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Los días, los hombres, las ideas/El problema de cómo hacerse menos... o más

Francisco José Amparán

Los que, como un servidor, ya le andan pegando al medio siglo de edad, han pasado prácticamente toda su vida adulta con una espada de Damocles pendiendo sobre sus cabezas. Esa amenaza fantasma, que nos atosiga desde que éramos jóvenes, bellos (bueno, es un decir…) e indocumentados, es la llamada explosión demográfica. Y es que, desde fines de los años sesenta, se nos dijo que había que moderar nuestros ímpetus reproductivos, ante el riesgo de que este planeta desbordara de bebés y resultara incapaz de darles espacio y recursos a todos ellos. Había que limitar el número de seres humanos, porque la vieja, buena Tierra, no iba a dar para más. Que tan alarmista advertencia se diera al mismo tiempo que el surgimiento de la píldora anticonceptiva y la llamada Revolución Sexual no sabemos si es un “compló” de la historia o una de esas coincidencias que de repente hacen tan complicada la existencia.

Algunos países se tomaron muy en serio el asunto, se arremangaron la camisa y pusieron manos a la obra. México fue uno de ellos. Y no porque seamos muy previsores, sino porque la alternativa (trabajar mucho más para darle infraestructura, educación y salud al niñerío que se veía venir) era sencillamente inconcebible: mejor menos chiquillos que más trabajo. Así que el Estado mexicano creó el Consejo Nacional de Población, el cuál procedió a saturar a la ciudadanía con lemas ingeniosos. Algunos de ellos son fáciles de recordar: “Pocos hijos para darles mucho”; “La familia pequeña vive mejor”; y el genial “Vámonos haciendo menos”, que más parecía promoción de Acomplejados Anónimos, si es que tal asociación existe. Y si no, debería existir. Y debería incluir a una buena parte de los priistas que ahora se proclaman nacionalistas… luego de haber hecho todo lo posible por arruinar a la nación.

La cuestión es que el programa de control demográfico resultó un éxito y ahora somos unos veinte millones de mexicanos menos de los que se habían proyectado cuarenta años atrás. Nada mal para un pueblo que no solía caracterizarse por la moderación en tan fértil categoría.

En Europa el éxito se pasó de rosca y el número de nacimientos cayó en picada. Pero vale la pena observar que fueron varios los factores que confluyeron en ese fenómeno. Algo tuvo que ver la conciencia, especialmente en un continente más bien estrecho y por tanto apretadón, y que para colmo sufre la periódica invasión de hordas de turistas gringos, que dejan chicles tirados en las aceras de Pompeya y manchadas de catsup las venerables paredes de Florencia. También habría que tomar en cuenta lo comodinas que se vuelven las sociedades postmodernas, que prefieren batallar consiguiendo tours a Tahití que paseando críos berreantes entre palomas placeras. Especialmente en Alemania Federal (la Occidental de aquellos entonces), los jóvenes tenían además un magnífico pretexto para no reproducirse: dado que una (posible) guerra nuclear se libraría directamente en suelo alemán, les parecía poco ético traer al mundo criaturas que terminarían convertidas en escoria atómica. De manera tal que muchas parejas optaron por tener canes y otras mascotas en lugar de niños. Lo cuál, ciertamente, sale más barato y resulta menos tensionante: nadie se siente comprometido a crearle el Super-yo a un perro salchicha.

Ahora esas sociedades se dan cuenta que van envejeciendo, hay pocos jóvenes que reemplacen a la momiza y a ver quién se va a hacer responsable de la producción y de cuidar a los viejitos. Por ello la inmigración en Europa se ha vuelto un asunto controversial y agridulce y lo seguirá siendo un buen rato: por un lado, es evidente que muchos países necesitan sangre nueva y por otro, los inmigrantes son en su mayoría musulmanes, magrebíes o del Sahel y muy difícilmente asimilables. Por primera vez en su historia, Europa se está volviendo un continente receptor en lugar de expulsor de población. Y le cuesta adaptarse a ese rol.

Otros países mucho más pobres también le entraron al toro por los cuernos, aunque en períodos más tardíos. Mientras Mao estuvo vivo y de necio, China no dijo esta boca es mía. Pero los sucesores del Gran Timonel entendieron que si el Imperio del Centro quería salir de su atraso, era necesario limitar el número de habitantes de un territorio que por clima, régimen pluvial y fertilidad del suelo ha sido históricamente el más poblado del planeta. Así pues, el Gobierno chino decidió coartar el crecimiento demográfico a como diera lugar, decisión tomada hace poco más de dos décadas. Por supuesto, siendo un régimen comunista, no se anduvieron con cuentos ni poniéndole mucha atención a los derechos humanos, políticos ni individuales de quienes iban a sufrir las consecuencias. Al grito de “Una pareja, un hijo”, el Estado chino tomó una serie de medidas que, por donde se vea, han sido efectivas. No muy humanas, sin mucho respeto a la dignidad ni la libertad del ciudadano, que han conducido a un monstruoso índice de infanticidio femenino… pero efectivas. Eso que ni qué.

La India, en cambio, ya pide esquina. Sus programas de planificación han sido un desastre y al paso que va, dentro de medio siglo va a destronar a China como el país más poblado. Por primera vez en la historia, la India tendrá el dudoso honor de ser puntero en esa categoría. Dado que los programas usuales de control natal han fracasado, e incluso los más imaginativos han terminado encasquillados y en el olvido, la India ha estado recurriendo últimamente a medidas desesperadas. Una de ellas, la verdad, no sabemos si es sabia o cómica.

Hace unas semanas, alegando que los políticos deberían poner el ejemplo a su pueblo, se emitió un decreto que prohibía que lanzaran su candidatura al Congreso quienes tuvieran más de dos hijos. Esto es, si yo quería aspirar a ser representante de mi sufrido pueblo, al menos no debía haberlo lastrado de más con mis vástagos. Por supuesto, muchos diputados hindúes, actuales y pretensos, pusieron el grito en el cielo, diciendo que sus funciones procreativas y su desempeño en el Congreso no tenían relación entre sí. Yo no estoy tan seguro, la verdad. El caso es que tan sabia (o cómica) medida fue echada para atrás. Aunque se me ocurre…

(Acá en México podríamos vetar a todo candidato que nunca haya trabajado en algo productivo. Aquellos que han sido parásitos viviendo de la grilla y el presupuesto estatal, no podrían ser candidatos. O bien, que para serlo tuvieran que demostrar clara y contundentemente que han criado con decencia y responsabilidad a sus hijos. O que conocen a más de veinte electores de su distrito a los que no les hayan regalado un llavero o destapador. Pero eso ya se sale del ámbito de este artículo. Volvamos al tema.)

Otro país que, como los de Europa Occidental, ahora tiene el problema de que no hay suficientes nacimientos, es Singapur.

Esta pequeñísima Isla-Estado, de poco más de cuatro millones de habitantes y poseedora de uno de los niveles de vida más altos del mundo, es un modelo de orden y organización… aunque la verdad, como que exageran. Algunos dicen que vivir en Singapur es como hallarse en un internado militar perpetuo. Por ejemplo, algunas aceras tienen sentido de la vialidad; sí, de un lado usted debe ir en una dirección y no en la otra. No sé si sea obligatorio sacar la mano para rebasar a los transeúntes más lentos, pero no lo dudaría. Y las leyes no son cosa de broma: se le imponen multas altísimas a la gente que no acciona el agua de los excusados o que fuma en su casa. Sí, en su casa. Ah, y el graffiti es castigado a latigazos.

La cuestión es que, quizá por la prosperidad, Singapur tiene un déficit poblacional cada vez mayor. La verdad, los entiendo. Con tanta regla y prohibición, en la noche ha de estar difícil levantar el ánimo.

La cuestión es que ese Gobierno tan puntilloso está diseñando una estrategia para que los singapurenses se entreguen con mayor enjundia a la esforzada labor de reproducirse. No han dado detalles. Pero conociendo a ese régimen, nos preguntamos a qué métodos van a recurrir… o qué castigos o por qué razones se van a infligir. ¿Cinco días de cárcel por dolores de cabeza femeninos incomprobables? ¿Multonón por usar condón? ¿Azotes a quien no cumpla el viernes? Vaya uno a saber. Lo que sí es que, dependiendo de dónde vive uno, darle gusto al cuerpo puede ser delito u obligación… ante el Estado, me refiero. ¡Qué mundo éste!

PD: Un abrazo a la familia González Zermeño. La Laguna, el teatro y muchos de nosotros estaremos más solos sin la señora Chelo.

Consejo no pedido con fines anticonceptivos: lean “Balzac y la joven costurera china”, de Dai Sijie, hermosa historia que transcurre durante la Revolución Cultural; y escuchen “Pavana para una infanta difunta”, de Maurice Ravel (sí, el del “Bolero”), que de algún modo nos recuerda los numerosos infanticidios en China. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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