El mes de enero fue algo más que el inicio de un nuevo año y más que la cuesta que casi todos tenemos que subir, penosamente, para recuperar el equilibrio perdido en la economía familiar, a causa de las fiestas decembrinas. Fue más que el temible “desviejadero” agravado con las bajas temperaturas y más que la oportunidad de sacar la ropa de invierno del fondo de los roperos. Tal vez usted esté pensando en los “destapes” que ahora se nos adelantaron exageradamente, poniendo a la cabeza de las preocupaciones políticas la inevitable sucesión presidencial.
Ya sea mediante zancadillas, exhibición pública de pecados personales y sociales, revisión de árboles genealógicos para evitar injertos indeseables y el replanteamiento de temas que dormían en el archivo muerto; o bien, a través de reproches, alianzas agua-aceite en aras del bien común (el del agua y el aceite, claro), revisión de viejas culpas –formando lodos de antiguos polvos– y de cuentas no suficientemente ajustadas, como las cabañuelas, el mes de enero fue políticamente un conjunto de “adelantos” con la doble finalidad de quemar al enemigo y/o “salir en la foto”, porque “al que madruga Dios le ayuda”, olvidando que “no por mucho madrugar amanece más temprano” y que todavía le falta la mitad del camino al actual Gobierno.
De cualquier forma, enero fue más que este rollo de amarrar navajas, afilar cuchillos y ponerse en sus marcas, en horas y con recursos que debieran estarse empleando para trabajar y hacer rendir el tiempo –todavía largo– que le resta al sexenio; ese tiempo que más que proyectos personales exige resultados nacionales; es decir, problemas resueltos, a los que aspiramos con todo derecho. Son imperdonables las imágenes y las cifras, pero sobre todo la realidad de los niños de la calle que padecen la vida mientras, inevitablemente, se preparan para formar parte del hampa y la enfermedad.
El mes de enero fue mucho más que las nuevas agresiones a los inmigrantes del lado de acá cuando pretenden cruzar al de allá; más que los ataques en Oriente Medio que parecen no tener fin; más que el desempleo y las muertas de Juárez y de todos los demás estados y municipios y más que los pretextos para no encontrar la punta de la hebra que lleve a la solución o a la verdad.
Por fortuna, las cabañuelas rebasaron el juicio de Michael Jackson y el destape de su hermana y fueron más que el amarillismo noticioso de los medios de comunicación, tan preocupados por lo que dice o deja de decir Marta (¿La Piadosa?). A ellos y a su insistencia responsabilizaré si la candidatura de la señora Fox -¡toco madera!- se hace realidad.
Las cabañuelas también fueron más allá del escándalo desatado por la píldora del día siguiente, que ha permitido a algunos prelados manipular las normas de la Iglesia y, empleando radio y televisión como púlpito, amenazar a gritos con la excomunión y las llamas del infierno a quien se atreva a usarla, aunque ellos mismos guardan silencio frente a incontables crímenes que, en ámbitos civiles y religiosos, domésticos o callejeros, victiman a los desprotegidos de México y del mundo. Como si el de la conciencia no fuera terreno privado y como si las amenazas proferidas de tal forma no facilitaran más el alejamiento de la gente de los caminos de la fe, del crecimiento ético y de la virtud, de nuevo olvidaron nuestros pastores que prohibir así es una forma de invitar y que sus airadas amenazas resultan hoy más propaganda que condena. Me remito a la prueba de millones de mexicanos que, sin haberlo pensado antes, atestaron los cines para ver “al padre Amaro”, como consecuencia de la propaganda gratuita de la jerarquía católica, a quien ahora agradecerán los laboratorios farmacéuticos la multiplicación de sus ventas.
Además de las nominaciones al Oscar, el festejo de “Joserra” por sus “30” y la oportunidad del Santos para jugar la copa Libertadores; además de la presencia de Augusto Rodin y sus maravillosas esculturas en Torreón (¡hermoso botón de muestra!) y por encima de los problemas del pavimento acelerado para el primer Informe –también de enero–; además del regreso a clases, el cumpleaños de Juanjo y la Rosca de Reyes, enero de 2004 nos trajo, desde el suelo de Marte, la prueba americana y europea de que hay agua en su superficie y la posibilidad de que, en algún momento de sus cuatro mil millones de años de historia, tal vez ahora mismo, hayan existido o existan seres vivos, ahí donde pensábamos que sería imposible concebirlos.
Lástima que se haya hecho tan poco caso de tan extraordinario suceso, ocupado como anda todo mundo con las píldoras, las crónicas “martianas” –que no marcianas– la carrera hacia la presidencia, el sueldo de Nicolás, los besos de Elba Esther y Madrazo o el último rechazo del Congreso. Al parecer, el momento más llamativo para la prensa y sus lectores o espectadores fue cuando el Spirit se descompuso y hubo la posibilidad de que la misión fracasara (la reparación del robot y el trabajo sin fallas de su gemelo Opportunity, días después, como que le quitó emoción al asunto). También resultaron llamativas las declaraciones del inefable Mr. Bush, quien ve en Marte un posible foco para la expansión militar de Estados Unidos (sin terroristas, sin mexicanos que pretendan la ciudadanía y sin comunidad gay queriendo casarse). O, en su defecto, la posibilidad de convertirlo en una especie de “Legión Fantasma” o Guantánamo interespacial dónde almacenar a los indeseables de la Tierra. Al fin que ahí está el planeta, para tomar posesión de él, como de una pelota en terreno de foul.
Quién sabe por qué nos mantenemos indiferentes ante una situación tan extraordinaria; quizá porque no se anunció con ella una catástrofe peor de las que ya nos amenazan y a las que nos hemos ido acostumbrando, o porque de momento no hay allá con quién pelear, a quién destruir, con quién competir o a quién convencer para que sea lo que no es y haga lo que no desea. Yo pienso con emoción y con asombro en Marte y en lo que significan la proeza y el hallazgo de este enero que pasó. También como una lección contra la soberbia que nos hace creer que somos los únicos habitantes de un universo tan vasto y tan plural, que ni siquiera podemos imaginarlo. O tal vez como una advertencia, la definitiva, para que de una vez por todas cuidemos lo que se nos dio, antes que de nuestra Tierra queden sólo huellas de un pasado azul o moléculas congeladas en espera de una misión que las descubra como testimonio de la vida que fue.
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