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Las abuelas/Actitudes

José Santiago Healy

Si los abuelos heredan un legado de sabiduría y conocimientos, las abuelas son capaces de transmitir enseñanzas, valores y recuerdos a manos llenas.

Y más todavía cuando una abuela vive durante 101 años haciendo gala de una salud física y una paz espiritual fuera de serie.

De no ser porque en los últimos años perdió la memoria, nuestra abuela hubiera sido el ser humano excepcional, capaz de vivir a plenitud más de un siglo de vida. Pocas veces visitó el hospital y cuando lo hizo fue para operaciones nada complicadas.

Además de alegre, sencilla, prudente y generosa, fue una mujer piadosa, firme en sus creencias, entregada a sus tareas y feliz compañera durante décadas de nuestro abuelo.

Todos los días acudía sin retraso a la misa de 7 de la mañana en la Catedral de Hermosillo, siempre con su velo y sus zapatos de medio tacón de impecable color negro. Entrada la noche recorría de lado a lado el largo pasillo de su vieja casona de techos altísimos para musitar el rosario en medio de un silencio y una devoción impresionantes.

Vivir al lado de un periodista durante la primera mitad del siglo XX en México no debió ser nada fácil. Tuvo que casarse en Nogales, Arizona, por la persecución religiosa que vivía Sonora y acompañar a su esposo al exilio político a la ciudad de Los Ángeles durante ocho largos años.

En medio de penurias nacieron en el extranjero dos de sus tres hijos y luego vendría el sorpresivo arresto por varios meses de su compañero por supuestas prácticas de insurrección en contra del Gobierno mexicano, realizadas en California.

Más tarde llegó la hora del retorno y la difícil etapa de reiniciar una nueva vida en México, en donde el periodismo quedaba al margen de todo, al menos por unos años.

La pérdida de su hija de diez años en circunstancias trágicas y debido a una enfermedad, dejó una secuela de profundo dolor en la abuela que a los años superaría gracias a su fe y a su amor por la familia.

Vivir una temporada en casa de los abuelos representaba la gran oportunidad de obtener nuevas vivencias, valores y aventuras en nuestra infancia.

Así aprendimos que a las nueve de la noche terminaba todo vestigio de luz y que la vida empezaba a las cinco de la mañana con el olor del café y el zumbido del radio de onda corta del abuelo en medio de la fría oscuridad del invierno sonorense.

Que una toalla debía aguantar toda una semana, que se podía vivir durante un mes sin comer dulces ni chocolates, salvo los miércoles familiares y que la mejor sopa era la de fideos, eso sí con hielo para enfriarla.

En aquellos días hicimos nuestra la canción de Cri Cri del ropero, nos enseñaron a leer la hora en un reloj de bolsillo, fuimos parte de una fábrica doméstica de dulce de membrillo, tomamos a escondidas las primeras gotas de vino tinto y empezamos a disfrutar las delicias de un buen café con leche.

Con una disciplina casi militar, la abuela enseñó a todos sus nietos a comportarse apropiadamente, incluso durante las tertulias familiares en donde los adultos disfrutaban su aperitivo al tiempo que intercambiaban las vivencias de la semana que a mi corta edad me parecían siempre iguales y aburridas.

Todos estos recuerdos y algunos más sacudieron mi mente cuando la semana pasada asistimos a despedir a esa mujer admirable que fue la abuela.

Nunca se complicó la vida y cuando le preguntaban la razón de su buena salud y su larga vida, ofrecía dos posibilidades: su infaltable siesta de media hora y su copa de jerez que diariamente tomaba antes de la comida.

Incluso su muerte fue sin estridencias, médicos ni hospitales. Simplemente dejó de respirar cuando debió escuchar el llamado de Dios para emprender el camino hacia el reencuentro de su compañero de por vida y de dos de sus hijos que se adelantaron en el camino.

Comentarios a: josahealy@hotmail.com

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