No quiero dejar pasar más tiempo sin compartir con ustedes algunas sesudas reflexiones acerca de un par de personajes que se fueron de este mundo el mes pasado. Ambos tienen en común haber nacido en pueblitos de Estados Unidos, en medio de ambientes donde privaba la pobreza y con padres abusivos o desaparecidos. Los dos se dedicaron al mundo del espectáculo. Ambos tuvieron que enfrentar importantes disfuncionalidades: uno quedó ciego a los siete años, el otro fue medio tonto toda su vida y a pesar de ello, ambos alcanzaron la cima de sus respectivas profesiones. Y para acabar con las similitudes, ambos nos dejaron este junio pasado. Pero de ahí en delante, no hay mucho que una a Ronald Reagan, el cuadragésimo presidente de los Estados Unidos y a Ray Charles, a quien se le adjudica la paternidad de esa forma musical tan llegadora, tan abrasiva, tan inquietante: el soul.
A mucha gente fuera de Estados Unidos le llamaron la atención las enormes muestras de tristeza y luto que el pueblo americano le dedicó a Reagan. Y ello, porque en buena parte del mundo este personaje era visto más bien como un bobo que había endeudado a su país hasta el copete, en una insensata escalada militar; que no entendía situaciones más complejas que un juego de béisbol y que había visto empañada su Presidencia por una serie de escándalos ligados a tratos con Irán, el masiosare americano, el extraño enemigo de los yanquis en los años ochenta.
Ahora, si preguntan en Centroamérica, donde Reagan libró algunas de las campañas más repugnantes de la Guerra Fría, de engendro del infierno, socio de Bejarano e hijo de la tiznada no lo van a bajar. Entonces, ¿por qué tanto cariño para este señor por parte de sus compatriotas?
Pues precisamente por eso: porque era uno de ellos. Ronald Reagan representaba, para muchos gringos, la quintaesencia de lo americano, el modelo de lo que Estados Unidos se imagina ser: sencillo, honesto, trabajador, optimista, de gustos campechanos. Una trivia muy interesante es que para representar a Rick Blaine en la película “Casablanca” se había pensado en Reagan. Pero claro, nadie le iba a creer a ese muchachote fresco y sanote el cinismo requerido para el papel y por eso se lo dieron a Humphrey Bogart… el cual lo llevó a niveles excelsos. ¿Se imaginan a Reagan diciéndole a Ingrid Bergman (traducción libre) “Los sentimientos de dos personas valen un kilo de madre en este mundo loco” mientras la estruja, echándole en corto un aliento que intuimos nicotillento y cebolloso? No, tampoco los productores.
Esa sencillez y franqueza no eran un disfraz: por eso Reagan los manifestaba tan fácilmente, por eso la gente se los creía con los brazos abiertos. A Reagan se le conoció como El Gran Comunicador y en ello estriba buena parte de su carisma: sabía proyectarse entero y fresco hacia un pueblo americano que, recordemos, en aquel entonces se sentía como perro vapuleado, después de una cadena de humillaciones en Saigón, Teherán y el mismísimo Washington.
El americano promedio estaba ansioso de escuchar que las cosas iban a mejorar y que el mundo era algo mucho menos complicado y más comprensible de lo que había sido en la década anterior. Y Reagan los complació.
En primer lugar, porque era un optimista nato e irredento. Y aunque dicen que un optimista es un pesimista mal informado, en el caso de Reagan era una forma de vida. Una de sus anécdotas favoritas era la de un niño que, al bajar a ver qué le había dejado Santa Claus en Navidad, se encontró en la sala con un montón de estiércol de caballo. El niño se arremangó la pijama y empezó a hurgar, preguntando: “Muy bien, ¿dónde está el pony?” Reagan hizo lo mismo y convenció a los Estados Unidos que, bajo las pilas de excremento dejadas por Vietnam y Watergate, se podía encontrar un país esencialmente bueno y decente.
Y que, por lo mismo, tenía una misión trascendente: enfrentar (no sólo contener) al “Imperio del Mal” soviético. Reagan siempre había sido un anticomunista rupestre, que sin meterse en muchas complicaciones ideológicas, detestaba al socialismo real, sus promotores y todo lo que representaba (o él creía que representaba). Tanto así que no había dudado en delatar a algunos de sus compañeros actores cuando las persecuciones del McCarthysmo (razón por la cual la hacían el feo en Hollywood, aún siendo Gobernador y Presidente). Y en la lucha frontal contra ese sistema encontró una razón de ser, una cruzada, con la que muchos de sus compatriotas, hijos de la Guerra Fría, se podían identificar.
En estos días pasados oímos con frecuencia que Reagan fue el responsable del derrumbe de la URSS, al haberla forzado a gastar en armamento hasta lo que no tenía (y en el proceso endeudando a EUA hasta las cachas) y luego obligándola a tirar la toalla con el anuncio del sistema de defensa espacial que popularmente fue llamado la Guerra de las Galaxias. Hay algo de razón en ese argumento, pese a que todavía falta que pase cierto tiempo para poder aquilatar en su real dimensión el peso de cada factor que llevó al derrumbe de ese gigante con pies de barro que era la Unión Soviética.
Ciertamente a Gorbachev se le cayó el pelo (y casi se le borra la mancha) cuando, al llegar al poder, vio lo que gastaba la URSS en una carrera armamentista loca y sin sentido. Como es cierto que los soviéticos se dejaron apantallar con un plan cuya tecnología no podían emular… y que EUA no tenía realmente cómo poner en marcha. Pero…
Pero también es cierto que los déficit que acumuló Reagan fueron astronómicos. Como que en buena medida se olvidó del resto del mundo para concentrarse en su juego de “vencidas” con los soviéticos y ello condujo a lamentables decisiones americanas, que se siguen pagando hasta la fecha: si hubo algo más precipitado que la intervención de los Marines americanos en el Líbano, fue su posterior evacuación cuando sus barracas fueron voladas, en uno de los primeros ataques suicidas en aquellos lares. Cabe preguntarse qué lecciones sacaron los jihadistas de todo el mundo entonces y después.
Total, que vistos desde fuera los años de Reagan no parecen haber sido tan buenos como para añorarlos. Pero así ocurre: a alguna gente le gusta que el mundo esté dividido en blanco y negro, sin tantos y tan confusos tonos de gris. Y muchos americanos eso es lo que recuerdan de los ochenta: no había ambigüedades, no existían dilemas éticos, nadie torturaba iraquíes para enseñarles lo que es la democracia y a un Presidente tonto no se le notaba que lo era. O al menos, no mucho.
La más importante operación militar (fuera de Líbano, de la que nadie se acuerda ahora) fue la invasión de Grenada, una isla en el Caribe que ni sus habitantes saben dónde queda. El mundo se dividía tranquilamente en “buenos” y “malos”, en “nuestro proyecto” y “la ultraderecha, los oportunistas, los amarillistas y los dueños de cocker spaniels”… o algo por el estilo. Es más fácil plantearse así las cosas. Y la gente de no muchas luces prefiere ese tipo de clasificaciones.
Como le parece éticamente defendible que la ultraizquierda neandertal mexicana secuestre durante casi un año a la Universidad Nacional, pero no que la supuesta ultraderecha (tres o cuatro loquitos) marche un par de horas junto a medio millón de compatriotas exasperados.
Por su parte, Ray Charles fue llamado en su tiempo “El Genio”, gracias a la manera en que fusionó elementos musicales de muy diversos géneros (country, bluegrass, gospel, blues) para dar a luz un sonido al que, con toda razón, se da en llamar soul (alma). No sólo eso: su forma de tocar, su característico bamboleo en pos de las teclas, sus lentes oscuros sobre su eterna sonrisa, forman parte indiscutible y memorable de la iconografía del entretenimiento del siglo XX.
Supo, además, enfocar su vida como poca gente sin discapacidades logra hacerlo: venció una adicción a la heroína de dos décadas, siguió tocando prácticamente hasta su muerte, era un activo filántropo (ayudaba, sobre todo, a caridades para sordos, porque no podía imaginarse el sufrimiento que implica esa limitación) y se dio tiempo para tener tres esposas y casi una docena de hijos (Si de Beethoven puede decirse que el sordo no oye, pero bien que compone, de Ray podría decirse que el ciego no ve, pero bien que le atina).
El soul, como todo género de alto calibre, es una música universal. Y por ello, no cabe duda que su creador se fue al Cielo. Ya nos imaginamos las pachangas que está armando allá arriba, aporreando el piano y terminando su interpretación celestial con aquel “¡ha ha ha, ooooh, yeah!” que nadie, nadie en este universo, puede imitar.
Consejo no pedido para sentir la música por dentro: escuchen “ I got a woman” del buen Ray; lean “La hoguera de las vanidades” (1987), de Tom Wolfe, sobre los excesos de los Estruendosos Ochenta y sobre el mismo tema, vean “El Poder y la Avaricia” (Wall Street, 1987), en la que Michael Douglas resume la época de Reagan con las palabras: “La avaricia… es buena”. Provecho.
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