por eso la Madre Teresa de Calcuta dice en su ideario: “Cuando comprendamos que todos somos pecadores necesitados de perdón nos será fácil perdonar a los demás. Hemos de ser perdonados para poder perdonar”.
Nos impactan las escenas de la película, pero no reflexionamos en las palabras de Jesús ni las hacemos nuestras. “Perdónalos Señor, porque no saben lo que hacen”. “...y perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Palabras Divinas estas últimas que repetimos cotidianamente y ni aún así logramos hacerlas conducta de vida.
Nos conmueve hasta las lágrimas ver cómo flagelaron a Jesús, cómo se ensañaron con él, cómo se burlaron, cómo le escupieron en la cara y le colocaron una dolorosa e ignominiosa corona de espinas. Pero no estamos dispuestos a sufrir ni la milésima parte de lo que Él sufrió ayudando a otros.
En ese mismo ideario, la Madre Teresa nos cuenta la siguiente historia:
“Érase un pequeño petirrojo que vio a Jesús en la cruz con la corona de espinas. El pajarillo voló y voló alrededor de la corona hasta encontrar la manera de arrancarle una espina y al quitársela se la clavó”.
“Cada uno de nosotros debería ser como ese pájaro. ¿Qué he hecho? ¿Qué consuelo he dado? ¿Significa algo mi trabajo? El pequeño petirrojo sólo trató de quitar una espina. Cuando miro la cruz pienso en ese pajarillo”.
“Muchas veces miramos sin ver. ¿Soy capaz de ver a los pobres y a las personas que sufren? Todos hemos de llevar nuestra propia cruz, todos tenemos que acompañar a Jesús en su subida al Calvario si queremos llegar a la cima con Él”.
Para una mayoría de los que creemos en Jesús, nos es más fácil cerrar los ojos frente al dolor de los demás. Criticar sus debilidades, que son también las nuestras aunque no lo aceptemos. Censurar al Gobierno porque no hace nada para abatir la pobreza, aunque nosotros nos neguemos a ver la de aquellos que nos rodean y por tanto no hagamos nada por aliviarla siquiera un poco.
Deliberadamente olvidamos esa frase de la Madre Teresa que he citado en otros momentos: “No es Dios quien ha creado la pobreza, sino los hombres. Ante Dios todos somos pobres”.
A veces, como Ella dice, ni siquiera somos capaces de advertir que muchos de los que nos rodean y a quienes consideramos “pobres”, no tienen hambre de pan, sino más bien un hambre terrible de dignidad humana.
“Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber... Cuantas veces hicisteis eso a estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis”.
Pero... es más fácil ir a ver una película.