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Las cosas que se fueron

Emilio Herrera

Cada vez que veo el tranvía y como ustedes podrán suponer donde más lo he visto es en las películas que se desarrollan del todo o en parte en la ciudad de San Francisco, California, suspiro por los que aquí tuvimos: uno que circunvalaba al Torreón de entonces, de la Múzquiz a la Francisco I. Madero y otro que nos llevaba a las ciudades vecinas de Gómez Palacio y Lerdo pasando por el cerro de Calabazas y por su puente sobre el Río Nazas. Su carro de primera era una maravilla con sus asientos y respaldos tejidos de resistente y brillante bejuco.

La gente iba en ellos a Lerdo para disfrutar, primero del par de grados de diferencia favorable en cuanto al clima y después para ver correr el agua en las acequias de sus calles centrales, para visitar las huertas, en las que podía comer de gratis, allí mismo, toda la fruta que fuera capaz y pagar la que quisiera llevar a los suyos a su casa y por último, para refrescarse con la nieve de quien ustedes saben y que entonces sólo allá mismo se podía obtener. Ir a Ciudad Lerdo en tranvía no era, ni es lo mismo, que ir en camiones; el tranvía con el sonido tan peculiar de sus ruedas sobre la vía metálica y el paisaje por el que atravesaba, despertaba la imaginación de los viajeros y les hacía pensar, con su parada en Gómez, en un viaje más largo de lo que en realidad era. Si aquellas vías y aquellos carros se hubiesen conservado los habríamos podido lucir en nuestro cada vez más inminente centenario, pero, bueno, ¿qué le vamos a hacer si es una de las cosas que el viento de los cien años que vamos dejando atrás se llevó?

Otra de las cosas que el tiempo se ha llevado son las que un día fueran famosas serenatas dominicales melodiosas, olorosas a gardenias y románticas que sucedían en nuestra Plaza de Armas que en aquellos primeros años de nuestra ciudad era tan casamentera. Muchos de nuestros primitivos matrimonios en esas serenatas se vieron por primera vez las caras, pues en ellas las jovencitas daban la vuelta en su corredor principal y los jóvenes en sentido contrario y así surgía entre ellos la primera vista de ojos y poco después la primera sonrisa hasta que, con el tiempo, que por aquel entonces podía ser de cinco, diez y más años de noviazgo, caminaban, por fin, juntos hasta el altar, para permanecer unidos “hasta que la muerte nos separe”, pues entonces el matrimonio era cosa bien pensada y hasta repensada, según contaban nuestros mayores.

Entiendo que un grupo de torreoneneses ya viene elaborando un programa de festejos públicos, masivos. Sería imposible o casi, traer a tales festejos a los tranvías ya desaparecidos, pero, aunque también las serenatas hoy brillen, en la memoria de gente como yo, más que nada por su ausencia, a ellas sí se les puede hacer volver, aunque sólo sea por los pocos días de los festejos principales de nuestro primer centenario. Torreón es una ciudad simultánea, tanto como las generaciones que viven en él actualmente y los que vienen elaborando el programa de festejo no pueden olvidar a ninguna de ellas para que, cada una, pueda volver por algo a la ciudad de su juventud, a la que lleva en su corazón, que no es la misma que la de los más jóvenes.

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