Primero que nada, muchas felicidades en este nuevo año. Ojalá que sea mejor que el recién terminado, que la mayoría de sus deseos (no todos, porque eso es castigo de los dioses) se cumplan y que quieran y los quieran mucho-mucho. Ah y que conserven la sana costumbre de leer estas líneas cada domingo.
Casi inevitablemente hemos de referirnos al aniversario más sonado de la última semana. El cual, como además termina en cero, reviste un interés especial, no me pregunten porqué. El primero de enero de hace diez años entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de Norte América, que unía a nuestra economía con la de Estados Unidos y Canadá. Con ello, como no se cansaron de cacarearlo los muchachos de Salinas, se creaba el mercado común más grande del mundo (en población y producción) y se abría un abanico de posibilidades de crecimiento que este país no había tenido desde el Porfiriato.
En teoría como reacción a ese hecho (y también en teoría a muchos otros, incluida la llegada de un tal Cortés hace casi cinco siglos), en la noche de la víspera de tan señalado acontecimiento un grupo de encapuchados con armas variopintas se apersonó en San Cristóbal de las Casas, se presentó como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, le declaró la guerra al Estado mexicano (declaración a la que, por cierto, nunca han renunciado) y procedió a realizar una serie de ataques en diversas localidades chiapanecas, culminando con la ofensiva sobre Cerro Hueco, en la que el Ejército federal les partió hasta la nuez moscada. Once días más tarde y en vista de la mala publicidad que el acontecimiento le estaba generando a su Gobierno y quizá teniendo en cuenta las dolorosas experiencias latinoamericanas en estos ámbitos, Salinas declaró unilateralmente un cese al fuego. Los “zapatistas” hicieron lo propio (sin duda por la partida de Cerro Hueco) y se anunció la apertura de negociaciones con el malvado preferido de aquellos entonces, Manuel Camacho. Así empezó el ridículamente inestable 1994, el año en que vivimos peligrosamente y nos devaluamos abismalmente.
Pero vayamos por partes.
El TLCAN (que EUA y Canadá llaman NAFTA, esto es, North America Free Trade Agreement; Acuerdo, no Tratado y en una década nadie me ha podido explicar la discrepancia) no fue la panacea que nos había prometido el salinismo, ni el monstruo peludo y de babas verdes del que hablan sus enemigos. Sin duda México no estaba muy preparado que digamos para entrar en las Grandes Ligas y lo rápido del proceso y la ineptitud de nuestra clase política se llevaron a mucha gente entre las patas. El ineficiente campo mexicano, tan mentado en los discursos priistas y tan secularmente abandonado en la realidad, fue el que más resintió el embate de la apertura. Muchos pequeños negocios no pudieron competir, otros se endeudaron en dólares y luego les cayó el Error de Diciembre como suegra con enfermedad crónica. Numerosos rubros de la actividad económica nacional se vieron afectados por lo abrupto y masivo de vincularnos así al país más rico de la historia humana (que lo era Estados Unidos en la época de Clinton).
Lo cual nos lleva a preguntarnos qué otro proceso se podía haber seguido. En vista de lo ocurrido en los últimos seis años con el estira y afloja entre el Ejecutivo (priista o panista) y un Legislativo dividido e incordioso, podemos afirmar que si se hubiera tomado la ruta lenta y larga (y no el famoso fast track y la mano pesada salinista), todavía estaríamos discutiendo si firmábamos o no el Tratado para el año 2024. Resulta odioso admitirlo, pero de no haber sido por cómo el calvo metió las cosas con calzador, lo más probable es que no hubiera ocurrido nada y ahorita estaríamos mucho, pero muchísimo peor.
Que es algo que no debemos olvidar: el TLC ha resultado el gran catalizador para aprovechar las oportunidades que siempre estuvieron ahí, pero que dejábamos pasar de lado debido a varios factores: una ideología caduca; la conveniencia de los grupos de poder (no por el interés nacional) y la simple abulia de una clase política y empresarial que no querían cambiar la comodidad de las fronteras cerradas. Cuando al fin lo aventaron al ruedo, gritando y pataleando, México se convirtió en lo que siempre ha podido ser (y fue durante los últimos tres lustros del Porfiriato): un exportador neto que aprovecha su vecindad con la mayor economía del mundo. Un país que alcanzó importantes superávits después de décadas de déficits crónicos en balanza comercial. Y un actor importante en una escena mundial, donde siempre actuamos medrosamente debido a nuestra propia cerrazón.
¿Qué hubiera ocurrido si hubiéramos seguido encerrados en nosotros mismos? Si con superávit ya vemos cómo nos la pasamos por falta de inversión (cortesía de nuestros ineptos políticos), imagínense lo que sería este país si hubiéramos seguido con los déficits perpetuos del nacionalismo revolucionario. ¿Ya se lo imaginaron? Sí, más o menos Bolivia. El TLC tal vez salvó a este país de una ruptura en el tejido social de consecuencias inimaginables.
Ah, me dirán algunos, pero esa ruptura sí se dio: ahí está el EZLN, que se levantó en armas precisamente para defender al país de la depredación del libre comercio... sistema que es la regla en todas las sociedades prósperas del último siglo. Bueno, ya que llegamos a eso, habría que puntualizar varias cosas.
Empecemos con el nombre.
Una vieja tradición de los luchadores latinoamericanos es bautizar a sus movimientos con el nombre de personajes históricos que, por una u otra razón, no pudieron alcanzar sus objetivos y por su fracaso se convierten en mártires. Esta extraña manía de tomar como símbolo a los derrotados se presenta a todo lo largo y lo ancho del continente. Así, en El Salvador diversos grupos guerrilleros se fundieron en el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional. El señor Martí fue un líder campesino asesinado por la oligarquía (junto a otros 30,000 compatriotas) en 1934, en lo que en Centro América se conoce simple y llanamente como La Matanza. El nicaragüense Frente Sandinista de Liberación Nacional toma su nombre de César “Augusto” (este último nombre se lo puso él mismo) Sandino, inefectivo opositor a la ocupación yanqui de su país, asesinado por el primer Somoza en 1936. Y en Perú, el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (y los Tupamaros uruguayos de los sesenta) reivindicaban el nombre del líder que acaudilló la última rebelión india importante en contra del dominio español. Tupac Amaru terminó descuartizado por cuatro caballos en la plaza central de Cuzco. La verdad, ¡qué afán! Como que esas figuras no son muy motivantes que digamos... a menos que a uno le dé por el masoquismo.
La selección de Emiliano Zapata como estandarte del grupo que se rebeló (y reveló) hace diez años no deja de ser desconcertante. Zapata no era un indio prototípico (era un magnífico charro, por ejemplo), ni enarboló una bandera particularmente indigenista. En su ideario (mejor dicho, en el de Montaño y Soto y Gama) no aparecen con particular fuerza elementos raciales o culturales: lo que quería era la devolución de sus tierras a las comunidades morelenses que habían sido despojadas. Su planteamiento no iba mucho más allá en términos ideológicos ni geográficos. El zapatismo nunca fue un movimiento masivo ni de alcance nacional... lo cual explica su fracaso. Su ensimismamiento fue en parte responsable de que terminara ahogado. A lo mejor por eso Alfonso Arau va a poner a Zapata platicando con su caballo, en la película que aparecerá este año.
Lo de la Liberación Nacional, como podrán haber notado, es también una constante en este tipo de movimientos. El concepto tiene un toque mesiánico: se trata de liberar a la nación de todos los males habidos y por haber: el imperialismo, el capitalismo, el neoliberalismo, la opresión, la tiranía, el atraso, la miseria y las postemporadas a las que entra el 60% de los equipos de la liga.
La experiencia histórica nos dice que cuando esos movimientos llegan al poder, rara vez los acompaña la prosperidad. Sin embargo, la tentación de alcanzar la Arcadia socialista a punta de balazos fue muy fuerte en muchas partes del mundo durante décadas. Lo sorpresivo fue que, en México, cinco años después de la caída del Muro de Berlín (y de la matanza de Tiananmen, que evidenció las miserias de la gerontocracia comunista china), alguien tuviera la puntada de iniciar un levantamiento de liberación nacional.
Dos cosas hay que reconocerle al EZLN: primero, que cuando vio que había mucho apoyo moral, pero que militarmente estaba destinado al exterminio, aceptó el cese al fuego, cambió sus metas y se lanzó a reivindicar los derechos de los indígenas. Así, de ser un simple grupo rebelde, como tantos ha habido desde julio de 1953 en nuestro continente, los “zapatistas” se volvieron redentores de indios. Que es lo segundo: lo único bueno de todo el conflicto es que puso el dedo en una llaga que la nación rara vez ha querido reconocer en el último siglo. De rebote, los “zapatistas” se convirtieron en un estandarte de la izquierda mundial, que se había quedado huérfana de ellos después de las vergüenzas de 1989-91 y que todavía no articulaba las globalifobias que brotarían después en Seattle, Génova y Cancún.
Por supuesto, hay que tener en cuenta a una figura que, en su momento, resultó clave: el carisma y los rollotes de Sebastián Guillén (bueno, Marcos) le dieron en su mera pata de palo a muchos intelectuales extranjeros y locales, ansiosos de hallar no sólo una causa sino un discurso que no sonara ni oliera a marxismo rancio. Y como quienes esconden el rostro siempre han tenido un lugar muy especial en el corazoncito del imaginario popular (de Fantomas a El Santo a Spiderman), muchos se declararon partidarios del encapuchado, aunque no supieran bien a bien qué defendía.
De hecho, seguimos sin saberlo. A lo largo del tiempo Marcos ha cambiado la pichada con pasmosa facilidad. Le permitieron hacer su Zapatour, ¿y? Le han dejado hacer y deshacer en su territorio “liberado”... ¿y? Sus discursos y comunicados son cada vez más farragosos y monótonos. En la arena internacional ha ido quedando aislado, al apoyar a la violencia asesina de ETA, al quedar en ridículo retando a Baltasar Garzón. Sus políticas son vistas cada vez más como lo que son: una utopía de muy bella retórica y nulos resultados reales... como tantas otras del siglo XX. Aislar a los indígenas, impedir que les lleguen la electricidad, los hospitales del Gobierno y los caminos pavimentados, prohibir que aprendan castellano, ésa es la Arcadia “zapatista”.
Seguir pensando que el EZLN busca así lo mejor para ellos, no se lo creen sino las más alucinadas flores de pavimento, los que siempre dicen saber qué necesita el pueblo... sin salir de sus cubículos. Mientras tanto, a diez años de distancia, lo que se puede decir es que el “zapatismo” parece hallarse en un callejón; si no sin salida, sí muy, pero muy oscuro. Y mientras tanto, sus redimidos indígenas continúan en condiciones miserables. A prepararse para los próximos diez años.
Consejo no pedido para iniciar bien el año: Escuchen “The best of Fourplay”; lean “Parejas” de John Updike y renten “Fitzcarraldo”, con el alucinante Klaus Kinsky (sí, el papá de Nastassia, lo mejor que hizo en su vida), película favorita del Subcomandante. Provecho.
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