Buscando otras cosas, apareció en un rincón de la parte superior del clóset, aquella vieja caja de cartón en la que había guardado un montón de cosas aparentemente inútiles, pero de una grande significación para mí.
Todos guardamos por ahí algunas cosas que en determinado momento fueron útiles y especiales para nosotros, pero que a la vuelta de los años se volvieron solo trebejos.
Algunas de ellas eran pequeños objetos de poca o nula monta. Como un trompo cascado, un mazo de cartas, una cajetilla de cigarros con unos cuantos pitillos y un llavero.
En el fondo de la caja había papeles, solo papeles. Unas cartas en las que narraba experiencias de aquel viaje a California, que fue la primera incursión que realicé solo al extranjero. Unos versos libres escritos al vuelo y en papel fino, una serie de anotaciones colocadas adentro de un sobre de igual calidad, en cuya parte frontal se leía: “Las lecciones del Ángel”.
Cuando la vi inmediatamente recordé aquella noche y aquel sueño del que derivaron esos apuntes. No fue una noche placentera, porque tenía fiebre. Eran los años en que casi había abandonado la niñez y comenzaba a adentrarme en la pubertad.
En el sueño caminaba por un paraje de tinieblas. De árboles quemados, deshojados. Deambulaba en un bosque que había sido arrasado por un incendio. Nada ahí tenía vida. Todo era desolación y muerte.
Tras de mí, comenzó a brillar una luz tan intensa que cuando me di vuelta para verla de frente me cegó por completo.
Instintivamente traté de proteger mis ojos con la palma de la mano y fue entonces cuando escuché una voz que me decía: ¿Por qué has dejado de creer?.
Me quedé mudo por la sorpresa y cegado por la intensidad de la luz que comenzaba a ceder, pero aún no me permitía ver con claridad.
La voz repitió la misma pregunta y antes de que pudiera formular respuesta logré ver la figura de un hombre alto, vestido con una túnica blanca con ribetes dorados y sobre sus hombros llevaba una especie de capa color vino que le caía frente al pecho.
¿Dejado de creer en qué? -le respondí, al tiempo que preguntaba: ¿Quién eres?.
Soy Aerróm, tu ángel de la guarda. ¿No me reconoces? –me dijo.
— No. No te recuerdo.
— Pero si solías encomendarte a mí todas las noches. Me buscabas para que acudiera en tu auxilio. Me pedías que intercediera por ti y una representación mía estuvo durante muchos años al lado de tu cama. Recuerda, era una estampa en donde un pequeño niño cruza un puente y a su lado va un ángel protegiéndolo.
Entonces, lo recordé todo. Pero guardé silencio sobre esos recuerdos.
¿Qué quieres de mí? -pregunté.
Sólo que me digas, ¿por qué has dejado de creer?.
No lo sé a ciencia cierta. Supongo que un día alguien me dijo que, como otras cosas, otras figuras, tú tampoco existías y dejé de creer en ti y de buscarte.
Después, el diálogo se centró en aspectos de mi vida persona que no vienen a cuento. Al final, me dijo:
Te voy a dejar unas cuantas lecciones que te serán útiles en los años venideros y no vuelvas a olvidar que siempre puedes recurrir a mí.
En ese papel, intacto a pesar del tiempo, leí entonces estas sencillas pero valiosas lecciones:
*Mucha gente entra y sale de tu vida. Pero sólo los verdaderos amigos dejan huella en tu corazón.
*Para controlarte usa tu cabeza. Para controlar a otros usa tu corazón.
*Las mentes grandes discuten ideas. Las medianas, eventos. Y las pequeñas mentes discuten sólo sobre chismes.
*Aprende siempre de los errores de otros, porque puede ser que no tengas tiempo suficiente para aprender de tus propios errores.
Éstas y otras lecciones me dejó Aerróm en aquel sueño y las anoté al despertar. Otras más las he aprendido desde que volví a creer.
Pero...¿por qué dejamos de creer?.