Hasta hace unos cuantos años, la noción que teníamos en Occidente de que hay otros sistemas religiosos monoteístas aparte del cristianismo era difusa, por decir lo menos. Claro, sabíamos de la existencia del judaísmo y el Islam, pero esos sistemas rara vez eran tomados en cuenta como factores importantes en el entorno mundial y eran vistos como creencias exóticas y ajenas a nosotros: constituían horizontes lejanos. Y debido a ello, la voluntad o interés por saber algo más acerca de estas religiones era bastante escaso. Todo lo cual ha venido cambiando. Lo malo es que ese cambio ha sido en base a patadas.
No debería haber sido así, pero a eso nos condujo (en parte) la hubris u orgullo desmedido que el Occidente cristiano ha ido nutriendo desde que, hace medio milenio (y sobre todo los últimos dos siglos), expandió sus horizontes por todo el planeta, llevando la cruz y los idiomas europeos a los cinco continentes. Este crecimiento de la presencia e influencia de Europa y sus hijos australianos y americanos (digan lo que digan Marcos y los indigenistas trasnochados, México es hijo de Europa y parte de Occidente; digo, no estoy escribiendo en zoque ni adoro a Huitzilopochtli ni ando con cascabeles en los pies… como creo que ninguno de mis lectores) condujo a una ceguera, autosatisfacción y complacencia que suelen ignorar datos fundamentales y de gran importancia en un mundo que se nos ha estado haciendo chiquito y con culturas y civilizaciones cada vez más interdependientes entre sí. Y por ello muchas situaciones han agarrado fuera de base a Occidente.
Por ejemplo, no estaría de más recordar que los monoteístas somos los menos en esta buena Tierra. Entre cristianos, musulmanes y judíos (las principales religiones que creen en un solo Dios… y por lo tanto, en el mismo) no llegamos al 45 por ciento de la población mundial. En China y la India, los dos países más poblados y que en conjunto representan algo así como el 40 por ciento de la Humanidad, los monoteístas (fundamentalmente musulmanes) son una absoluta minoría. Hay lugares en Xinjiang, en el extremo oeste chino, donde no me sorprendería encontrar personas que en su vida han oído hablar de Jesucristo.
No sólo eso: de acuerdo a las tendencias demográficas prevalecientes, en unos 40 años el Islam va a sobrepasar al cristianismo como el sistema religioso más numeroso del mundo. Y sus fieles van a constituir grupos muy grandes en países donde hace medio siglo no se veía una mezquita ni en maqueta, como Francia y Alemania. Así que más nos vale irnos acercando a esta religión y buscar puntos de contacto con ella. Entendernos resulta ya no sólo una curiosidad cultural: En gran medida, es vital para la supervivencia de todos.
Por supuesto, impactantes y desdichados eventos recientes no hacen sino reforzar, por un lado, la conciencia de lo poco que conocemos a esos “otros” que creen y adoran y viven de manera distinta a la de nosotros. Y por el otro, la intuición de que si muchos problemas gordos que enfrentamos en el siglo XXI se han de resolver, ello tendrá qué ver con lo que ocurra con el alma del Islam y quienes se erijan como sus guías y corrientes principales.
(Ah y aclaro: cuando digo “nosotros” me refiero a los occidentales que, ateos, creyentes o abusados y nos guste o no, somos herederos de una cultura basada en el cristianismo. Es algo así como el hecho indiscutible de que todo mexicano es guadalupano, aunque sea agnóstico, protestante o budista… especialmente cuando los inútiles de Lavolpe van a tirar penaltis).
Uno de los problemas puntuales que impiden o dificultan el (re)conocimiento entre Occidente y el Islam es la manera en que buena parte del gran público se ha enterado de la existencia de esa religión: Vía el terrorismo, la amenaza y la gritería de los fundamentalistas o integristas… la versión más fanática, intolerante y radicalizada de una religión que, en teoría y como toda que se respete (a menos que sea una salvaje y sanguinaria como la azteca, ojo), proclama como objetivos la paz y el respeto entre los hombres y la sacralidad de la vida humana.
¿Por qué se dio este fenómeno? Bueno, primero que nada, como comentábamos arriba, por la ignorancia, que es madre de muchos malos entendidos y de no pocos diputados. Y también porque los medios de comunicación nos han acostumbrado a que después del sustantivo “terroristas” siga el adjetivo “islámicos”, casi de cajón. Lo cual tiene lógica si la religión es el motor principal del accionar de esos individuos o grupos. Pero que no hace sino reforzar la noción de que el Islam es un movimiento peligroso e irracional.
Lo que ha ocurrido es que la imagen que proyecta al resto del mundo ese sistema religioso ha sido secuestrada y acaparada por elementos violentos e intolerantes, que dicen que eso es (o debe ser) el Islam. Y para muchos medios informativos, Gobiernos, locutores y gente común y corriente, resulta más sencillo echar gatos de muy diferente color, moderados o extremistas, en el mismo costal. Pero eso resulta no sólo injusto, sino peligroso. Lo que nos lleva a dos consideraciones sumamente importantes.
La primera es que, ciertamente, los integristas islámicos ven en el Occidente cristiano una amenaza para su religión, entendida como forma de vida y centro de la existencia humana. Según ellos, desde hace al menos un siglo se ha hecho todo lo posible por bocabajear y neutralizar a una civilización, la islámica, que hace mil años era de las más deslumbrantes y poderosas de la Tierra. Hay que recordar que en el año 1000 d. C., mientras Europa estaba sumida en las tinieblas de la Edad Media, China partida en tres estados y Teotihuacan ya llevaba dos siglos deshabitada, en el califato abbasí cuya capital era Bagdad (ojo otra vez) florecía la ciencia y el arte, en un imperio con dos y media veces más población que la europea. Los musulmanes (como los chinos) estuvieron acostumbrados, buena parte de su historia, a ver a la cristiandad como culturalmente inferior. Que ahora copien sus vestimentas, escuchen su música, vean sus películas y coman sus hamburguesas le resulta a los radicales un insulto oprobioso, resultado de una conjura cristiana modelo tabasqueño y una muestra de la perfidia occidental, según ellos encaminada a minar los fundamentos morales de su fe para envilecer y someter a la Umma (la comunidad de los fieles). Las heridas están frescas: el último gran Estado musulmán, el Imperio Otomano, fue vencido, humillado y destazado por Francia, Gran Bretaña e Italia en la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, ningún Estado islámico ha jugado un papel preponderante a nivel mundial. Un siglo sin tener campeón crea muchos agravios… sobre todo si se estaba acostumbrado a la postemporada.
La otra consideración tiene que ver con la manera en que los integristas se han proclamado los verdaderos representantes de los fieles musulmanes… y han convencido a buena parte del mundo de que tal cosa es cierta. Pero siendo tema de mucha miga y digno de amplia discusión, mejor los dejo picados otra semana y le seguimos el próximo domingo, si Dios, Yahvé o Alá (que pa’l caso son el mismo, insisto) quiere.
Consejo no pedido para hallar paz espiritual en pleno arranque de la NFL (y ruéguenle a Quien Sea que funcione la primera selección del draft): lea “El espíritu de Córdoba” (Planeta, 1994) de Ikram Antaki, para que vean de qué puede presumir la civilización musulmana; también hínquele el diente a “El manuscrito carmesí” de Antonio Gala (Premio Planeta 1990), sobre la luminosa civilización andaluza; y lea “Entre los creyentes; un viaje por tierras del Islam” (Quarto, Madrid, 1994), de V. S. Naipaul (Premio Nobel 2001), interesante vistazo al fenómeno religioso por parte de uno de los escritores en lengua inglesa más lúcidos del último medio siglo. Provecho.
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