¿Se estará o no juzgando a priori la imposibilidad de que la senadora, María del Carmen Ramírez de Sánchez, pueda ser registrada como aspirante a sentarse en el mismo sillón que ahora ocupa el gobernador, Alfonso Sánchez Anaya, tan sólo por el hecho de que se trate de marido y mujer? El hecho de que reciba el apoyo de su partido político no quiere decir que de manera instantánea obtenga la votación mayoritaria de los tlaxcaltecas.
Los que han manifestado su renuencia aducen que el cónyuge, desde su posición de poder, puede abrirle las puertas desbrozándole el camino de impedimentos que cualquiera tendría en la búsqueda de la gubernatura. Se da por hecho que la influencia política del esposo sería determinante para alcanzar su meta, por lo que se estima que estaría actuando con ventaja sobre los demás contendientes. Creo, no tienen razón.
La cuestión que se plantea sólo se da en regímenes autoritarios donde no cuenta la voluntad popular. En las democracias no importa que duerman en el mismo lecho y que todas las mañanas al despertar se den los buenos días. Al fin al cabo serán los votos de la ciudadanía los que dirán si sí o si no. ¿Por qué de esa cápita diminutio para la que contrajo nupcias con quien en el futuro sería elevado al rango de mandatario estatal? No hay en la Ley ninguna disposición que prohíba a las consortes jugar en elecciones para ocupar un puesto público. Es justo pensar que son polvos de aquellos lodos en que los votos sólo servían para legitimar candidatos, pero que en la realidad, todo mundo lo sabía, era el dedo del mandamás en turno quien lo decidía.
Además recordemos la anécdota de un maestro universitario que dirigió la Escuela de Leyes de Saltillo. Era la materia de Derecho Civil la que impartía cuando en el salón de clases planteó a uno de sus discípulos la pregunta de cuál era el grado de parentesco que guardaba con su media naranja. Quien preguntaba era un eminente y respetado maestro, toda una celebridad en aquellos años, tanto por su sabiduría como por su don de gentes. El alumno buscaba en su mente la respuesta sin lograr dar con ella por lo que se mantenía de pie, al tiempo que se rascaba la cabeza, esperando quizá que el cielo lo iluminara para responder a tan peliaguda cuestión. Con una bondadosa sonrisa y ojos por demás socarrones, miró al improvisado sustentante, que apenas se iniciaba en los secretos del Derecho de personas, diciéndole en evidente tono festivo: ninguno, Dios me libre que mi mujer fuera de mi familia.
En efecto, estrictamente no hay relación familiar entre ambos cónyuges. Es un contrato civil de matrimonio el que legalmente los une. En un sistema democrático no habría porqué poner un pero a la señora que actualmente ocupa un escaño en el senado. Si hemos de encontrarle una razón para que en su propio partido, PRD, haya un rechazo a que figure como candidata es que aún quedan reminiscencias de un pasado chapucero en que los gobernantes poseían los hilos de un poder absoluto en sus manos. Bastaría con decir tenían acceso a la caja de caudales, que en plata pura se traducía en una propaganda ilimitada que hacía inclinar la balanza aun la del más virtuoso de los políticos.
Viendo el argüende, en que se ha visto a señores de fuste secándose el sudor de la cara con un pañuelo desechable, me pregunto ¿No será que se tiene el temor de que si María del Carmen es electa gobernadora se le caliente el parche a la que dijo que no, pero que el día de mañana, con el mayor desparpajo, puede decir que siempre sí?