Después de tantos días de circo, maroma y teatro que no se cansan de ofrecer nuestros políticos tras el poder, la posible candidatura o la notoriedad (aunque sea en nombre del escándalo), no le queda a uno más que pensar que, en efecto, el único fin es distraer la atención de los gravísimos problemas que vive México y que ahí seguirán, porque esperanza de resolverlos no se aprecia en el horizonte. El desprestigio de nuestras instituciones, la corrupción de todo tipo de líderes, su ilimitado cinismo y la falta de proyectos congruentes de quienes ejercen el poder y el presupuesto –cualesquiera que sean el nivel y el color–, nos hacen pensar que el final está cerca y que, de seguir así, no nos quedará más que, como Pedro Páramo, sentarnos a ver la disolución de nuestro Comala. Las noticias de cada día: un videotestimonio más de otra transa, otro escándalo de las diputadas, el chistorete del día de AMLO –sin gracia ni en el fondo ni en la forma–, una nueva acusación contra Salinas, la última contradicción de cualquier miembro del gabinete y la más reciente amenaza del retorno de Martita, bastan para borrar la inquietud que ayer ocupaba las ocho columnas de los diarios (los índices de pobreza, el desempleo creciente, las reformas a la Ley del IMSS o al 122…). Todo pasa a segundo plano cuando hay humaredas o “Ahumadas” que disimulen la realidad y entretengan el morbo de un pueblo que, a fuerza de repetición, ha perdido la capacidad de asombrarse e indignarse ante los escándalos de cada día.
No sé qué dirá la historia acerca de nuestro tiempo, pero creo que no será nada bueno. Como pueblo, más nos valdrá aprender la lección de los Medias Rojas de Boston que, caídos y dados por muertos por sus soberbios contrincantes, con tres juegos en contra y en el campo rival, remontaron el marcador y la tradición, rompieron pronósticos y se coronaron en su liga, ganándose el derecho de ir a la Serie Mundial. Pero una hazaña así no fue cuestión de palabras: tuvieron que lanzar y batear, defenderse y atacar a unos Yankees cuyo sólo nombre bastaba para achicar a muchos. Si los mexicanos queremos salir adelante, tenemos que dejar de ser espectadores de nuestro fracaso; es necesario hacer bien las cosas, sepultar los vicios y las malas vibras, vencer el fantasma del gigante contra el cual se pelea (llámese corrupción, ignorancia o egoísmo), hacer oídos sordos a amenazas, malas experiencias u ofertas tentadoras de holgazanería y disimulo y aunque estemos en el suelo, estamos obligados a levantarnos por honor, con esfuerzo, con empeño y confianza, a luchar contra ese enemigo que parece tener el triunfo asegurado, pero que al fin podrá derrotarse a fuerza de trabajo y de amor propio y colectivo. Ojalá que así sea. Mientras tanto, permítaseme volver la mirada a las regiones del afecto personal y reencontrarme con mi amigo Rogelio, que deja desde ayer el escenario.
La nuestra fue una de esas amistades simples, que se dan sin buscarse, pero que resultan inevitables cuando se comparte un espacio mínimo, se tienen intereses comunes y se está dispuesto a permitir que cada cual sea y siga siendo tal cual es. Se instaló en el corazón de ambos y ahí anidó, cobijada primero por la convivencia y el diario compartir, fortalecida después por la distancia, empolvada más tarde por el tiempo. Fue una amistad en lo cotidiano –que finalmente es lo más verdadero–, sin que jamás mediaran intereses, servicios o cualquier detalle de esos que suelen ser catalizadores de afectos. De relación laboral y obligada vecindad (nuestra oficina de tres por tres resultó cómplice) pasó a “comadrería” y las clases de literatura y arte hallaron sustancia en los tacos de barbacoa que devorábamos a media mañana, en vez del café de los maestros más civilizados. Pronto conjugamos en igual tiempo y modo los verbos que construyen las cosas simples y no tan simples de la vida: hacer un examen, ir al mercado, preparar un guiso, probar una dieta, brindar por el gusto de ser, calentar un biberón, hacer cuentas, escribir un discurso, enfrentar el drama diario del salón de clases, cantar canciones o comentar las ideas de un libro. Conversamos mucho, lo escuché y ocasionalmente fui una especie de altavoz para su pensamiento, eventual alter-ego con quien revisaba opciones, abordaba dilemas, compartía miedos: ¿irse o quedarse?, ¿familia o carrera?, ¿México o el extranjero? Teatro sí, pero… ¿televisión? Al marcharse, seguimos dialogando. Las últimas cartas que llegaron a mi casa en sobre y timbradas (no cuentas ni avisos publicitarios) fueron suyas. Creo que, habiéndose generalizado el uso del e-mail con sus posibilidades de comunicación impersonal, rápida y segura, ambos reservamos la dificultad de conseguir estampillas y la incertidumbre del correo, como precio que debíamos pagar por el cariño que por años seguimos patentándonos. Nos volvimos a ver muy poco y nos aferramos al pasado mucho menos. Fuimos amigos de verdad en el momento en que debimos serlo y cada cual escribió su historia con las herramientas y por las rutas que tuvo a su alcance. En la intersección entre ambas, lo que fue trivial descubre hoy su real importancia: Rogelio es parte de mi vida y no puede echarlo al cajón de recuerdos sólo porque se haya muerto. Quisiera desear que descanse en paz, pero siento que esto iría contra su naturaleza. Ojalá que, donde esté, continúe viviendo la agitación de cada día, la inquietud de probar cosas nuevas, la emoción del estreno, la borrachera de las funciones plenas o la consoladora del fracaso. Soplo sobre el polvo que fue cubriendo nuestra amistad y la encuentro intacta, protegida de los roces que el día a día de muchos años pudieran haberla dañado. Pienso en él y mi memoria, cual trapo de sacudir limpio y bien aceitado, me lo devuelve en imágenes lustrosas, brillantes, como recién formadas, donde ni el tiempo, ni la amargura, las arrugas o el dolor tienen nada qué hacer.
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