Una ola de nostalgia mal reprimida azotó al país esta semana. Los que ya peinamos canas (si es que tenemos qué peinar) nos remontamos sin querer queriendo a los fabulosos setenta, cuando este país era muy distinto y el futuro se presentaba luminoso. En aquellos entonces pensábamos que era posible para México alcanzar el Primer Mundo y abatir nuestra milenaria pobreza.
Como sabemos, tales sueños guajiros se esfumaron en unos cuantos días del verano de 1982 y más de veinte años después seguimos con la cruda moral (y cargando las consecuencias) de aquellos tiempos aciagos. Algo me dice que, por eso, no poca gente sintió (no seamos hipócritas) una íntima satisfacción al enterarse del deceso del Villano Mayor de aquellos días, José López Portillo y Pacheco. Aunque hubo quiénes que, como una contemporánea mía, alegaron que debía haber sufrido otros siete años, mínimo.
A lo largo de estos días se han multiplicado las apreciaciones y juicios sobre este personaje que, no sé si por maldad o simple pereza, muchos conocíamos como JoLoPo. La mayoría de ellos han sido negativos y no faltaron imaginativos redactores que titularon la noticia anunciando su entrada en el infierno. Y sí, difícilmente vamos a encontrar un ex presidente más impopular y blanco de la inquina pública que JLP. Y menos, a uno cuyos errores y extravagancias mucha gente tomara como agravio personal: las anécdotas sobre el ex presidente huyendo de salas de espera madrileñas llenas de compatriotas ladrándole en la cara; o de la indignada fayuquera emprendiéndolo a bolsazos en su contra en un Mall de McAllen (ataque del que fue rescatado entonces por su mujer Sasha, quién lo diría) no sólo son auténticas, sino que constituyen un fiel termómetro del sentimiento nacional prevaleciente, incluso muchos años después que el Último Criollo (como lo llamara Enrique Krauze) dejara Los Pinos.
Para el 35% de los mexicanos que nacieron después de 1982, tales sentimientos pueden parecer desmesurados. Después de todo, esos jovenzazos han tenido su coco generacional en Carlos Salinas, culpable de todos los males habidos y por haber y responsable de que los haya cortado la novia. Entonces, ¿por qué tanto brinco estando el suelo tan parejo? ¿Pues qué hizo JoLoPo, preguntan no pocos inmaduros espinilludos?
Arruinó al país, sencillamente. Y no sólo en términos económicos, sino también morales, éticos y psicológicos. Los efectos los estamos sintiendo hasta la fecha. Cabe preguntarse qué hubiera ocurrido de no haber perdido México la Década Perdida (los ochenta). O si tendríamos bancos decentes (y mayoritariamente mexicanos) de no haber ocurrido aquella arrebatada estatización de la banca (que, recordemos, tanto aplaudieron el PRI y la izquierda… que ahora se quejan de los polvos de aquellos lodos). O qué hubiera pasado si la deuda externa contraída, que seguirán pagando nuestros nietos, se hubiera empleado productiva y responsablemente, en lugar de irse en frivolidades, proyectos faraónicos e inútiles y a los bolsillos de incontables y voraces personeros del priismo. No lo olviden: fue el PRI, con su corrupción congénita, su prepotencia e impunidad cínicas, el que hundió a este país. Y Madrazo es un representante fiel de ese priismo. Digo, no está de más recordarlo en este país sin memoria.
A propósito de la última pregunta, quizá sea posible contestarla. Durante el sexenio de López Portillo entraron a este país, vía deuda externa (que se contrataba sin avisarle siquiera al Congreso… y para lo que hubiera servido, de cualquier manera) unos 70 millardos (miles de millones) de dólares: casi un millardo (mil millones) al mes. La mayoría fueron contratados en condiciones leoninas y a corto plazo: a JoLoPo se le cocían las habas por aprovechar el tiempo y dejar la presidencia en calidad de héroe nacional. Treinta años antes de tan apresurado y desmedido endeudamiento, Estados Unidos había vertido sobre Europa, a través del Plan Marshall, 13.5 millardos de dólares. Si eso lo traducimos a dólares de 1980, tomando en cuenta inflación, devaluación (del dólar) de 1973 y demás, serían… unos 70 millardos. O sea: con el mismo dinero que se reconstruyó toda Europa, nosotros los mexicanos destruimos México.
Y sí, fuimos todos los mexicanos; no sólo los saqueadores que se llenaban los bolsillos con aquellos dólares que llovían del cielo; no únicamente los líderes sindicales corruptos de cuya corriente y depredaciones todavía no nos podemos deshacer; no sólo los funcionarios priistas que se hincharon de robar, tanto que en San Diego todavía le enseñan a uno el “Muelle de los Gobernadores Mexicanos”, atascado de yates comprados hace dos décadas. No, no fueron sólo ellos, sino todos los que cerrábamos los ojos a ese saqueo y escuchábamos el canto de la sirena Lopezportillista.
El cual, lo que sea de cada quién, era muy convincente. Quienes se quejan de la campechanería y simpleza de Fox deberían recordar lo que nos ocurrió con un presidente poseedor de magnífica oratoria, sólida formación intelectual y amplia capacidad para apreciar el arte y la literatura. En diciembre de 1976, el país acababa de pasar por algunas de las semanas más agitadas de nuestras vidas.
Luego de la primera devaluación del peso desde 1954, entre agosto y noviembre de ese año estuvimos, ahora lo sabemos, a un pelo del golpe de Estado militar; nos salvamos sólo por la entereza y profesionalismo del Ejército, lo que rara vez se le agradece. El país se hallaba abatido, humillado y ofendido. Estando así las cosas, JoLoPo se aventó en su toma de posesión uno de los mejores discursos de la historia política del siglo XX.
Cuando todos estábamos apachurrados por las desmesuras del sicótico Luis Echeverría, López Portillo nos devolvió la esperanza. No nos hagamos. Quienes lo vivimos (y somos honestos) así lo recordamos.
Y unos meses después, JoLoPo descubrió que, como López Velarde ya había anticipado (y prevenido), el diablo nos había escriturado los veneros de petróleo: en red nacional anunció que se habían encontrado en la Sonda de Campeche enormes yacimientos de hidrocarburos, que estábamos nadando en riqueza y que íbamos a tener que aprender “a administrar la abundancia”. Se aventó la puntada de prometer que en poco tiempo México se iba a convertir en “una potencia mediana, tipo Francia”. Hasta eso, no nos prometió francesas (y quién sabe cómo les haya caído a los irreductibles galos eso de “mediana”; ya sabemos lo que se creen).
Total, que México iba a ser otra vez exportador (Sí: después de la gloriosa expropiación cardenista, México era importador neto de petróleo… y para allá vamos hoy con el gas, gracias al ganado asnal que tenemos pastando en el Congreso) y volverse rico. No, si andábamos voladísimos.
Había motivos para el optimismo: en el otoño de 1973 (menos de cuatro años antes), luego de la Guerra del Yom Kippur y la enésima paliza israelí a los árabes, éstos reaccionaron no contra sus Némesis judíos, sino tirándose a la yugular de quien consideraban su principal promotor: los Estados Unidos. Decretaron el embargo petrolero contra los gringos y los hicieron sudar tinta. No sólo eso: dispararon los precios del petróleo a más del 1000%: de tres a treinta dólares el barril en tres años. Así que si México estaba sentado en las quintas reservas probadas del mundo, la cosa estaba clara: a sacar el hidrocarburo, venderlo y coser y cantar.
Pero, como decíamos, a JoLoPo se le hacía corto el sexenio, dado que (contra lo que piensa mucha gente), sacar el petróleo toma tiempo y dinero: para cuando alcanzáramos la plena producción, López Portillo estaría en el retiro. Así que decidió pasar a la historia con dinero ajeno. Poniendo los futuros ingresos petroleros como garantía, desenvainó el sable con ánimo bucanero y se puso a pedir prestado. Para nuestra desgracia, sobró quién le diera gusto: empezaba en esos años el período que algunos economistas llaman “de Abundancia de Dólares”, cuando los bancos querían deshacerse de los que tenían después de que Nixon sacó al billete verde del patrón oro. Eso, más la tradición patrimonialista estatal mexicana, la corrupción rampante y desatada, la secular impunidad priista y los poderes omnímodos de la presidencia imperial, nos llevaron al desastre.
JoLoPo supuso que para 1982 el barril andaría por ahí de los 55 ó 60 dólares y que estaríamos exportando más de 1.5 millones de barriles diarios. Por eso se embarcó (bueno… nos embarcó) a corto plazo y con intereses altísimos. Con sus cuentas alegres, no habría problema: si en ese año se nos vencían más de 24,000,000,000 de dólares (sí, leyó usted bien: sólo en 1982 teníamos que pagar una deuda superior a la contraída desde Moctezuma Xocoyotzin a Gustavo Díaz Ordaz), tendríamos con qué pagarla y nos sobraría para los chuchulucos.
De la manera más irresponsable, JoLoPo y los suyos se jugaron el futuro del país. Sería el equivalente del jugador de póquer que apuesta la casa, el carro, la colegiatura de los críos, el perico, el perro y la suegra a que va a salir el as de corazones. Aquí la diferencia era que el carro, la casa y ni siquiera la suegra eran suyos. La carta resultó un dos de espadas y a todos nos llevó Pifas. El petróleo había bajado en vez de subir… y la eterna corrupción e ineptitud de Pemex, más la sobreoferta del Golfo (estaba en pleno la guerra Irán-Irak), Noruega y Escocia, entre otros factores, habían impedido que se exportara más de medio millón de barriles diarios. Total, que no teníamos para pagar ni los intereses y JoLoPo tuvo en sus manos cumplir el sueño de Marx: destruir el sistema capitalista mundial. Lo que hubiera ocurrido si el patilludo hubiera sido Hugo Chávez y proclamado la moratoria. No lo hizo, sino que se avino a negociar, dejándole el paquetote a su reemplazo, Miguel de la Madrid, que por algo trajo la cara de vinagrillo que trajo todo su sexenio.
Pero el Último Criollo se fue con gritos y sombrerazos. En su sexto informe estatizó la banca, cometió el despropósito de proclamar el control de cambios (entre dos países con una frontera larguísima, mal vigilada y cuando el lema de los contrabandistas era: “Si cabe por el puente, pasa y si no… ¡también pasa!”), y se puso a llorar cuando le pidió perdón a los pobres que no pudo sacar de ese estado. De aquéllos a los que nos había metido en esa condición, no dijo ni pío.
Muchos recuerdan esas lágrimas. De cocodrilo (además de perro, por aquello de la defensa del peso) no lo bajaron. Yo sí creo que fue sincero. JoLoPo estaba seguro que iba a pasar a la historia como el mejor presidente de México. Se dejó llevar por el orgullo (la hubris de que hablaban los griegos y que como buen castigo divino causaba las peores caídas), no supo someter sus desmesuras y las consecuencias de su irresponsabilidad se abatieron sobre él, aplastándolo.
El triste espectáculo que dio en sus últimos años quizá fuera simple consecuencia de la vida que llevó. Y claro, suscitó no pocas exclamaciones de lástima por parte de un pueblo que no sabemos si se pasa de noble o de qué. Al verlo en silla de ruedas, contando cómo lo golpeaba su mujer, muchos no dejaron de decir “¡Ay, pobrecito! ¡Míralo cómo quedó!” Pues sí. Pero ¿cómo quedamos nosotros? ¿Cómo quedó el país?
Más aún: el sicópata que completó la Docena Trágica por ahí sigue, libre y contento, burlándose de vivos y muertos, después de iniciar la debacle que culminara JoLoPo. ¿Y a ése, cuándo lo llama a cuentas la justicia? Si no mal recuerdo, era el jefe directo de Miguel Nazar Haro durante la Guerra Sucia. ¿Entonces? ¿O a ése también le vamos a decir “Mira, pobrecito, qué viejito está…”?
Conociendo a mi pueblo, no lo dudo.
Consejo no pedido para
sentirse setentero:
Escuchen cualquier disco de ABBA y luego recojan la melcocha; lean “La cabeza de la hidra” (1978) de Carlos Fuentes, sobre la maldición petrolera y vean “Reencuentro” (“The Big Chill”, 1983) con (¡Agárrense!) Tom Berenger, Glenn Close, Jeff Goldblum, Kevin Kline, William Hurt, Meg Tilly, entre otros. Ah, y el cadáver del que sólo se ve que están vistiéndolo… es Kevin Costner. Provecho.
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