Los que nacimos durante los últimos cincuenta años gozamos una bendición que, como tantas cosas de nuestra época, de repente se vuelve maldición: la de haber tenido acceso a los medios de comunicación masiva como nunca antes en la historia. Desde que tenemos uso de razón (bueno, es un decir…), hemos visto la tele, palomeado (Dícese del proceso de consumir palomitas en la uterina oscuridad de un cinema) películas de todo el mundo, leído revistas de circulación planetaria y conocido las vidas y milagros de personas con las que jamás hemos de toparnos en persona. Algunos de esos personajes, de hecho, pasaron a formar parte de nuestra cotidianidad de una manera en que vecinos, compañeros de trabajo y coterráneos más o menos cercanos nunca han logrado ni lograrán.
Así, no resulta exagerado afirmar que la muerte de Lady Diana Spencer le resultó llegadora a tantas personas, simplemente porque los avatares de su vida, matrimonio, adulterios y divorcio les resultaban más familiares que los de sus conciudadanos que vivían en la misma cuadra. Y qué decir de su imagen: era más fácil reconocer a Diana en una fotografía de grupo que a la ex compañera de preparatoria en el Oxxo… especialmente si ello ocurría veinte años y veinticinco kilos después.
Así, nos hemos acostumbrado a ciertas fachas, ciertas caras, como acompañantes más o menos permanentes de nuestro deambular por este Valle de Lágrimas. Y de pronto resulta difícil asimilar que ya no veremos más esos rostros.
Algo así ocurrió cuando murió don Fidel Velázquez: como dije antes en este mismo espacio, la mayoría de los mexicanos pensábamos que era inmortal; de manera tal que su desaparición nos agarró fuera de base. Hoy que su cara imperturbable ya no aparece en ningún lado y esos “happenings” de humor ácido que eran sus conferencias de prensa de los lunes son cosa del pasado, nos parece increíble que ambas fueron, durante tanto tiempo, circunstancias inseparables de ese avatar que fue el ser mexicano en el último medio siglo.
Ahora tenemos que prepararnos a prescindir de otro rostro que nos ha acompañado durante las últimas cuatro décadas; que durante ese tiempo representó, para bien o para mal, la lucha de todo un pueblo y cuya desaparición del escenario internacional marca el fin de un capítulo y el inicio de una época incierta e inestable, por todas las cosas que se van a desacomodar. No que antes estuvieran muy acomodadas, de cualquier forma…
Hace cuarenta años Yasser Arafat saltó a la fama mundial como el carismático, bravucón y perennemente mal rasurado líder de la Organización para la Liberación de Palestina. Desde entonces se convirtió en una de las caras más reconocibles del orbe. Aunque mucha gente no entiende aún ni cómo ni de qué va todo el asunto árabe-israelí, la inmensa mayoría sabía que Arafat era el Mero Güeno en la lucha del pueblo palestino por alcanzar la justicia y el desagravio.
Pero también, a estas alturas, hay que ver a Arafat como un símbolo de lo bueno y lo malo, las oportunidades aprovechadas y perdidas, de la causa palestina. Llegó el momento de echar cuentas y hacer un balance. Y ello no es ocioso: el mundo no puede darse el lujo de no aprender de lo ocurrido estas últimas décadas, en las que Arafat jugó un papel tan relevante. Y sin cambiarse el kafiyeh de cuadros en todo ese tiempo, además.
Habría que empezar por algunas consideraciones pertinentes.
Primero que nada, Arafat no comandaba un organismo unificado ni mucho menos. La OLP es un conjunto de grupos, grupúsculos, organizaciones y pandillas que en comparación hacen ver al PRD como un partido modelo de unidad y disciplina. Sus mismos compañeros con harta frecuencia andaban queriendo dejarlo fuera de la jugada: quién sabe cuántos de los atentados a los que sobrevivió Arafat habrán sido orquestados por sus colegas de la OLP.
(Por cierto: los campeones de supervivencia a atentados en el siglo pasado fueron y no en este orden, Arafat, el rey Hussein de Jordania y… Fidel Castro. Este último, evidentemente, desea seguir en la palestra durante un buen rato más. Que al cabo ya estamos acostumbrados… desde siempre).
Cuando se creó la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y Arafat pasó a presidirla, las cosas no mejoraron. La ANP es una serie de instituciones fracturadas, divididas por rencillas y pugnas eternas, saturada de corrupción y nepotismo… fenómenos que el mismo Arafat propició. Valiéndose de su influencia y carisma, Arafat metió con calzador en la ANP a muchos parientes y cuatachos ineptos y vivales. Ello explica que, diez años después de los acuerdos de Oslo, tantas cosas sigan sin funcionar en los territorios bajo administración de la ANP. Claro que el Gobierno palestino de todo le echa la culpa a Israel, a su política de mano pesada desde hace cuatro años, y al estrangulamiento económico a que han sido sometidos los esfuerzos de la ANP. Lo cual tiene su dosis de verdad; pero es también un pretexto muy fácil para evadir responsabilidades. Eso sí, Arafat nunca dijo que los problemas se derivaban de un “compló”.
Al menos no era tan cínico y a sus Bejaranos los reconocía y defendía… por eso se ganó muchos enemigos entre los mismos palestinos.
Los cuales ahora quieren saber dónde quedó la lana que se sospecha Arafat tenía en cuentas privadas a su nombre, dinero que había llegado de todo el mundo como aportaciones para el sufrido pueblo palestino. Cuando Suha Arafat corrió a gritos a la dirigencia palestina del hospital parisino donde su esposo iba entrando en coma, muy probablemente lo hizo para que no le sonsacaran los números de las cuentas secretas suizas que se supone albergan más de un puñado de dólares. Sí, me temo que así se las gastaba. Siempre desconfíen de la gente con poder que se las da de humilde. Especialmente si lo anda cacareando.
Otro reproche que se le puede hacer a Arafat es que no supo aprovechar la oportunidad de oro que tuvo en el verano de 2000, cuando Clinton y Barak le ofrecieron una espléndida (por realizable) propuesta durante la cumbre de Wye River: nunca ha estado más cerca la concreción de un Estado palestino viable e independiente. Arafat, quizá temeroso de lo que fueran a decir (y a intentar en su contra) los radicales de su propio entorno, al grito de “¡Todo o nada!” rechazó el acuerdo. Se quedó sin nada. A las pocas semanas, el provocador Ariel Sharon prendió el fuego de la Segunda Intifada, después llegó al poder, y todo el proceso de paz se fue al demonio.
En la columna del “debe” también hay que apuntársele lo que hizo para que en muchas partes del mundo el término “terrorista” se asocie casi automáticamente con “palestino”. Arafat siempre dijo que esos métodos (que él nunca llamó terrorismo) despertaron la conciencia de la Humanidad sobre el predicamento de su pueblo. Pues sí. De que fueron explícitos y contundentes, eso que ni qué. Pero también privaron al movimiento palestino de muchas simpatías que justamente se merece. Ni el extraño Premio Nobel de la Paz que obtuvo sirve para lavar algunos de los atentados más recordados de nuestros tiempos. Claro, el mismo premio lo recibió otro terrorista de antaño, Menahem Begin. Y luego preguntan por qué el mundo anda patas arriba.
¿Algo positivo? Arafat fue líder y lo fue con plena fuerza, en el momento adecuado. Tras las humillaciones sufridas por los árabes durante los conflictos armados contra Israel (1949, 1956, 1967), Arafat le devolvió la confianza y la autoestima a un pueblo feamente bocabajeado por la ocupación israelí y lo inútiles que habían resultado sus hermanitos árabes. Su aura mesiánica era innegable y supo sacarle provecho paseándose por todo el (Tercer) Mundo, promoviendo el apoyo a su pueblo; apoyo que, antes de él, le había sido pichicateado durante lustros. Para bien o para mal, como decíamos, Arafat pasó a encarnar a su pueblo y su causa.
Ahora ese mismo pueblo deberá ponerse de acuerdo, desechar los dogmas y radicalismos de tanto tiempo atrás y demostrar que le apuesta a la paz. Ya sé que el actual Gobierno israelí es más necio y botarate que un diputado priista, pero valdría la pena intentarlo. Seguir los pasos de Arafat, creo que queda claro, no conducirá a ningún lado… en donde han estado ya demasiado tiempo.
PD: Gracias por la generosidad y el cariño del miércoles (los que estuvieron).
Consejo no pedido para hacerse turbante: Lean “La chica del tambor”, de John LeCarré, sobre el sórdido mundo del espionaje y contraespionaje árabe-israelí. Y vean la película homónima (The little drummer girl, 1984) con Diane Keaton y el vampírico Klaus Kinsky. Ah, y la serie “Band of Brothers” empieza a pasar mañana a las 9 PM en A&E. No se la pierdan. Provecho.
Correo:
francisco.amparan@itesm.mx