No siempre es fácil elegir el tema para esta columna y ciertamente no es por falta de sucesos. Si hay algo que no escasea en México son noticias. Algunas son como guiones de telenovelas; los medios de comunicación las van dosificando, exprimiéndolas y especulando, creando hipótesis alternativas, hasta que ya no queda nada más que un bagazo seco y polvoso. Otras son tan infladas que al final del día, de tan manoseadas y comentadas, truenan y pierden el aire. Existen noticias reciclables, que se archivan por un tiempo y se resucitan con calculada puntualidad o cuando no hay nada mejor.
Sin embargo, hay ésas que en un principio causan gran revuelo por escandalosas y todo mundo las comenta (pero sólo por encimita) y pasan los días y otras nuevas ocupan el primer plano, pero aquéllas se quedan sin digerir y a veces es preciso analizarlas y reflexionarlas porque el hecho de que hayan sido suplantadas no les quita relevancia y además, el ejercicio nos ayuda a conservar nuestra capacidad de asombro, sobre todo para hacernos conscientes de la gravedad de algunos sucesos que por la inmediatez van quedando casi instantáneamente en el olvido.
De seguro mucha gente aún recuerda que en México era muy común decir “Si mi Padre Dios me da licencia” o “Si Diosito me concede licencia...”, los motivos eran infinitos: desde curarse de una enfermedad, salir de cualquier trance difícil, ir a Acapulco en Semana Santa o hasta sacarse la lotería.
El significado de la palabra, literalmente, es “tener permiso”. Tal es el sentido por ejemplo, de la licencia para manejar, un documento que avala el permiso para conducir un vehículo. Existe también la acepción de “licencia poética”: es el permiso autónomo que se da un poeta para transgredir las reglas formales: métrica, ritmo, rima y agrupamiento de los versos en estrofas. Ya casi nadie se da licencia poética porque la poesía libre es la más común y omite casi todas las reglas, excepto la del ritmo.
Es importante mencionar que en el caso de la licencia para manejar, hay países en donde después de cierto número de infracciones, puede ser revocada temporal o definitivamente, porque claro, un conductor con varias multas por conducir en estado de ebriedad, por ejemplo, es una amenaza para la vida de muchas personas. Aquí en México existe esa regla, pero en teoría.
Últimamente hemos escuchado mucho la frase “pidió licencia” al Congreso o a la Cámara de Diputados. Fue el caso del diputado Kawaghi y más recientemente el de Tomás Ruiz. Las razones de cada uno difieren bastante, por lo que resulta curioso que de cualquier manera se les otorgó “la licencia”. Veamos: Kawaghi la pidió para participar en un espectáculo televisivo de dudosísima calidad. (La palabra dudosísima no es exacta: la calidad es evidentemente pésima.) Y no satisfecho con su licencia, tuvo la libertad y desfachatez de regresar en su categoría de diputado, con todas las prestaciones y atributos que este cargo conlleva.
Sus razones para haber solicitado la licencia: participar en un experimento de enorme audiencia y que los mexicanos que libremente decidieran verlo, lo hicieran durante 60 días y lo conocieran en su triste intimidad. Deplorables razones. Hablan por sí solas del nivel de irresponsabilidad de uno y el enorme morbo de la audiencia, ambas muestras, desafortunadamente, del nivel educativo de una gran mayoría de mexicanos. Pero lo verdaderamente aterrador es que bajo la manipulada premisa de libertad, la Cámara de Diputados haya avalado y aprobado semejante conducta y no satisfechos con ella, lo hayan acogido nuevamente en su cargo, como si tal cosa.
El caso de Tomás Ruiz difiere un poco. Independientemente de si sus co-partidarios consideraron el hecho un acto de traición o si el diputado Ruiz tiene en su haber conductas anteriores poco edificantes, por lo menos asumió la avalancha de críticas con argumentos mejor elaborados que el exhibicionista anterior, a saber: que la virtual parálisis de la Cámara durante los últimos cuatro años lo animó a aceptar la invitación que tan gentilmente le extendiera el presidente Fox, ya que como director de la Lotería Nacional tendría una mejor oportunidad de servir a México. Puede ser que él y sus familiares más cercanos se lo crean.
El caso es que en ambas situaciones, la Cámara de Diputados aprobó las licencias. Sería interesante saber si existe la experiencia de que se haya negado anteriormente alguna licencia (a no ser la del Presidente para viajar o aceptar premios de la FAO) y cuáles serían las razones para ello, porque parece que no las hay. Al contrario, las discusiones se centraron en si “la pidió antes de aceptar” o si aunque se la den, por el motivo que sea, pueden volver a su puesto anterior y aquí no ha pasado nada. Nunca se ha oído que a un diputado se le “revoque” no sólo su licencia, sino su derecho a regresar al puesto.
Estas situaciones parecen ser endémicas en nuestro sistema político y hasta que la sociedad civil se haga verdaderamente fuerte y presente para exigir un cambio real en la conducta de políticos, funcionarios y autoridades, seguiremos oyendo lo mismo.
Y como estamos en el tema de las licencias, me voy a tomar la de rendir en este breve espacio un homenaje al querido poeta Pablo Neruda, con motivo del centenario de su nacimiento. Neruda sí tenía, incuestionablemente “licencia de Diosito” para dominar las palabras y los temas de su poesía. Ningún poeta como él para dedicar extraordinarias odas, no sólo al amor, al mar y a la noche, sino a la papa, al aceite de oliva, a la lluvia, al alambre de púas y al diccionario.
El idioma es tan flexible que se adapta a la creatividad de quien lo domina, pero la acepción de las palabras no es ilimitada, tiene un sentido, un significado. Hay quienes lo doblegan sin ninguna responsabilidad, como es el caso de los políticos y diputados con la palabra “licencia”. Y hay verdaderos artífices, que las eligen como perlas: así es Pablo Neruda.
Y para concluir con mayor amabilidad, me permito también la licencia de transcribir las últimas palabras de un texto que Neruda dedicó precisamente a “la palabra”:
“...Qué buen poema el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo... Todo se lo tragaban con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras”.