Es un hecho real que los mexicanos somos fiesteros por naturaleza; lo traemos en la sangre y lo transmitimos por los genes. Nos encanta celebrar lo que sea y cuando el almanaque deviene tacaño en conmemoraciones inventamos otras nuevas. Puede que esta condición nos venga de la tradición indígena. Antaño las fiestas estaban relacionadas con las divinidades y se solemnizaban los nacimientos, la pubertad, las bodas y la muerte, pero también valían las fuerzas de la naturaleza, es decir las divinidades. El mundo de los aztecas se sostenía, afirma la Enciclopedia de México, gracias a los favores de los dioses que se conseguían por medio de ritos muy complejos y ––¿por qué no?–– hasta con sacrificios humanos.
Fray Bernardino de Sahagún decía que las fiestas eran solemnes y públicas, y que el número de los danzantes se contaba por millares. Bailaban los sacerdotes, los guerreros, los mancebos, las mujeres y las doncellas que se habían consagrado al templo, tanto mezclados como separados. Había un baile que se llamaba “el cosquilloso” o “la comezón” en el que participaban hombres con atuendos femeninos. Vaya, como sucede ahora en los llamados “antros” y hasta en la política.
Lo que separa a nuestras festividades con las de nuestros ancestros es el espíritu que las animaban: entonces correspondían a un suceso, a un caudillo o a un fenómeno natural como la lluvia, que traería cosechas bonancibles. Hoy contemplamos el total desquiciamiento de la congruencia. La juventud dice que vamos a celebrar la independencia nacional con un festival de “heavy rock” pero antes cenaremos en McDonalds o agarraremos fuerzas etílicas en Carlos and Charlie. Beberemos güiski pues el tequila “oh, God, is very expensive” y en el grito aguantaremos la desvelada en el grito con hotdogs y pepsiligth…
Vaya, pero esto es superficial. Lo medular es que la independencia que celebraremos con tanto boato y fingido patriotismo no existe por ninguna parte. En materia económica y financiera el país está atado a compromisos globales irrenunciables. Las consignas nos llegan del Banco Mundial, del Fondo Internacional de Desarrollo y de la secretaría del Tesoro de nuestro vecino del norte. Consumimos el maíz de Kansas y el trigo de las estepas rusas. Y para no quedarnos a la zaga de la modernidad, el presidente Fox se place en caravanear a los líderes de las naciones integrantes del “grupo de los ocho” países desarrollados que mangonean a todos los demás con el cuento de la globalización de la economía.
¿Y la Revolución Mexicana? En dos meses más veremos cómo nuestros nietos son vestidos y disfrazados por sus jóvenes madres para que participen en el desfile simbólico del 20 de noviembre, día en que se recuerda la hazaña democrática de don Francisco Ignacio Madero que pudo derrocar al inamovible general Porfirio Díaz de la silla presidencial, después de más de 30 años de dura dictadura. Y los pequeños aparecen como enanitos de Blanca Nieves disfrazados de Madero, de Carranza, de Obregón, de Villa y de Zapata. Con cananas de mentiritas cruzadas sobre el pecho y carabinas de madera, de pie sobre plataformas arrastradas por tractores, mientras los equipos de sonido que cantan la Adelita y la Valentina inflaman de amor revolucionario a los padres de familia: obreros, campesinos, profesores, médicos, burócratas, profesionistas, trabajadores todos del campo y de la ciudad que ya olvidaron, a fuerza de no escuchar los discursos, aquellas conquistas del movimiento social y político de 1910 y 1913.
¿Dónde quedó la reforma agraria, hoy inexistente? ¿Dónde las conquistas laborales inscritas en los contratos colectivos de trabajo? ¿Qué pasó con el derecho a la tierra que iba a ser de quien la trabajaba? ¿Qué pasó con el bienestar social y la justicia para las familias desprotegidas? Nada: que festejamos a la revolución, pero dejamos que los derechos sociales impresos en la legislación mexicana se oxiden por desuso y se olviden por abulia.
¿Y que sucedió con las Leyes de Reforma? ¿Cómo permitimos que en los malos días del sexenio salinista fueran derogadas, de un plumazo y el país retornara al estado que prevalecía antes de 1856? ¿Qué significa Benito Juárez para la niñez y la juventud del año 2004? ¿Qué valor otorgan los alumnos de las escuelas privadas a la lucha y al triunfo de los liberales mexicanos contra la intervención francesa y el imperio de Habsburgo? ¿Cómo valoran el abuso de la invasión estadounidense de 1847 y el despojo que hicieron a México de más de la mitad del territorio nacional?
Nos da muina ver, en estos días, a los jóvenes profesionistas que empiezan a bordear las rutas de la política y la administración pública cómo se alinean a la inspiración tecnocrática y olvidan su genuina pertenencia a un pasado liberal, de amplio sentido social y defensor de la soberanía política. Inventan el hilo negro y no para zurcir los rotos que dejó en el país la irresponsabilidad de los últimos gobiernos nacionales priistas, sino para cambiarle rumbo y devolverlo a etapas históricas ya condenadas.
Día tras día, años tras año, nos la pasamos en festejos y conmemoraciones cívicas, por desgracia hueras de contenido didáctico. Le echamos más al sobre que a la carta y así pasan nuestros años, carentes de sentido y huérfanos de historia. ¿Sería por esto, para lograr esto, que la Secretaría de Educación del presidente Fox quiere eliminar de los cursos de primaria y secundaria el estudio de los tiempos precolombinos?…