El mes de septiembre comenzó mal. Primero, el deplorable espectáculo de incivilidad, pésimo gusto y desvergüenza absoluta ofrecido por buena parte de los diputados perredistas durante el Cuarto Informe de Gobierno de Vicente Fox. Sin duda dejaron claro lo que son y que no les interesa simular una pizca de dignidad ni fingir la educación que no tienen. Tampoco les preocupa el ejemplo que dan a su familia y al país, ni que en sus acciones y palabras se llevan de encuentro a los miles de mexicanos a los que representan.
Por su parte, Manlio Fabio Beltrones también tuvo lo suyo, pues esa actitud displicente que asumió al presidir el Congreso no sirvió más que para constatar su falta de personalidad y autoridad ante los multiapelados compañeros que simplemente lo ignoraron; también nos lo reveló como heredero de ademanes, tono de voz, ritmo y sintaxis sospechosamente salinistas. Por último, el propio Vicente Fox, de cuyo vigor y personalidad de otros tiempos no queda ni el polvo, tuvo que apechugar y guardar su desesperación y su ira, manifiestas en los colores que le cruzaban la cara y lo hacían dar traspiés en la lectura, hasta el punto de haber tenido que improvisar la propuesta de una tregua –¿no que no hay guerra?– que lo dejara terminar e irse.
El contenido del Informe salió sobrando, pues desde antes de iniciarlo la atención estaba puesta en un montón de cosas que lo hacían irrelevante y el circo de los legisladores se encargó de apagar cualquier inquietud respecto a los temas de interés nacional cuya relación aguardábamos. El simple hecho de que lo sucedido en San Lázaro haya escandalizado a los comentaristas de radio y televisión mostrándolos inusualmente prudentes en el comentario y hasta como apenados con lo que tenían que transmitir, dibuja lo feo del asunto.
Es que los niveles de nuestra política son cada día más bajos y todo se ha vuelto material de cuarta o quinta, generalizándose cada vez más el cinismo, la irresponsabilidad, las bajezas, la falta de respeto y lo que es peor, la indiferencia.
Escuchamos o leemos las noticias, vemos la televisión y observamos el devenir cotidiano, como si lo que pasa fuera lo normal y como si nuestra reacción no tuviera que ser otra que menear la cabeza y cambiar de sintonía. La guerra sucia que libran las fuerzas políticas tras el cambio de Gobierno es tan estúpida y desgastante, que oscurece la visión de unos y otros para ver los problemas de la realidad inmediata y corregirlos.
No me cabe en la cabeza, por ejemplo, el hecho de que el alcalde de Toliman, pequeñísimo y paupérrimo municipio queretano, haya expedido un bono de más de dos millones y medio de pesos para su esposa, en pago del trabajo desempeñado como presidenta del DIF en la entidad. Para justificar semejante barbaridad se argumenta que la partida incluye salario (para un cargo que de suyo es honorífico), bonificación de marcha, reconocimiento a otros servicios prestados (?). ¿Pero qué derecho tiene un individuo –aunque sea, como éste, que se atreve a representar a Cristo en la celebración del Viernes Santo de su pueblo–, qué derecho tiene, digo, de manejar así los recursos de un municipio que apenas tiene para sobrevivir? ¿Por qué, si durante su mandato se adjudicó un salario nominal de sesenta mil pesos y a su esposa le asignó otros cuarenta, tiene el descaro de compensar el retiro de ambos con una suma millonaria? Veamos: ¿quién le pide cuentas al alcalde? ¿Y quién vigila por los intereses del pueblo que ha sido despojado de servicios y de cosas importantes, para que el bolsillo de la autoridad saliente y su familia no sientan el vacío?
¿Dónde están los representantes populares, encargados de velar por la aplicación de la Ley y el desempeño justo de las autoridades? Nada más imagínese usted en cuántos escalones –desde Toliman hasta el Honorable Congreso de la Unión tan tristemente activo en el Informe– se repetirá, agrandándose, la acción que acabo de describir.
Botones como éste o como las trifulcas electorales que ahora mismo tienen lugar en Veracruz muestran la tragicomedia de nuestra realidad política, cada vez más cerca del suelo y cada vez más agredida por la ambición de poder y por el desinterés nacional de sus protagonistas. Tal es el caso de López Obrador, aferrado al fuero como si se tratara de un chaleco antibalas, cuando él mismo, voluntariamente y no porque un juez se lo ordene, debiera solicitar ser tratado como un ciudadano común, para probar a todo el mundo su inocencia y la limpieza de sus obras. ¿Qué puede temer quien nada malo ha hecho? En todos los reclamos y peticiones de este sujeto mesiánico (?) que gusta y necesita saberse por encima de los demás, se puede observar una megalomanía tan peligrosa como difícil de parar: él es el único capaz de ver, el único digno de hablar, de sentir, de hacer, de administrar, de distinguir; él es el mártir, la víctima, el ojo de la justicia, el foco de atención, el redentor.
Él es el juez supremo de quienes infringen la Ley, aunque también es el único que no tiene por qué acatarla. Encuentra todas las pajas en los ojos verdes, azules o tricolores de los partidos que se le oponen, pero el suyo amarillo, cruzado de vigas cada vez más grandes y podridas, no se turba ni se inquieta, pues la Ley, que es para todos, a él le vale flores.
Delirante en su grandeza, el tabasqueño se margina de los preceptos y las normas que se hicieron para medir a los “pequeños”, por eso puede darse el lujo de no rendir cuentas, cuando él las exige de los demás. Vuelve su dedo acusador contra los delincuentes del PRI y del PAN, pero exonera de toda culpa a los suyos, como su ex secretario apostador de dineros públicos o a René Bejarano, a quien no le bastaron los bolsillos para guardarse el dinero que cobraba al che, justamente preso por andar sobornando a inocentes palomitas. Para AMLO y los de su equipo la legalidad y la corrupción son estrictamente unilaterales; es decir, obligan sólo a la oposición.
Lo que en los otros es pecado, en ellos es virtud; lo que castigan en casa ajena, lo justifican en la propia; un desacato de los demás, es en ellos derecho y honor. Manejan un código especial de palabras y acciones que adquieren sentidos opuestos según se usen en el ámbito de la jefatura del DF o en cualquier otro, siendo buenos para ellos pero malos para los demás; así como toda iniciativa de hacer valer la Ley en su contra deriva en complot o en chanchullo electorero y en miedo ante la amenaza que el nuevo Robin Hood representa para cualquier aspirante a la sucesión presidencial.
Posesionado de la ciudad, “El Peje” ha establecido su trinchera en el zócalo capitalino, desde donde exhibe su poder congregando multitudes agradecidas por favor recibido. Sin embargo, ese mismo espacio por unos días cambiará el colorido porque estamos en septiembre…
Septiembre es un mes marcado por la desgracia. Hemos sido testigos de masacres infernales, fuera de toda proporción, cuyas consecuencias estarán lamentando todavía los hijos de nuestros hijos. Iraquíes y estadounidenses, musulmanes y cristianos, rusos y chechenos, judíos y palestinos, padres e hijos de cualquier nacionalidad y credo, lloraremos la pesadilla de la guerra, el terror y el abuso de inocentes victimados por razones que nunca tendrán razón.
No obstante, estamos en septiembre y en México, más aferrados a una tradición que movidos por sentimientos reales (puesto que nuestra libertad está condicionada por factores económicos, políticos y culturales que nos siguen poniendo al servicio de otros pueblos más hábiles y poderosos), septiembre es también la fiesta. Y no hay contradicción, porque desde siempre hemos sabido juntar los dos extremos de la serpiente: lloramos nuestra risa y celebramos nuestro dolor y este año, como tantas veces, festejaremos nuestras frustraciones, las esperanzas que día a día perdemos y montaremos los engaños y el miedo en un cohete de pólvora para mandarlos a volar.
¿Cómo responder lo que preguntan las miradas de los niños y jóvenes que participan de la fiesta, sin entender qué festejamos? ¿Qué hay en mi México de hoy que lo haga amable –digno de ser amado–, si todo el tiempo nos estamos peleando con el Gobierno, si nuestra gente tiene que irse para ganar dinero, si no hay trabajo, si nuestra producción es mediocre, si nuestros jugadores no ganan y nuestros profesionistas no consiguen empleo?
¿Por qué festejar a México los malinchistas mexicanos que todo el tiempo miramos hacia otra parte? Para responder habrá que pensar en la nobleza de un pueblo siempre hospitalario, que sin importar sus problemas abre puertas y ventanas a todo el que quiera entrar; que deja el lugar de honor al visitante, aunque su gesto no sea correspondido, que recibe navíos cargados, cargados de niños españoles, de refugiados chilenos, de inmigrantes centroamericanos o de hermanos cubanos y les cede su tierra y su espacio de trabajo y un poco de su corazón, para que las penas sean menos. Habrá que pensar que, teniendo razones de sobra para llorar, nos dejamos ganar por la risa y que la magia de la celebración: el abrazo, el grito y las campanas borrarán los rencores, como borran los hechos de ayer, dejándonos limpios y perfumados, llenos de patria para volver a empezar.
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