Cuando he visitado algunas de las antiguas ciudades coloniales de nuestro país, siempre lamento que les hayan cambiado el nombre a sus callejuelas: la que hoy puede ser “Morelos”, quizá anteriormente era llamada, “Calle del jinete sin cabeza”, o bien la recién bautizada “Independencia”, quizá antes se denominaba “Camino real”. Sus nombres anteriores dan cuenta de una época, de la mentalidad anterior, de la geografía, de lo significativo en esa sociedad. ¿Cuándo y quién decide cambiarles de nombre? Probablemente alguna autoridad que borra de un plumazo la identidad que se resguarda en ese distintivo.
Y es que el nombre, el de una persona, de una institución, de una calle, de una ciudad, otorga identidad, es lo que constituye y marca la diferencia con otros. El nombre propio, por ejemplo, se entrelaza con lo que hemos sido, lo que vamos siendo y lo que recibimos como herencia. Éste puede ser el mismo del padre o de la madre, y mediante este acto se expresa la intención clara de la vigencia del grupo familiar a través del tiempo, de que el hijo o la hija puedan ser reconocidos como vástagos de tal o cual persona. Algunos bebés reciben el nombre de una tía, de un abuelo, de un primo queridos, para que éstos sean recordados y se adquieran simbólicamente sus atributos. A principios del siglo XX, era bastante común que si se le daba el nombre a un niño y moría, el siguiente en nacer adoptaría el mismo del anterior. Y esto nos deja ver que no existía la noción de individuo tan desarrollada como ahora. Por otra parte, una práctica cultural muy extendida, fue el bautizar a los recién nacidos con el nombre del santo de ese día y, no hace falta decirlo, en algunos casos resultaban bastante extraños. El santoral marcaba el destino individual y eso también quería decir algo. Por el contrario, hoy los medios de comunicación tienden a proporcionar a los recién nacidos su identidad, y entonces una niña puede llamarse como la heroína de la telenovela vigente, o incluso como la actriz con todo y apellido o bien, el niño adoptar el de un gran jugador de fútbol. Y ello también posee un significado.
Es raro que una persona cambie de nombre, aunque la Ley lo permite en algunos casos: cuando el nombre propio le cause afrenta, o en situaciones de adopción, desconocimiento o reconocimiento de la paternidad o maternidad; también cuando se presenta homonimia, o bien, cuando alguien hubiere sido conocido con nombre diferente al que aparece en su acta de nacimiento. Sin embargo, normalmente, permanecemos con el nombre asignado hasta el momento de la muerte, a menos de que con el cambio también se quiera expresar una metamorfosis.
Pienso en el caso de Cat Stevens, aquel cantante y compositor que hizo las delicias de muchos setenteros. Nació llamándose Stephen Demetri Geourgios. Sin embargo, el entrar al mundo de la música, adquirió el mote de Cat Stevens. En 1968 contrajo tuberculosis y durante la recuperación, en la que tardó casi un año, leyó el Corán que caló hondo en su búsqueda espiritual. Nueve años después se convirtió formalmente al Islam y adoptó el nombre de Yusuf Islam. En su cambio de nombre quiso decir que se consideraba ya otra persona, que había muerto su identidad anterior.
Otro ejemplo se presenta durante las revoluciones y es ahí donde nos damos cuenta que los nombres no son simples letras asociadas a un lugar, a una calle, a una plaza, sino que tienen un significado simbólico. Entre las primeras acciones que el Frente Sandinista de Liberación Nacional efectuó en Nicaragua, fue el cambio de los nombres de sus calles. No hubo más avenidas Somoza. En la revolución mexicana, muchas plazas adoptaron el apellido “de armas”, precisamente porque ahí se reunían las tropas revolucionarias. Nuestra plaza principal tomó ese apelativo, pues antes se llamaba Dos de Abril, que hacía referencia a una de las batallas más gloriosas librada contra los franceses, en la que Porfirio Díaz fungió como estratega. Como Porfirio Díaz se convirtió en enemigo de la revolución, desapareció su nombre del mapa mexicano. En estos casos, se quiere testificar un rompimiento con la identidad previa, ligada a otros grupos de poder político y/o económico.
Otra situación frecuente, es cuando se quiere honrar a un personaje público y se le bautiza o rebautiza con su nombre a un lugar: una sala, un museo, una ciudad, etcétera. En nuestros libros de historia siempre aparecía la ciudad de Valladolid y se añadía, entre paréntesis, (hoy Morelia), pues se había modificado en honor a José María Morelos. Un reciente caso en nuestra ciudad es el teatro Mayrán. Ante el fallecimiento de uno de sus fundadores, Alfonso Garibay, se le cambió el nombre y adoptó el de éste. Sin embargo, aunque se le reconocen innumerables atributos, no sólo ligados al teatro, sino a la Escuela de Audición y Lenguaje, he escuchado comentarios que muestran inconformidad por la designación. Se argumenta la falta de respeto por el nombre que acordaron sus fundadores, con referencia a la región, y por otra, porque fueron varios quienes pusieron los cimientos de este lugar. De alguna manera, se desdibuja parte de la historia.
¿Por qué traigo el tema de la identidad y el nombre a colación? Por el rumor que escuché –aclaro que es sólo un rumor y no tengo información oficial al respecto— de que la escuela Carlos Pereyra, cambiará su nombre por alguno ligado a la Compañía de Jesús. Y dado que existen numerosas generaciones que hemos egresado de esa institución y que somos “pereyranos” de corazón, me permito poner sobre la mesa esta discusión.
En principio, sabemos que el nombre de una institución, responde al momento histórico de sus fundadores. ¿Por qué aquellos jesuitas y profesores decidieron ponerle por nombre a esta escuela Carlos Pereyra? Quizá porque era coahuilense, historiador, ensayista. En pocas palabras, humanista. Aunque hoy pudiera criticársele su rechazo a la revolución mexicana, Carlos Pereyra se arraigó en este terruño a la escuela jesuita y terminó siendo “La Pereyra”, es decir, la escuela Pereyra. Es curioso, pero quizá pocos alumnos conozcan quién fue Carlos Pereyra, yo no lo supe cuando cursé ahí mi preparatoria, pero creo que para cada uno de los que hemos estado en sus aulas, Pereyra significa los jesuitas que nos han tocado en ese momento como rectores y como asesores espirituales, los profesores, los amigos que hacemos ahí y que duran toda la vida, las instalaciones, los de la “tiendita”, los intendentes (Lencho ha sido conocido por innumerables generaciones). Pereyra significa interjesuíticos, la banda tocando con su magnífico estruendo en su llegada a la Iglesia de Guadalupe durante las peregrinaciones, en los bailes de coronación, en las graduaciones; Pereyra son los retiros, los encuentros con Cristo, las misiones a los ejidos cercanos. Son los kotskas, los castigos militares que formaban parte de la enseñanza de hace muchos años, como hacer “patitos” en el patio, las medallas que se ganaban por méritos. Pereyra es la identidad que une a generaciones de abuelos, padres y nietos, quienes hemos recibido educación en el mismo lugar, bajo el mismo nombre, con la misma pedagogía ignaciana, bajo la mirada de Ignacio de Loyola. Nadie duda que Pereyra es formación ignaciana. De eso estoy segura. ¿Por qué cambiarle el nombre? ¿Por qué cambiar lo que nos designa y se encuentra ya enraizado en los miles de egresados? ¿Por qué negar nuestro pasado, si ha sido riquísimo en experiencia? Ni siquiera fue necesario que nos dieran clases de valores, porque los vivíamos y los experimentábamos... La Pereyra ya somos todos, y no nos han preguntado si queremos llamarnos de otra manera. Al cuestionar este asunto, sólo estamos siguiendo lo que la misma Pereyra nos enseñó: a ser reflexivos, críticos, seres pensantes. ¿Quieres que le cambien de nombre a tu institución?
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