El cielo se vistió de gris y la lluvia intermitente hizo que la nostalgia me atrapara de nuevo. Parece que el otoño se adelantó y se presenta con una carga especial de recuerdos.
Si a eso le añadimos una deliciosa y nostálgica velada en casa de Mario y Mabel, el escenario se completa, pues advertí que no soy el único que se sumerge en las aguas de los viejos recuerdos.
“Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia. Pero su tren vendió boleto de ida y vuelta. Son aquellas pequeñas cosas, que nos dejó tiempo de rosas; en un rincón, en un papel o en un cajón”.
Estas palabras de Serrat calaban hondo en la memoria y arrastraban los recuerdos al presente.
En forma atropellada iban haciendo acto de presencia muchos recuerdos, pero cada uno representaba un jirón de historia personal. Y así, como las “pequeñas cosas”, al consciente acudían lo mismo una rosa seca guardada entre las hojas de un libro, que un pedazo de papel con unas cuantas líneas pergeñadas en verso libre con el dato de una ciudad y una fecha, una fotografía; o el olor del tabaco apisonado en una pipa que hace años no se usa.
La voz de Juan Manuel se escuchaba a distancia cantando uno de los poemas inmortales de Miguel Hernández: “Para la libertad, sangro lucho, pervivo. Para la libertad. Mis ojos y mis manos, como un árbol carnal, generoso y cautivo, doy a los cirujanos...”.
Cada cual se iba adentrando a su manera en sus propios recuerdos, que por momentos eran compartidos con aquel grupo tan heterogéneo que al paso de los años se ha mantenido vinculado al través de los lazos de la amistad.
“A veces –dice Benedetti – uno es manantial entre rocas y otras veces un árbol con las últimas hojas”.
Y en efecto, en aquellos tiempos en que todo era fuerza, sueños, miles de sueños y energía desbordante, las reuniones de amigos no se entretenían con los recuerdos, porque casi no había qué recordar.
Entonces, las conversaciones veían hacia el futuro. Era el manantial que descendía impetuoso golpeando las rocas, horadándolas, arrastrándolas si era necesario.
Pero llega el otoño de la vida y entonces hay mucho qué recordar. Hay tantas cosas por las cuales sentir nostalgia que basta una simple palabra, la lluvia incesante o una vieja canción para que la memoria vuele en pos de recuerdos cuidadosamente guardados.
Siguiendo a Benedetti, podríamos decir que todavía hay hojas en el árbol. Y confiamos en que no sean las últimas. Pero a pesar de su raíz profunda, él sabe que cada vez tiene menos sabia. Cada vez le cuesta más trabajo superar el invierno.
Entre esos recuerdos que nos llegan desde lejos, se encuentran sin duda los primeros juguetes de los que tenemos memoria.
La primera bicicleta que nos permitía ir más allá de la banqueta de la casa. Los patines en que volábamos por los andadores de la Alameda. El imprescindible balón de futbol y el rifle de dardos con el que absurdamente jugábamos a la guerra.
Aquel pantalón largo que nos compraron para ir por primera vez a la escuela. Los zapatos de vestir y la camisa de domingo, que lo mismo nos servía para ir a misa que a las fiestas familiares o de amigos.
Al salir de la primaria, lo usual era que te regalaran un reloj. Tu primer reloj. Aún recuerdo la cara de mi padre y mi felicidad cuando me entregó, apenas terminada la ceremonia de graduación, un precioso reloj “Eternamatic Kontiki”. Muchos años después, cuando adquirí otro, ese reloj se lo entregué a mi madre para que lo guardara. Lo debe haber guardado tan bien que nunca más volví a saber de él. Pero no olvido que fue mi primer reloj y las circunstancias en que me lo entregaron.
Los aromas nos traen recuerdos especiales. Así, podría reconocer sin temor a equivocarme la loción que usaba mi padre o el perfume de mi madre.
Pero al mismo tiempo recuerdo perfectamente cuál fue mi primera loción, pues como para cualquiera esos simples hechos, esas pequeñas cosas, marcan hitos en la vida personal.
¿Hay alguien que pueda borrar de su memoria el olor de la cocina familiar? Lo dudo. En especial yo recuerdo las tardes en que mi madre se ponía a hacer tortillas de harina y desde la puerta podíamos percibir ese delicioso aroma que nos invitaba a llegar sin dilaciones hasta ella.
Del tiempo en que nos abrimos a las sensaciones corporales, la mente ha acumulado recuerdos maravillosos.
La primera vez que tomamos de la mano a una mujer. El primer beso arrancado o robado con la premura de quien teme recibir un grave castigo por su osadía.
La maravillosa sensación que producen nuestras manos al tocar, acariciar, el cuerpo de una mujer.
La primera ocasión en que compartimos el lecho con la mujer amada. Su cálida mirada al despertar, o sus brazos amorosos cuando regresábamos de un largo viaje.
¿Puedes olvidar la primera vez que tuviste en los brazos a tu hijo? ¿Aquel momento en que lo escuchaste decir mamá o papá?
Sí, son esas pequeñas cosas que como dice Serrat: “...el viento arrastra allá o aquí. Que te sonríen tristes y nos hace que, lloremos cuando nadie nos ve”.