Si algo bueno habrá que reconocerle a René Bejerano es la entereza que demostró para enfrentar el proceso de desafuero que se llevó al cabo en la Cámara de Diputados, constituida en jurado de procedencia. Son pocos los asuntos de esta laya que he visto se tramiten hasta sus últimas consecuencias, eso sí, siempre con un trasfondo político. La decisión de enjuiciar a uno de los suyos, a un legislador, no debe resultar fácil, se necesita actuar con coraje, término que no corresponde a una violencia de los sentimientos, sino al valor que se requiere para tomar cualquier decisión. En el caso, el sentido de la resolución estaba a la vista, si se considera que la gente en la calle no dudaba sobre su culpabilidad manifiesta atendiendo a las escenas mostradas hace ocho meses en un video en que se veía al ahora desaforado asambleísta tomando con las manos el dinero que guardaba con nerviosa prontitud en un portafolios o maletín, viéndose en la pantalla chica que una vez que agotó su capacidad y sobrando fajos de billetes los tomaba para colocarlos en los bolsillos de la chaqueta que traía puesta, con ojos febriles, de codicia pura. Hasta ahora no se ha sabido con certeza cuál fue su destino.
Los reflectores estaban dirigidos a los protagonistas del espectáculo que arrellanados en sus asientos aparentaban una calma chicha, aunque en su interior se desataban emociones encontradas por el momento histórico que estaban viviendo. Se escuchaba en el salón la voz del Ministerio Público que decía que el diputado con licencia era considerado como probable responsable de promoción de conductas ilícitas, operaciones con recursos de procedencia ilegal y autor de un delito electoral. En las galerías la gente estaba expectante.
Las cámaras de televisión transmitían el evento, los noticieros de radio también. Los bares ofrecían, como cualquier evento deportivo, con grandes carteles, la transmisión en vivo del desafuero, a manera de gancho para atraer clientela.
En las alturas unas señoras sentadas cerca del proscenio comían diligentes unas deliciosas tortas de aguacate, interrumpiendo el movimiento maxilar cada vez que se percataban que el lente de las videograbadoras enfocaba en su entorno. Las galerías estaban atestadas de curiosos. Nadie dudaba de cuál sería el veredicto. No se esperaba sorpresa alguna. Lo que ahí se diría estaba resuelto de antemano.
Allá, en los suburbios de la ciudad, dirigentes petroleros, apoltronados en lujoso pullman de cuero auténtico de cebra de África meridional, de un gusto pedestre, miraban la tele. Los muy gandules sonreían a sus anchas, relajados, no perdiendo minuto a minuto las imágenes de lo que ocurría en el recinto de San Lázaro. Una vez que concluyó la sesión, con el control a distancia, el hombre de cara regordeta, de gruesos labios y ojos porcinos, apagó el aparato. Afuera en la sala contigua llevaba largo rato leyendo su misal, un hombre de crespa cabellera, con barbilla puntiaguda, que recordaba la de Mefistófeles, que de vez en cuando miraba hacia la carátula de su fino reloj de pulsera, sin evitar ver las bien torneadas piernas de la secretaria, que le servía la décima tacita de café, musitando una plegaria para espantar la tentación. Cerró los párpados, recordó a San Virilio que logró desembarazarse de sus pensamientos lúbricos flagelándose noche a noche. Era el santo de su devoción.
Esto no es serio, se dijo la obesa zampatortas, mientras trasegaba el oscuro contenido de una botella con olor a vinatería. Tanta patrulla, agentes judiciales, helicópteros, unidades de la Federal Preventiva y una nube de policías de diversas corporaciones tendiéndole un cerco. No para evitar que se escapara, una vez que le quitaran el fuero protector. Los unos, de la PGR lo querían, a ver qué le sonsacaban. Los otros, Gobierno del D.F., simulaban estar atentos a que no se escabullera, pero en realidad querían que volviera a casa sin el menor tropiezo. La butacas de allá abajo quedaban vacías. Sus ocupantes habían asistido jubilosos, como niños de primaria a los que les prometieron diversión en una función de títeres, sin darse cuenta de los hilos que los sujetaban habituándose a que sus brazos se levantaran en señal de aprobación a capricho del titiritero, que con barba y mirada semejante a la del lobo de Gubbia, se ocultaba entre bastidores; le llamaban el Jefe Diego. La mujer regresaría a su casa, como Jonás, en una ballena. Testereó a su compañera que le había ganado el sopor de una tediosa sesión. Ambas, como todos, se olvidarían del asunto apenas pisaran fuera del umbral del edificio. Lo más importante, lo crucial, sería no perderse las peripecias de la familia Sánchez.