La batahola crecía, retumbaban los gritos en las paredes del amplio salón, los ánimos ardían, cual si estuvieran puestos en la hornilla de una estufa. El orador, interrumpido por la turba de legisladores, se movía como se mueve un cervatillo cuando una manada de leones lo asedia, retorciéndose por la cintura de un lado a otro, sin poderse apartar del lugar. En una foto, que capta el momento, se ve al fondo en la tribuna al mandatario de pie, apoyando sus manos en el atril, mientras esboza una sonrisa, mirando al grupo que le daba la espalda. ¿Es su gesticulación de burla? ¿De complacencia por la libertad que ha desatado, aun viniendo en su demérito?, ¿Trataba de disimular su nerviosismo?, o ¿Era demostración que le vale un comino lo que digan o hagan sus detractores? o ¿Es el irresponsable más grande que haya parido la humanidad?
En un pasillo, a un costado del recinto, una mujer levanta los brazos sosteniendo un letrero con grandes letras donde se lee: Pinocho, -personaje creado por el italiano Carlos Lorenzini, utilizo el seudónimo de Carlos Collodi (1826-1890)-. No es difícil adivinar cual es su consigna y de donde viene la idea de sacudirle la conciencia al Presidente llamándole mentiroso, equiparándolo a aquel muñeco de madera, que a cada embuste le crecía la nariz. En el exterior la vergüenza expuesta de autoridades que tienen que guarecerse bajo un cerco policial y una valla metálica de tres metros de alto; el muro del miedo. El Informe se llevaba a cabo bajo lo que algunos calificaron como un estado de sitio, ejercido por los guardias presidenciales y la Policía Federal Preventiva. Todo ello creando un ambiente amenazador, ajeno al clima de libertad que debe prevalecer en una República, en la que el Gobierno es representativo de un poder que originalmente reside en el pueblo.
Asistió con el ceño fruncido, aunque hay quienes dijeron que no era lo único que traía encarrujado. Se veía cansado, ojeroso, mientras permanecía en el asiento reflexivo, pensante, no escuchando ni jota de lo que se decía allá arriba o a su alrededor. Estos creen que me tantean, -seguía el hilo de sus propios pensamientos- sé lo que traman, me quieren fuera del camino que lleva la sucesión presidencial. Si desean verme fuera de la contienda, -razonó- como dijo Luis Donaldo Colosio, tendrán que sacarme con los pies por delante.
En estos y otros sombríos soliloquios entretenía su ocio el jefe de Gobierno del D. F. al que nadie le daba el saludo, como si fuera un ser invisible. Sin desearlo ni buscarlo, a sus oídos empezó a llegar, primero como un leve murmullo, pareciendo que la audiencia rezaba en un funeral, en voz baja para no importunar al muerto. Luego, escuchó claramente las palabras del Presidente, que decía “cada uno es responsable de sus decisiones y debe afrontar sus consecuencias ¡no podemos responsabilizar a los demás de nuestras acciones u omisiones! ¡Es hora de asumir costos!”. El tabasqueño salió de su marasmo, te están hablando a ti, ¡ea!, tú, el de los complots, no te hagas que ya eres. ¡Uf!, de haber sabido no vengo. Decidió retirarse. Tardíamente se dio cuenta que su presencia era non grata. Al ir subiendo las escalerillas que dan a la salida, alcanzó a oír que el Presidente decía: “construimos una democracia para ciudadanos”. Meditó un instante, si hubiera democracia –se dijo, apresurando el paso y poniéndose las dos manos en el vientre, como hacen las mujeres en el último mes de embarazo- no andaría yo con estos retortijones de tripas, ni nadie intentaría meterme en chirona. A su paso los presentes, enfundados en elegantes trajes gris Oxford, de lana virgen peinada, despidiendo exquisita fragancia a lavanda inglesa, se apretaban la nariz con el dedo índice y el pulgar de la mano derecha, siempre de la derecha, igual que si el hombrecito fuera dejando un fuerte olor a huevo podrido, a azufre o a aguas hediondas.
