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Las consecuencias del estilo

Ricardo Raphael

Cuenta la leyenda que a los pocos meses de haber tomado la presidencia de Estados Unidos, George Washington viajó al Estado de Nueva York para visitar a John Hancoock, el gobernador más poderoso de la recién constituida Unión Americana. Se dice que para esos días el ego de ambos personajes se había vuelto indomesticable.

Y los dos tenían motivos: Washington fue el general que condujo y triunfó en la Revolución y Hancoock, el redactor de la Declaración de Independencia. El primer presidente de Estados Unidos se instaló en un hotel y de inmediato mandó llamar al señor gobernador. En respuesta Washington recibió una invitación para asistir a la casa de la familia Hancoock.

Entendiendo que se trataba del primer pulso entre la jerarquía de uno y otro mandatario, Washington redactó una segunda carta instando al gobernador para que acudiera a visitarlo, advirtiéndole que el poder que la Constitución de Filadelfia le había conferido se encontraba radicado en el hotel donde esa noche debía celebrarse la reunión.

Necio como una mula, Hancoock respondió que estaba gravemente enfermo y que esa era la única razón por la que deseaba ver al presidente en la residencia del gobernador. Washington escribió entonces una tercera misiva deseándole que pronto mejorara su estado de salud y añadió: “En esta dirección le estaré esperando para cuando usted pueda salir de casa”. Esa misma noche John Hancoock llegó al hotel donde estaba hospedado Washington, supuestamente muy enfermo y sostenido por tres de sus ayudantes.

Más allá de lo que dicen o no dicen las leyes, las actitudes y los actos también constituyen o destruyen a la institución desde donde se ejerce el poder. George Washington poseía una fuerte intuición al respecto. Durante este episodio, en apariencia tan insignificante, el general estaba definiendo la relación de respeto que en adelante debía privar entre los gobernadores y la presidencia de la Unión Americana. Washington sabía que, en cada paso, en cada carta, en cada palabra se estaba dotando de contenido y materia a la investidura presidencial.

Era él, como primer presidente de Estados Unidos, quien le pondría músculos, articulaciones y carne al endeble esqueleto legal con el que la Constitución de Filadelfia había configurado a la institución Presidencial.

Washington no estaba dispuesto a que se dijese que el presiente era una suerte de rey electo; por eso decidió no presentarse para un segundo mandato. Pero tampoco quería situar a esta institución en el otro extremo, el de una figura débil frente a los gobernadores y los representantes de la Cámara Baja; por eso se impuso a las veleidades de Hancoock.

Se trata de lo que Cossío Villegas llamaba “el estilo personal de gobernar”. Una forma de relacionarse con los demás actores de lo político que no sólo define al dignatario en turno sino que también va esculpiendo la dimensión y alcance del cargo ostentado. Un estilo que termina por convertirse en parte esencial de la institución que en el futuro se heredará.

Mucho se ha hablado de la pacífica revolución que nuestro país ha venido enfrentando desde que Vicente Fox llegara al poder. Al extraviar las facultades metaconstitucionales, el presidente mexicano perdió muchos de los músculos y articulaciones que en el pasado le permitieron gobernar. Le dejaron como en el origen: frente al esqueleto de sus atribuciones legales y nada más. Es en este sentido que se puede decir que existe un cierto parecido entre aquella época de finales del siglo XVIII y la que hoy nos está tocando vivir.

A partir de esta reflexión es que se pueden entender como actos muy simbólicos de la Presidencia mexicana tanto la disputa con la Cámara de Diputados en materia de presupuesto como la destitución del secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal. Era de esperarse que, frente a los desafíos que tanto los diputados como el jefe de Gobierno de la capital lanzaron en contra del Ejecutivo, Vicente Fox reaccionara con toda contundencia para defender a la institución presidencial.

No podía quedarse callado después que los diputados le advirtieran que en materia de presupuesto el balón ya no era suyo. Mucho menos podía guardar silencio una vez que Andrés Manuel López Obrador le advirtió que no le entregaría la cabeza de Marcelo Ebrard. De haber dejado pasar estos embates Vicente Fox habría heredado una presidencia de papel. En efecto, el sistema presidencial no concibe al Ejecutivo como si fuese una figura decorativa.

Pero, como bien advirtiera Alexander Hamilton, tampoco esta institución debe ser entendida como una suerte de rey electo que abusa de sus facultades. Lamentablemente desde esta perspectiva el Gobierno de Vicente Fox también ha dado de que hablar respecto del abuso que ha hecho con tal de defenestrar la popularidad de Andrés Manuel López Obrador.

Desde que se presentaran los videoescándalos, pasando por la ruptura de relaciones con Cuba y continuando por el juicio de desafuero solicitado por el Ejecutivo, en cada uno de estos momentos el Gobierno de la República extralimitó sus facultades con tal de ganar la batalla política. Vicente Fox fue el primero en abandonar las fronteras que deberían contener a la institución presidencial y ahora está teniendo que enfrentar las consecuencias de sus actos.

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