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Las laguneras opinan

Laura Orellana Trinidad

El mar ha sido siempre el mismo, pero nuestra forma de acercarnos a él, de aprehenderlo, de mirarlo, cambió radicalmente en el transcurso del siglo XX, especialmente en sus últimas décadas y así lo atestigua la historia del turismo y de las principales playas de nuestro país. Tomar una vacación en el mar puede ser hoy –para quienes poseen recursos económicos- de una complejidad asombrosa.

El mar y sus puertos, durante el siglo XIX, eran lugares de trabajo, de pesca, de comercialización de productos, de transportación de personas. Sin embargo, a fines del decimonónico y con los avances de la medicina y de la higiene, el agua marina, la humedad, el sol y el agua, ganaron reputación como elementos tónicos para mejorar la salud. Los baños de mar eran prescritos para una infinidad de dolencias, físicas o del “espíritu”, como afecciones del sistema nervioso, anemia, dolor y debilidad, asma crónico y enfermedades de la piel, entre muchas otras. Por ejemplo, un médico les recomendó a mis abuelos que llevaran a una de sus hijas al mar -todavía niña- para que pudiera aliviarse de una conjuntivitis ocular: la receta consistía en que dentro del agua abriera bien los ojos para curarse. Sin embargo, recuerda que en aquella playa no había nada: ni hoteles, ni otro tipo de servicios.

Quienes visitaban el mar se hospedaban en los pueblos cercanos y se iban a la playa a pasar el día: se llevaban viandas para comer. Era prácticamente como pasar un día de campo. Sólo había algunas cabinas para ponerse aquellos trajes de baño que llegaban hasta la pantorrilla, preservando al cuerpo de las miradas y protegiendo el pudor. Estaban diseñados en colores oscuros, y sólo con algún cuello marinero como adorno, para evocar a quienes vivían de ese elemento.

La mayoría de las personas no conocían el mar (aún hoy muchísimos no tienen esa oportunidad). La música era una forma de imaginarlo. Muchas de las canciones de Cri Cri, transmitidas por la XEW, hablaban de su experiencia como marinero, aunque resulta significativo que no escribió piezas que hablen de ese lugar como vacación o diversión. En Marina, uno de los versos dice: “¿Qué sentirá el marinero, cuando está solo en medio del mar? Entre las olas y el cielo ¡siempre tan lejos de su dulce hogar!”; en La Guacamaya canta: “Lejos de aquí, cerca del mar, en la famosa Huasteca, un periquín, se encaprichó por una verde muñeca...”. Es imposible no recordar a La Negrita Cucurumbé, quien: “...a la playa se acercó, envidiando a las conchitas, por su pálido color”. Otras piezas de este inolvidable compositor son La Sirenita, El marinero, Barquito de nuez, todas ellas con referencias a los marineros, los dueños del mar, sus propietarios.

El progreso industrial durante los años cuarenta, debido entre otros factores a las ventajas económicas reportadas durante la Segunda Guerra Mundial, ocasionaron un incipiente desarrollo turístico en algunos puertos; el mar y sus playas comenzaron a ser un lugar de descanso y relajación, incluso a ser vistos como espacios en donde fluye el amor. No resultan casuales la serie de canciones dedicadas a Acapulco desde mediados de esa década hasta los sesenta, periodo en que cobró auge ese puerto, reconocido internacionalmente.. “Acuérdate de Acapulco...” así comenzaban los versos que Agustín Lara dedicó a María Félix. Vámonos para Acapulco, de Antonio Escobar, pieza compuesta en 1958, evocaba entre las parejas de aquel entonces la ilusión del amor apasionado entre la vegetación y las olas: “Vámonos para Acapulco, vamos a gozar de veras, a esconder entre palmeras nuestro romance de amor”. Tomás Méndez, creador de Paloma Negra y Cucurrucucú Paloma, le dedicó en 1960, como muchos otros, una canción al puerto: Ojos de Acapulco.

Los hoteles comenzaron a surgir para los vacacionistas ya desde los cuarenta, aunque resulta interesante su ubicación, pues no se encontraban situados a la orilla del mar, como hoy se acostumbra: se guardaba cierta distancia, muchas veces interpuesta por el malecón. Al mar se le mira desde el balcón, se le observa, se disfruta el ir y venir de las blancas olas. En Mazatlán, la playa que nos queda más cerca a los laguneros, los hoteles más antiguos están ubicados lejos de la playa, y no es sino hasta la década de los sesenta, en que se desarrolla la llamada “zona dorada”, que se establecen junto al mar.

Puerto Vallarta, sólo por citar otro puerto, hasta mediados del siglo XX, era básicamente un pueblo. Es notable que alcanzó la categoría de “ciudad”, cuatro años después de comercializarse la película “La noche de la iguana” del director John Houston, que tenía como protagonistas, nada menos que a Richard Burton y Elizabeth Taylor. Su redescubrimiento disparó su atracción turística y de ahí en adelante se ha convertido en una zona cosmopolita, con múltiples desarrollos inmobiliarios, cuyos terrenos se ofrecen predominantemente a los extranjeros en dólares.

Hoy es precisamente la industria turística, la que orienta nuestra forma de acercarnos al mar, dispone los elementos que considera necesarios para lograr la diversión y el descanso. Inventa nuevas modalidades que mantengan el negocio y el interés de todo tipo de turistas. Así surgió la idea de pensar no sólo en las vacaciones familiares propias, sino en las de los hijos, los nietos y los bisnietos. El programa de “tiempo compartido” por el que se compra un cuarto de hotel durante una semana al año pagando un mantenimiento, asegura la constante presencia de visitantes. Los hoteles compiten por dar mayores lujos y comodidades a sus clientes y organizar su esparcimiento: existen animadores que entretienen a niños y adultos, presentando desde shows de payasos hasta noches mexicanas con voladores de Papantla incluidos. El mar, que otrora permanecía tranquilo y silencioso, se encuentra repleto de bananas, motocicletas de mar y playa, paracaídas, barcos en donde en su trayecto, los jóvenes pueden emborracharse a placer. Y la música. Es una constante en cualquier playa.

Para acercarnos al mar, hoy debemos ir pertrechados y a la moda, bajo una capa de bloqueador solar del número 45, lentes de sol, sombreros, pareos, cámaras de video para captar hasta el último detalle de nuestro viaje y trajes de baño que en menos de un siglo dejaron todo al descubierto. Las playas son los lugares de vacación por excelencia para los jóvenes y los lunamieleros. Por cierto, resulta irónico que las parejas mexicanas recién casadas, que poseen suficientes recursos económicos, prefieran irse a la Polinesia Francesa, mientras que extranjeros de todo el mundo llegan a Cancún, Acapulco, Ixtapa y Los Cabos, alabando las cualidades únicas de nuestro entorno.

Nos gusta violar a las playas “vírgenes”, aquellas que conservan la maleza salvaje, repletas de cangrejos y de conchitas. Dentro de poco, sólo las fotografías darán cuenta de cómo eran las playas mexicanas, aunque lamentablemente, no es un fenómeno propio, sino mundial. Joan Manuel Serrat tuvo que escribir en 1984, una canción de denuncia dedicada al mar, muy diferente de la idílica “Mediterráneo” escrita años antes. Es un llanto al mar, un lamento escrito en catalán, en el que considera que el mar ya no es buen lugar para morir, para dejarse ir, porque antes el mar será avasallado, fulminado por la incompetencia del género humano. ¡Y de eso hace ya 20 años! ¿Qué quedará del mar?

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lorellanatrinidad@yahoo.com

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