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Locuacidad

Federico Reyes Heroles

Conocemos el síndrome. Los mexicanos, por desgracia, hemos sido sus víctimas. ¿Ocurre en otros países? Sí, es la respuesta. El poder altera, trastorna, enloquece. Los gobernantes dejan de ser racionales, en ese sentido pierden la razón. La gran producción de dictadores de América Latina del Dr. Francia en el Paraguay retratado magistralmente por Roa Bastos, a Trujillo en La Dominicana recuperado espléndidamente por Vargas Llosa nos debe mantener alertas. Y faltan varios. Es una enfermedad común y muy peligrosa. Nuestros casos históricos más sonados quizá sean Santa Anna, allí están los espléndidos libros de don Enrique González Pedrero, y Porfirio Díaz. Su saga da para una gran novela. Pero la locuacidad en los gobernantes no sólo remite a tiempos lejanos, es un riesgo siempre presente. ¿En que consiste la enfermedad? Es bastante fácil de detectar. De entrada los gobernantes se pelean con el mundo. Dicen que nadie los comprende. Sólo ellos saben por qué hacen las cosas. Después se convierten en sus principales enemigos, son irracionales: sus acciones los perjudican y como maldición no dejan de hacer cosas. Además sus debilidades se agigantan. Se obsesionan con algunos temas. No escuchan, ven enemigos por todas partes. ¿Qué provoca la locuacidad del poder? Por supuesto hay mucho de vida institucional. En las democracias consolidadas la incidencia es mucho menor. Los gobernantes están expuestos todos los días a los pesos y contrapesos. La concentración de poder disminuye notablemente. Las críticas abundan. Pero aún allí se presentan casos: Menem o Berlusconi. El tiempo juega un papel central, a algunos los asienta en el poder, Mitterand, a muchos en cambio los desquicia. Quiere decir que también hay algo de la madera interna de los individuos, en sus equilibrios emocionales, en su capacidad para digerir el poder. Ver llegar el final, dejar el poder, dispara la enfermedad. Es difícil señalar la predisposición: algunos sumisos se convierten en déspotas y los déspotas en monstruos. Otros de grisura inicial crecen.

México ha tenido dos casos recientes de locuacidad: Echeverría y López Portillo. Sus últimos dos años son recordados como verdaderas pesadillas. Los daños que causaron al país todavía los estamos pagando. La locuacidad los llevó a actos perversos como las invasiones de tierras en Sonora o la nacionalización de la banca, y también patéticos como los manotazos y las lágrimas. La enfermedad se agrava a gran velocidad, por eso es importante detectarla en sus primeras expresiones. Por fortuna en los últimos tres sexenios la enfermedad nos dejó descansar. De la Madrid, Salinas y Zedillo pueden ser criticados por múltiples motivos pero no padecieron de locuacidad. Quizá por ello olvidamos que la incidencia ha sido alta y peligrosísima.

Caímos además en un error craso: imputamos la locuacidad exclusivamente al autoritarismo que nos gobernaba. Así, al avanzar la democracia, al haber más pluralidad, pesos y contrapesos en las presidencias municipales, en los congresos locales, en la Cámara de Diputados, en el Senado, al ser testigos de una opinión pública cada vez más fuerte, nos descuidamos. El hecho es que hoy tenemos varios casos de gobernadores, incluido el del Distrito Federal, que arriban al final de sus mandatos afectados. Más grave aún, evidentemente la enfermedad ya llegó a la presidencia. “Yo quiero decirle al pueblo de México que los asuntos mexicanos están en buenas manos y el futuro del país están en buenas manos”. “El presidente de México es muy respetado, reconocido por seriedad, por profesionalismo, por la manera en que manejamos los asuntos de México y de Latinoamérica” (sic). Lo increíble es que sea el propio presidente de México —en presencia del brasileño— quién lance el auto halago. Es verdaderamente patético.

Obsesionado e incapaz de conducir el asunto de la señora Marta, el presidente pareciera no registrar los brutales costos que el “jueguito” está trayendo al país. La degradación de la imagen presidencial en las últimas semanas es verdaderamente lacerante, para muestra algunas caricaturas: la señora montándolo como a un caballo, sujetándolo con una correa. Pero como a la prensa nacional la desprecian valdría la pena que vieran otra. Hace meses que la cuestión ya es tema de la prensa internacional: Financial Times, The Economist, Washington Post entre otros. No se trata ya de hacer escarnio, pero quedan dos años de Gobierno y la locuacidad puede agravarse con costos aún mayores. ¿Dónde está el problema, dónde hemos fallado? Vicente Fox está en una situación muy diferente de la de sus predecesores Echeverría y López Portillo. El poder cuasi absoluto, jefe de Estado, de Gobierno, de partido, sin fuerte oposición fue desapareciendo lenta pero sistemáticamente desde el 88, por poner la fecha en que el Presidente ya no pudo modificar la Constitución a su antojo. Por el contrario hoy la presidencia se mira institucionalmente débil. Aun sin mayorías legislativas la enfermedad ronda. La opinión pública del México de hoy no tiene nada que ver con la existente hace tres lustros. Las críticas al Presidente son descarnadas y tampoco han evitado el padecimiento. Permanecen sin embargo otros factores. De entrada la estructura sexenal. Si el presidente hubiese tenido que ir a elecciones en este su cuarto año para buscar otro período, quizá se hubiera cuidado más. Seis años sin tener que ir a una prueba son probablemente demasiados.

Hay otros. Vicente Fox fue recibido como un redentor. Igual que Echeverría frente a Díaz Ordaz caído en el descrédito por el 68; igual que López Portillo frente a un Echeverría que provocaba miedo. Por distintos motivos pero ni De la Madrid por su personalidad, ni Salinas después de la terrible elección, ni Zedillo candidato suplente, fueron coronados. Allí la responsabilidad es de todos: la gente que lo saluda, los medios, la opinión publica, la corte que lo rodea. El veneno de pedir un redentor prendió en Fox, hoy vemos las consecuencias. Finalmente la confusión entre lo público y lo privado. Desde los primeros minutos, al transmitir su asistencia a misa el primer día de su gestión, al referirse a sus hijos antes que a la Nación, Fox resbaló en una terrible herencia monárquica: pensar que él conformaba el Gobierno y no la República. Su falta de formación lo desnudó. De ahí las confusiones menores pero simbólicas como convertir su rancho en lugar público, o utilizar su religiosidad para fines políticos. Pero de todos ellos el error más grave ha sido caer en las redes políticas de su esposa, mirarla como parte de la monarquía. A pesar de la declaración de ayer el daño está hecho.

La locuacidad ha regresado. Por fortuna el poder del Presidente es hoy menor y, sin embargo, hay peligro.

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