Los que acudieron lo hicieron de traje oscuro, como se asiste a una ceremonia fúnebre. El viejo gobernador terminaba en la soledad sus días de gloria y fausto. A sus amigos los había ido dejando en el escabroso camino del quehacer político. Recordaba, como si hubiera sido ayer mismo, que al conjuro de su triunfo, en apabullantes y costosas elecciones, empezó a humillar a los que le profesaban amistad sincera, cambiando con brusquedad el trato, de ese tuteo cálido y sincero que surge con el tiempo entre los seres humanos, convirtiéndolo en un desangelado “usted” que lo ponía, él lo pensaba así, a distancia de los demás, en un decir: no somos iguales. Quizá eran resabios de un pasado, cuando los antiguos emperadores Aztecas exigían a sus súbditos que se prosternaran en su presencia. ¿Querría sentirse idolatrado hasta llegar a la abyección? Se exceptuaba de esa ofensa a algunos pocos que él consideraba de su misma categoría o más arriba, en ese monte del olimpo político, donde se sabe que los amigos son de mentiritas y los enemigos de verdad.
De pronto, hubo una metamorfosis, como el gusano de seda que se encierra en un capullo hasta convertirse en mariposa, desplegando alas que lo alejarían del común de los mortales. De aquel candidato que sonreía gozoso, arrastrándose para avanzar, oruga al fin, no quedó nada; en adelante la petulancia sería su única compañera. No importa estuviera al tanto de que la barca de Caronte le esperaría al final del camino. En el presídium los minutos postreros le parecieron una eternidad. Veía los rostros adustos de quienes ya lo estaban juzgando. Leía en sus labios que estaba siendo calificado de sectario, faccioso, arcaico, caduco, intolerante y creído de sí mismo. Al rato le añadieron el baldón de mendaz y de fascista, esto último por utilizar, decían, las oficinas policíacas para reprimir a quienes discrepaban con su Gobierno. Grupos disidentes dijeron que el mandatario dejaba la entidad con un atraso de treinta años. Agregando, que en su despedida ofreció cifras alegres que, desde luego, no correspondían a la realidad. Olvidando mencionar, en cambio, que Durango, durante su sexenio, aumentó sus índices de corrupción.
En un instante, acabado el evento, pasaron por su memoria los asuntos públicos de los que no se ocupó. La inseguridad, la pobreza, la marginación y el desempleo, problemas que dejo de lado, que no pudo o no quiso atajar, que le resultaban un fastidio. No los tocó, no supo como hacerlo o no le importaron. Lo que si, debo creer, estaban más allá de su comprensión y de sus capacidades. A propósito de ineptos ¿acaso le habrá dado la calentura, común a un grupo selecto de mandatarios estatales, de sentirse candidato a ocupar la Presidencia de la República? No sé. Lo que si, es del conocimiento general, que dejó a Durango con la más alta deuda pública de su historia. Es aquí donde pido permiso al lector para hacer un impasse o pausa. ¿Es acaso cierto todo lo que aquí he venido señalando? ¿Será que su último informe de Gobierno pareció más de Max Factor, por el maquillaje que le puso, que un sensato resumen de sus actividades?
En fin, lo cierto es que aun es tiempo de que, quienes tengan pruebas, pongan sus reclamos ante las autoridades y no se concreten a exponer sus quejas en los periódicos. Los diputados locales, integrantes de una nueva legislatura, están obligados a proceder, ya sea limpiando el buen nombre del gobernador saliente o poniéndolo a disposición de la justicia para que se le aplique una sanción ejemplar. El nuevo gobernador, lástima, no salió de su equipo de amigos, que si lo hubiera sido sería su más fuerte y empeñoso fustigador, pues ya lo dice el refrán: para que la correa apriete ha de ser del mismo cuero. Nada gana la nación, en esta época en que soplan débiles vientos democráticos, con sólo leer críticas en los medios, por más acerbas que parezcan. Es conveniente proceder, dice la voz de Dios, con dureza contra políticos que se viven en la trácala y en la trampería. A este respecto cabe citar el adagio, en su locución latina, Vox populi, vox Dei.