EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

La presidencia necesaria

Federico Reyes Heroles

Para algunos es simple añoranza, un recuerdo involuntario e indebido, con ánimo restaurador: todo tiempo pasado fue mejor, sería la impronunciable consigna. Para otros es hablar de una de las peores malformaciones del sistema autoritario. Eje y explicación de las aberraciones de nuestra historia reciente. Hay quien sostiene que su mínima expresión es lo mejor que nos puede ocurrir, es tanto como un mal necesario. Hay también quien encuentra allí las expresiones concretas de nuestros momentos de gloria nacional. Otros buscan ya nuevas fórmulas. Algo queda claro: el presidencialismo es un hecho cultural innegable.

La Presidencia de la República siempre provoca sentimientos encontrados, emociones fuertes, debates intensos. Lo que no pareciera debatible es que los destinos del país, de México y el de quien encarna la Presidencia, parecieran estar unidos. Si al Presidente le va bien al país igual. Cuando la Presidencia se tambalea México se sacude. Quizá por ello somos tan observantes de su desenvolvimiento. Es una obsesión nacional. Se dirá que en todos los países es igual. No necesariamente. Richard Nixon no hundió a los EU. La suerte final de Helmut Kohl no jaló a Alemania. El desprestigio de Aznar no detuvo a España. Menem hirió a Argentina. Entre más institucionalizada esté la vida política de un país menos pareciera depender de los desempeños personales. La juventud de nuestra democracia sería entonces una explicación del fenómeno. La otra es la controvertida centralización del poder. La discusión nos podría remitir hasta Fray Servando Teresa de Mier. En México la deseable descentralización ha sido difícil, riesgosa y frecuentemente ineficiente. La centralización ha sido una mala formula para corregir algo aun más grave. Por todos estos motivos en México el ejercicio de la Presidencia de República es un referente, un termómetro, una señal certera del rumbo o del naufragio. De López de Santa Anna a Díaz Ordaz, de Juárez, de Porfirio Díaz, o Lázaro Cárdenas a Salinas, Fox, pasando por Alemán, López Mateos, López Portillo, Echeverría o Zedillo, la simple mención de los nombres nos evoca toda una fórmula de entendimiento y ejercicio del poder. Cuando los presidentes han transgredido las normas de la Presidencia necesaria, muy frecuentemente, los costos han sido altísimos.

No hablamos del Ejecutivo Federal con todo el aparato que en él se concentra. Ello nos llevaría a otro territorio, a la infinita discusión de los equilibrios siempre perfectibles entre los poderes, de una correlación de fuerzas objetivas. Por el contrario, hablar del papel de la Presidencia de la República es referirse a una serie de calidades, de atributos que no necesariamente están plasmados en alguna Ley y que resultan esenciales para la buena conducción de ese encargo. Enrique Krauze ha señalado acertadamente los rasgos imperiales de esa presidencia de la época autoritaria. Ciertamente la concentración de las tres jefaturas, la de Estado, Gobierno y Partido eran una fórmula perversa. Pero a casi cuatro años de la alternancia en el Ejecutivo hoy resulta claro que había en aquella Presidencia ciertos atributos también necesarios para su buena conducción en plena democracia. Así como los españoles recurrieron después de la dictadura a un monarca, los mexicanos parecieran necesitar de un anclaje nacional, de un referente estable de conducción que no es incompatible con la democracia. Por el contrario, es complemento. Esa es la Presidencia necesaria.

Última instancia.- Las discusiones en el país deben comenzar en niveles inferiores y, de preferencia, no deben llegar hasta la Presidencia. Entre más acres sean éstas, más severa debe ser la aplicación de este principio. La Presidencia no puede estar involucrada en todas las discusiones. El desgaste es terrible e inevitable. Seis años es un período muy largo. El primer deber de un presidente es preservar la Presidencia. Ser referente último le da a la Presidencia un carácter arbitral muy importante para el país.

La gran conciliadora.- Las animadversiones, los intereses, los odios que rodean al poder son tales (bibliografía sugerida: de Maquiavelo a Shakespeare) que el príncipe, la Presidencia, debe contenerlos y paliarlos. De actuar como buen componedor saldrá ganando, podrá así moverse y sacar lo propio adelante. La Presidencia debe disolver tensiones, no crearlas, pues quedaría atrapado en ellas. Cuando la Presidencia se convierte en la fuente del conflicto (Echeverría, López Portillo) su gran poder, sumado al efecto cascada, envenenan al país. Cuando un presidente habla públicamente mal de alguien debe estar consciente del efecto multiplicador de sus palabras.

Una sola lealtad.- La Presidencia sólo puede ser leal a México. No hay parientes, amigos, ni aliados que estén por encima. Por eso cuando algún colaborador no funciona, sin miramientos debe salir. La Presidencia sólo empeña su palabra con México, por eso no puede traicionar a nadie, si alguien se interpone a los intereses supremos, los de México, el problema entra en una dimensión en donde nada debe contar, ni los vínculos de sangre o familiares, ni los políticos. Cuando se ha roto ese principio las historias han sido terribles.

Olvidar a los críticos, recordar las críticas.- Pocas cosas irritan tanto a los gobernantes como las críticas y los críticos. Son trincheras diferentes, por naturaleza encontradas. Registrar los argumentos y no los rostros es el reto. La Presidencia no se enoja, aunque el Presidente esté furioso. Sus enojos tendrán que ser privados.

La Presidencia no tiene enemigos (ni amigos).- Un candidato puede tener adversarios. Al llegar a la Presidencia para él se deben disolver. No puede haber enconos porque de conservarlos en el poder se agigantarán. En el silencio de sus habitaciones el Presidente podrá pensar lo que quiera de quién quiera. Pero al amanecer deberá asumir un perfil ciertamente inhumano: la Presidencia no puede odiar, tampoco amar.

La Presidencia no tiene pasiones.- Toda pasión es una debilidad, la Presidencia no puede mostrarlas. Los presidentes se enamoran de sus criaturas, personas físicas o inventos administrativos. Cuando un Presidente se encariña, la Presidencia pierde.

Majestad, señorío, dignidad, distancia, frialdad, ecuanimidad, autocontrol, son calidades, atributos que la Presidencia, de cualquier signo partidario, requiere para librar las terribles batallas que le corresponden. México encara hoy carencia de líderes, partidos desprestigiados, ambiciones sucesorias sueltas y, por si fuera poco, un juicio de desafuero contra el más fuerte precandidato opositor que se vanagloria de violentar la Ley. El desconcierto cunde. Al país le esperan días nublados. Ojalá la Presidencia cumpla su función.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 90234

elsiglo.mx