Henry Kissinger, representante de la grandeza norteamericana, sí los hay, hombre con auténtica visión a largo plazo, definió al poder como el más grande de todos los afrodisíacos. Personaje ciclotímico (es decir, propenso a la euforia o a profundas depresiones) también supo lo ingrato que llega a ser el ejercicio de gobernar pues a la larga ocasiona un gran desgaste y por lo general aquéllos enfrascados en la política de altos vuelos terminan por quedarse solos, aislados; a veces por ceguera propia y otras tantas debido a un sinnúmero de imponderables que rebasan la competencia personal.
El símil anterior cobra importancia cuando hablamos de Vicente Fox, personaje muy alejado de aquellos tiempos cuando ansiaba encabezar los destinos de México. Por aquel entonces era notable su entusiasmo, dinamismo y una entrega por el trabajo motivo de admiración para propios y extraños. Días de campaña plagados de proyectos en pos de una nación distinta, ansiosa de romper con la inercia histórica que a cien millones de habitantes tenía condenados. Como cada sexenio nuevamente se renovaron los votos de esperanza; creímos en el cambio pues quizá era una posibilidad real producto del hartazgo que generaba un PRI desgastado, poco funcional ante las demandas colectivas, apegado a un paternalismo revolucionario no conveniente cuando se quiere contar con una democracia en donde el elector pueda dictaminar su futuro y al mismo tiempo logre participar activamente dentro de los distintos procesos públicos.
El Presidente llega cargado de buenas intenciones que en eso se quedaron. La personalidad de Fox refleja a qué grado le gusta hacer las cosas a su manera, sin embargo el sistema permite reformas hasta cierto punto: no se puede torcer la vara demasiado pues inevitablemente termina por romperse. Nuestro Mandatario quiso correr sin saber caminar, su ingenuidad y desconocimiento de causa provocó se anticipara a los acontecimientos, forzara proyectos poco viables y apoyase batallas que estaban condenadas al fracaso. Por otro lado, aquello verdaderamente crucial, crítico y urgente fue dejado a un lado, paulatinamente fue perdiendo el entusiasmo.
Los pendientes siguen siendo los mismos de siempre. El combate a la pobreza no ha dado frutos y ya son cuarenta millones viviendo en condiciones extremas; seguimos a merced del hampa y los secuestradores; la impartición de justicia es selectiva, permean lagunas jurídicas de toda especie; podemos irnos olvidando de reformas como la Hacendaria y la Eléctrica; el asunto del IMSS es un foco rojo con consecuencias potencialmente desastrosas; se abandonó el proyecto de la Comisión de la Verdad; los delincuentes de cuello blanco caminan por las calles sin que nadie los pare; no hemos ajustado cuentas con el pasado; adiós a la Reforma Laboral; a las muertas de Juárez nadie les hace justicia; el Ejército muestra claros signos de inconformidad; el diálogo con López Obrador es tenso prácticamente todo el tiempo; la distribución de recursos para estados y municipios está mal manejada y así podemos seguir hasta cansarnos.
Todos coinciden en que el actual proyecto presidencial nada tiene qué ver con lo que se perseguía en un principio. Se abandonó la transformación del Estado, las relaciones con el Congreso son prácticamente inexistentes, en cuanto a política exterior no existe consistencia, desde muy temprano se empezaron a sentir los síntomas de descomposición en el gabinete y hoy la falta de coordinación trasciende las puertas de palacio. Aceptémoslo: Fox no cuenta con convocatoria moral, sigue creyendo en el poder de las encuestas de opinión, también pocos colaboradores del grupo original permanecen a su lado.
En un comienzo se creó una superestructura en Los Pinos que rápidamente comprobó su disfuncionalidad. En vez de corregir el rumbo, el Ejecutivo Federal se montó en su macho tratando de hacer las cosas del mismo modo y casándose con viejas ideas sencillamente inservibles. A la larga las consecuencias fueron desastrosas para la imagen presidencial.
Si bien muchos no coinciden con la forma en la que Alfonso Durazo ventiló su renuncia en una carta de diecinueve cuartillas, lo cierto es que la misiva tiene muchos puntos que vale la pena rescatar. Vicente Fox perdió la brújula desde hace tiempo, gobierna a medias como esperando que el tiempo pase rápidamente para poder terminar sus días en el rancho sin comprender las implicaciones de dejar a un lado tan importantes responsabilidades. Aunque el sexenio no ha terminado todavía, a la larga el Presidente es culpable de una enorme tibieza, de una evidente cerrazón al no aceptar que se han cometido miles de errores cuyo costo finalmente asume la población, también corresponsable pero trágicamente afectada por un Gobierno descoordinado y sin la capacidad para ofrecer algo que ansiosamente necesita un país tan disímbolo: certidumbre.
No hay que achacarle al Presidente todos los males del país, también existen otros culpables. Para empezar, la ciudadanía vive un hartazgo generalizado y sencillamente ha dejado de entusiasmarse ante los sucesos de la arena política nacional. Todos los partidos atraviesan enormes crisis, sin embargo son responsables de las mismas al haber apostado todo a particulares intereses, alejándose paulatinamente de los principios rectores bajo los cuales fueron fundados. En fin, que a la hora de escoger a nuestros representantes parece que elegimos pura porquería salvo sus contadas excepciones y por ende sufrimos terribles males como natural consecuencia.
México ha cambiado, pero no estoy seguro que para bien. Vicente Fox hizo grandes esfuerzos que en su mayoría no rindieron frutos. Debemos dejar pasar el tiempo suficiente para poder juzgar de forma nítida e integral cuál será la herencia que nos legue el actual Mandatario. Desgraciadamente los aciertos que ha tenido se ven borrados ante tantos fracasos que tienen a la población preocupada sobre un futuro que se nos viene encima y no necesariamente perdona.
Son inciertos los días por venir.
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