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La política en tercera persona

Ricardo Raphael

Entre el protocolo asomó la amorosa intimidad de Felipe y Letizia... “Ella lucía un traje sastre con falda negra y saco blanco con vivos negros y llevaba el cabello recogido hacia atrás. Así comienza la narración del último de los momentos que el heredero al trono español y su esposa pasaron en México durante esta semana. A pesar de las muchísimas páginas de papel periódico y de los cientos de horas de televisión que estos personajes han ocupado, en esas frases se sintetiza casi todo lo que se puede decir de los futuros reyes de España. Han sido puestos ahí para cumplir con una sola función: que se hable de ellos. En las modernas democracias que aún conservan residuos monárquicos, la nobleza ya no es sujeto de la historia. Es un artificio, un ornato calificado por el traje que se luce, por el peinado que se lleva, por la palabra que se dice, por el saludo que se otorga; como sucede con una bandera, un escudo o un monumento nacional, lo que a ellos les ofrece un lugar en el mundo depende de lo bien que sepan representar el papel de eso de lo que se habla, un “eso” vaciado de sí mismo que siempre es tratado en tercera persona.

Cuando las revoluciones que ocurrieron en el mundo privaron a los nobles del papel que jugaban, lo político comenzó a conjugarse en primera persona. En el ejercicio parlamentario, títulos y linajes fueron sustituidos por la capacidad de hacer política a partir de razones y argumentos expresados desde una vasta diversidad de sujetos que en su lenguaje dejaron atrás el ”ellos” de la tercera persona del plural para adoptar el “yo” de la primera persona del singular.

Con el uso del “yo” vino aparejada la noción de responsabilidad individual de los actos políticos y por tanto la exigencia dirigida hacia quienes condujesen al Estado para que fueran conscientes y consistentes en su comportamiento público. Sin poder contar con las muletillas que el mandato divino o que la tradición histórica le ofrecieran antes al monarca, el político de la modernidad hubo de aprender el arte de saber narrar, a partir de sí mismo y de su biografía, aquellas ideas y convicciones que le dotasen de credibilidad suficiente para alcanzar el poder.

Si bien hay justeza en esta apreciación habría que aclarar que no todos los políticos democráticos de hoy han abrazado la primera persona a la hora de hablar de sí mismos. Los hay quienes añorantes de los tiempos mágicos siguen prefiriendo escribir su biografía imaginando que su carisma crece mejor en los jardines donde se cultiva lo que se dice de ellos, que en los campos de lo que ellos tienen por decir. Y el terremoto mediático que comenzó a mediados del siglo XX, por más posmoderno que se pretenda, mucho les ha ayudado a continuar con la distante tradición del “ellos” sobre la más sana y republicana práctica del “yo”.

Sólo así se puede explicar el florecimiento de una generación de políticos que en todas partes, convencidos del éxito que actores venidos a más como Ronald Reagan y Arnold Schwarzenegger o nobles venidos a menos como Estefanía y Alberto de Mónaco, han desarrollado a través de osados artilugios el logro de que un día sí y otro también se hable de ellos. Tales personajes se dedican a construir su biografía y sus posiciones públicas , no a partir de las convicciones e ideas propias, sino de todo aquello que les permita prolongar un diálogo mediático alrededor suyo.

En México tenemos nuestros propios especímenes de la tercera persona. Aquellos que hábilmente escapan a defender los argumentos propios a cambio de seguir dando de comer cremosos bombones a sus atávicos consumidores. Una probada de este estilo político-literario es la última historieta del Kalimán lópezobradorista donde, traicionando la tradición, don Andrés Manuel no se atreve a aparecer en el papel del propio Andrés Manuel. Muy por el contrario, son los otros, los demás, los viejos que reciben las pensiones, los policías a su servicio, los reporteros a sus órdenes, los que hablan a nombre de las virtudes de este héroe inequívocamente panfletario, a costa del erario público.

Marta Sahagún nunca ha estado dispuesta a quedarse atrás. Baste leer los folletines donde se divulga su obra y pensamiento, también a cargo de nuestros impuestos y profundamente inspirados en santa Teresa de Jesús, para descubrir lo mucho que dan de qué hablar acerca del muy heroico personaje de la esposa del Presidente. Textos donde, sin embargo, se exhiben parcos argumentos y aún menos razones para apreciar en su dimensión a esta formidable mujer de la comedia política mexicana. La mayor parte de la literatura que se escribe hoy en día está narrada en primera persona. Lo mejor que podría pasarle a la política contemporánea es hacer lo mismo. Y sin embargo, muchos quisieran seguir la tradición del príncipe Felipe de Borbón y de su esposa Letizia, quienes sin tener que explicarse demasiado siguen siendo figuras de la farándula que dan mucho qué hablar aunque tengan tan poco qué decir.

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