“Y de entre todas las cosas de las que un príncipe debe guardarse está la de ser
digno de desprecio y de odio”.
Nicolás Maquiavelo
José López Portillo tiene el dudoso mérito de haber sido electo presidente con el 100 por ciento de los votos oficiales en 1976. Fue candidato del PRI y de dos partidos “paleros”, el Popular Socialista y el Auténtico de la Revolución Mexicana. Acción Nacional no postuló candidato en su contra. Lo hizo el Partido Comunista Mexicano, en la persona del dirigente obrero Valentín Campa, pero sus sufragios no fueron reconocidos formalmente. Al final el Congreso de la Unión, ungido en Colegio Electoral, decretó el triunfo de López Portillo con el 100 por ciento de los votos. Ni siquiera Porfirio Díaz tuvo esa supuesta unanimidad total.
A pesar de ello, al inicio de su sexenio López Portillo generó grandes esperanzas. Su discurso inaugural, el primero de diciembre de 1976, buscaba la conciliación de una nación profundamente dividida y en la que no había instancias legales para las voces de la oposición. En sus tres primeros años de Gobierno López Portillo intentó equilibrar las finanzas públicas y reestablecer la confianza de los inversionistas. Al crear la Secretaría de Programación y Presupuesto pretendió darle a la acción gubernamental una visión de largo plazo. Promovió una reforma política que le dio mayor representación a los partidos de oposición en el Congreso. Legalizó el Partido Comunista y otras organizaciones proscritas. Decretó además una amnistía para los presos políticos.
La economía retomó el crecimiento que había perdido en 1976. La explotación de nuevos yacimientos de petróleo, en un momento en que los precios aumentaban con rapidez, convirtió al país en exportador neto de crudo. López Portillo señaló que el nuevo reto de México era “administrar la abundancia”. Pero, curiosamente, éste fue el inicio del desastre posterior. El Gobierno utilizó el petróleo como colateral para endeudarse de manera espectacular. Lo que no alcanzaba a cubrir con deuda lo financiaba con emisión de dinero. El déficit de presupuesto llegó a un desquiciante 17 por ciento del Producto Interno Bruto. El precio internacional del petróleo, que de menos de tres dólares por barril había alcanzado los 35 dólares, empezó a declinar en 1981.
En el verano, cuando estaba a 31 dólares, el director general de Pemex, Jorge Díaz Serrano, redujo el precio del crudo mexicano para mantener la participación de mercado. En el gabinete el Presidente escuchó las voces de Andrés de Oteyza y otros, destituyó a Díaz Serrano y volvió a subir el precio. Las ventas de petróleo se desplomaron y con ellas las finanzas públicas. López Portillo quemó buena parte de las reservas del país en un vano intento por sostener el peso.
En febrero de 1982 permitió la devaluación, que al cabo de un tiempo se convirtió en desplome. En agosto el secretario de Hacienda, Jesús Silva-Herzog Flores, reconoció que México no podía ya cumplir con el servicio de la deuda externa. El Gobierno estableció un control parcial de cambios y convirtió a pesos las cuentas en dólares en bancos mexicanos a una tasa artificialmente baja, lo cual equivalía a una expropiación parcial sin indemnización. El primero de septiembre, en su dramático último informe de Gobierno, López Portillo culpó a los “sacadólares” y banqueros de los problemas que él mismo había creado. Anunció así un control generalizado de cambios y la “nacionalización” -o más propiamente estatización- de la banca del país. Las fugas de capital se recrudecieron, pero las medidas fueron apoyadas por el aparato político tradicional y por la izquierda. Fidel Velázquez de la CTM organizó manifestaciones de apoyo al presidente y Julio Scherer, director de la revista Proceso, acudió a Los Pinos a felicitar al Presidente.
Al final de su sexenio López Portillo fue vilipendiado como otros ex presidentes. Se dedicó a escribir y a pintar, refugiado en un conjunto de mansiones construidas en torno a una hermosa biblioteca en caracol que la gente conocía como la “Colina del perro”. Si bien se le atribuía una enorme fortuna personal, él afirmaba que vivía de su pensión. El terreno de su casa, decía, se lo había dado casi regalado Fernando Senderos y el dinero para la construcción se lo había prestado su ex colaborador Carlos Hank. José López Portillo murió el 17 de febrero de 2004 en medio de controversias familiares. Él mismo se había identificado años antes como “el último presidente de la Revolución”.
Adoración
José López Portillo es ejemplo de cómo la adoración que los mexicanos le muestran al presidente en funciones puede transformarse en odio. Él, como Luis Echeverría y Carlos Salinas, gozaron de una enorme popularidad, que se convirtió en rechazo al dejar el cargo.
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