A medida que el consumismo materialista nos va ahogando como en un diluvio; que nuestras conocencias más cercanas paulatinamente se encuentran con mayor frecuencia en una pantalla, a través del chateo y que resulta cada vez más difícil caminar por las calles y toparse con seres humanos (por el maldito calor y el pésimo estado de las banquetas), la realidad virtual se ha ido constituyendo, para mucha gente, en la realidad a secas: los niños, por ejemplo, tienen “amiguitos” cuyos rostros desconocen y cuyos apelativos son “Trikster-dexter98” o algo así; pero ignoran el apellido de su profesor y jamás le han dirigido la palabra al chaparrito de la esquina al fondo del salón.
Y de pronto, la televisión se convierte en el vecindario de donde proceden las vivencias que antes se daban y discutían en una terraza al compás de una mecedora. Dígalo si no la cantidad de gente que sabe pelos y señales sobre hábitos y gustos de los mongoloides habitantes de la casa de Big Brother, pero ignora en qué grado escolar está su hijo el de en medio, o si los vecinos ya se reconciliaron luego de la broncota del sábado en la madrugada.
Claro que quejarse de los tiempos idos es una forma fácil de evadir el simple hecho de que estamos envejeciendo. Y que, aún sin admitirlo, este fenómeno ya tiene tiempo. Para acabar pronto, desde que la “caja idiota” hizo su aparición en nuestras salas, hará unos 40 años.
Un servidor recuerda cómo en primaria, allá por 1967 ó 1968, el tema primordial de conversación los martes por la mañana era lo ocurrido en el episodio de “Perdidos en el espacio” que acabábamos de ver la noche anterior. Puedo asegurar que una inmensa mayoría de los chiquillos y chiquillas seguíamos los avatares de la nave “Júpiter Dos” (nunca nos enteramos de qué rayos había ocurrido con la Uno) mejor que cualquier clase o situación familiar. O sea que ya en esos entonces la TV formaba un componente importante en nuestras vidas. Y eso que, según los cánones modernos, esa serie era chafa de toda chafez. Cuando volvemos a ver esos episodios, nos invade la nostalgia. Pero no por acordarnos de aquellos años maravillosos, sino porque salta a la vista lo que nunca pudimos percibir cuando éramos tan inocentes que estábamos contentos con ser gobernados por Díaz Ordaz: que la escenografía era de papel maché, que el robot era esquizofrénico porque sólo le habían puesto dos series de foquitos de Navidad y que el Dr. Smith era notoriamente gay. Un compañero fanático de estas cosas se metió en no sé qué página en Internet y descubrió, para colmo, que más de la mitad de los monstruos y bichos viscosos que aparecieron en los setenta y pico de episodios transmitidos, eran representados por el mismo fulano, que aparecía en los créditos simplemente como “invitado especial”. Por supuesto, nunca nos enteramos de tan curioso casting: el susodicho fulano siempre traía puesto algún traje de caucho o máscara de sapo o de compinche de Ahumada. Suponemos que no aparecía en los créditos principales por una de dos razones: o por cuestión sindical, o porque sería vergonzoso que el mismo actor apareciera una semana como pulpo bípedo y la siguiente como klingoniano con cuernos. Y para acabarla Penny, nuestro amor de cachorro, la niña de la malograda expedición que era interpretada por Ángela Cartwright, de adulta se perdió en películas infames y resultó más fea que las infantas de España. No es por nada, pero de lo poco decente en la versión cinematográfica de 1998 (que, aquí entre nos, es todo un bodrio) es que ese papel lo desempeña Lacey Chabert, un clon de Jennifer Love Hewitt y con la que uno se perdería en cualquier espacio (de hecho, uno se perdería con cualquiera de las dos).
Además y ya para terminar con estas reminiscencias, no recuerdo que haya habido un capítulo final, ni si a fin de cuentas el “Júpiter Dos” regresó a la Tierra y el Dr. Smith pudo quitarse el exceso de sombra para ojos y dejar de jorobar con sus Crepes-Suzzettes. Quizá lo hubo y para entonces ya nuestro interés estaba más en la Copa del Mundo (la de 1970) o alguna chiquilla sin mochila azul, que en ese programa. (¿Alguien me podría ilustrar al respecto? ¿Alguien se acuerda en qué terminó aquella serie de aventuras para oligofrénicos o diputados federales?)
Todo esto pienso que sirve como descargo de quienes se sienten aludidos cuando se habla de la enajenación producida por los seriales de televisión (por no decir nada de las telenovelas). Creo que cualquiera ha caído en esas garras y mientras no se abuse, no hay fijón: es parte de la humana naturaleza y sus consustanciales debilidades. Y claro, estos mal hilados argumentos también vienen a cuento porque esta semana, luego de una década, llega a su fin la serie “Friends”, una de las más exitosas de la historia de la pantalla chica. Y la verdad, eso duele.
Como debe ser, hay una referencia personal (en relación con mi estancia en el Canadá), que me hace a esta serie especialmente entrañable: “Friends” se proyecta en “repeticiones” en casi cada canal de televisión canadiense y a distintos horarios. De manera tal que, cuando resultaba imposible salir a la calle (seis meses al año) por las condiciones climatológicas (ochenta centímetros de nieve, menos 30 grados centígrados), no había mayor delicia que aventarse un maratón de “Friends”: tres o cuatro programas seguiditos. Además, por la programación de cada emisora, los tiempos solían mezclarse de una manera desconcertante y se podían ver programas de la tercera, sexta, cuarta y octava temporadas… en ese orden. De manera tal que un reto extra era saber si Ross estaba o no casado con Rachel es ese programa en particular o con quién rayos andaría saliendo Phoebe (para la estadística: es la más promiscua de la serie, con once parejas, según la contabilidad de los expertos en estas cosas).
“Friends” no sólo es una de las series más vistas en quién sabe cuántos países (básicamente occidentales y angloparlantes), sino que en muchas partes es un referente casi obligado. Por supuesto, ello es fruto de la mera persistencia (si después de ver a seis tipos durante diez años no se les guarda cierta consideración, andamos en problemas), pero también de un hecho indiscutible: al contrario de lo que ocurre con otras series exitosas (recuerdo “Cheers”, recuerdo “Seinfeld”, recuerdo sin querer queriendo a “El Chapulín Colorado”), en “Friends” hemos podido ver una evolución de los personajes. La personalidad, motivaciones y manías de los seis han ido cambiando delante de nuestros ojos a lo largo de una década. Y eso, amigos, eso es la vida. Por eso, aún cuando muchas de las situaciones sean perfectamente inverosímiles (¿Se acuerdan de la fuga del chango de Ross? ¿O el lapsus de éste en plena boda? ¿O los enredos en el lluvioso viaje a las Bahamas? ¿O cómo terminan en la cama Mónica y Chandler en Inglaterra?), sentimos a estos personajes extraña, sensiblemente verdaderos. Porque han cambiado… como con frecuencia lo hemos hecho nosotros. Después de todo, hay que desconfiar de quien cree y hace lo mismo que hace diez o veinte años. Porque entonces, ¿qué ha hecho de su vida? ¿No se ha enterado que el mundo SÍ ha cambiado? Yo por eso, por ejemplo, cuando me topo con alguien que se dice marxista, me alejo de él lo antes posible y se lo cuento (entre lágrimas de conmiseración) a quien más confianza le tengo.
Con la aparición de los DVD’s de “Friends” por temporada, es posible seguir esa evolución. Y viéndolos, quizá lo más sorprendente es que no hayan cancelado la serie después de los primeros cinco capítulos. Recordemos que estamos hablando de seis absolutos novatos desconocidos, que en algunos momentos se ven más nerviosos que el niño que va a recitar la “Suave Patria” sin acordarse de qué diablos hacía el correo chuán. Las personalidades en esa primera temporada son borrosas por decir lo menos: las peculiaridades, eventos del pasado, traumas y fijaciones que luego conoceríamos tan bien, ahí no aparecen por ningún lado. De manera tal que, en esos primeros programas, la serie era tan común y corriente como cualquiera otra de su tipo… o sea, similar a cualquiera de las muchas que, a lo largo de los años, habían tronado como sapos bofos precisamente por su ausencia de originalidad.
Pero aquí había algo más: primero que nada, una gran química entre los actores; y un equipo de escritores que supo darle en el clavo a las identidades que se fueron creando a lo largo del tiempo. De manera tal que me atrevo a decir que podemos saber cómo van a reaccionar estos amigos en una situación dada, con mayor precisión que si de nuestros propios amigos (o vecinos o compañeros) se tratara. Y ello, cabe hacer notar, sin caer en la burda caricatura ni la exageración grosera. Sino, insisto, como resultado de un proceso evolutivo gradual… que es como la gente conforma su personalidad, no con libritos de superación personal en diez fáciles lecciones. Y paradójicamente, nos sirven de estereotipos para calificar a los mutantes con que nos topamos en la vida cotidiana.
Así, vemos en Mónica (Courtney Cox Arquette, de quien nos enamoramos por primera vez allá por 1983, en el video de “Dancing in the dark” del maestro Bruce Springsteen. ¿Se acuerdan? Es la niña que se subía a bailar con The Boss) a la típica obsesiva compulsiva, controladora y con más fijaciones que Lopejobradó. Su pareja Chandler (Mathew Perry) es el chistosito que tiene poco éxito con las mujeres y siempre usa su sentido del humor en los peores momentos posibles. Joey (Matt LeBlanc) es el bon-vivant irresponsable, seductor incomprensible, sin mucha inteligencia pero con mucha simpatía, que uno sabe va a navegar exitosamente por esta vida sin leer jamás ni el periódico. Ross (David Schwimmer) es el intelectual neurótico y nerdiano que sabe todo sobre triceratops y edades geológicas, pero no sabe sumar dos más dos en su vida sentimental y ha tenido una cantidad tan abismal de fracasos que debería esgrimir pero ¡ya! la teoría de un complot de la CIA, Gobernación, Sauron y el Villano Reventón. Su amor (im)posible, Rachel (Jennifer Anniston) es la chica que, de múltiples maneras, sabotea su vida haciendo (hasta ahora) las elecciones equivocadas. Lo contrario de Phoebe (Lisa Kudrow), quien habiendo tenido una historia personal que no podemos calificar sino de haitiana, sobrelleva la existencia con una sencillez envidiable y una ingenuidad exasperante.
A estos seis personajes los hemos seguido durante mucho, mucho tiempo. De alguna forma se han colado a nuestro lenguaje y experiencia y será difícil que salgan, aunque sus aventuras acaben el próximo martes. Y de cualquier manera, algo me dice que las repeticiones seguirán corriendo per sécula seculorum. Así que no vamos a extrañar tanto a estos “Friends”.
Y claro, los podremos ver en el cine, pero a juzgar por lo que han mostrado en la pantalla grande, no va a ser mucho. Es por demás. Cuando Schwimmer aparece en algunos episodios de “Band of Brothers”, nadie le cree su personaje duro e injusto. Digo, ¡es Ross! Lo mismo ocurre con Courtney Cox en “A tres mil millas de Graceland” (2001): imposible que la maniática de Mónica caiga tan fácil en una trampa. Por otro lado, Jennifer Anniston es creíble en “La buena chica” (2002), quizá porque ese personaje puede pasar por ser una Rachel pueblerina.
En fin. Van a tener que cargar con el peso de esos personajes el resto de sus vidas. Claro que no hay que compadecerlos: después de todo, cada actor cobraba ya en las últimas dos temporadas un millón de dólares por episodio; o sea, lo que se clava un perredista defeño (con todo y ligas) más o menos en el mismo tiempo. Pero eso sí: a estos “Friends” sí nos gusta verlos en video. O DVD, total.
Buzón: el Arq. Luis Carlos Herrera me regaña justificadamente, dado que el AC Milán y el Inter son lombardos, no piamonteses. A lo que sólo puedo replicar: p’al caso, son del rumbo…
Consejo no pedido para no añorar Nueva York (ni el café “Central Perk”): escuchen “New York, New York”, con el maestro Sinatra; lean “Furia” (Fury, 2001), de Salman Rushdie. Y vean “Historias de Nueva York” (1989) con segmentos dirigidos por Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y Woody Allen. El primero es en verdad delicioso. Provecho.
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