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Los días, los hombres, las ideas/Empleados, subempleados y subdesarrollo

Francisco José Amparán

Sergio Martínez, nuestro viejo (en varios sentidos) y querido líder del Tecnológico de Monterrey, tuvo una época en la que, a la menor provocación, le asestaba a quien se dejara el llamado “Decálogo del desarrollo”. No importaba si se trataba de una conferencia académica, cena de consejeros o pachanga posterior a un juego de softbol de la Liga Intercámaras, evento surrealista si los hay (la pachanga… y la Liga). Sin decir agua va y sin que viniera a cuento, nos aleccionaba en las diez características que tienen los países desarrollados, según investigación del peruano Octavio Mavila Medina y que deberíamos buscar quienes deseamos brincar del Tercer al Primer Mundo. Éstas son:

a) Orden b) Honradez c) Limpieza d) Deseo de superación e) Puntualidad f) Respeto al derecho de los demás g) Responsabilidad h) Respeto a la Ley y a los reglamentos i) Amor al trabajo j) Afán de ahorro e inversión.

Si se fijan, cualquiera que no sea diputado federal (o sea, que tenga más de medio kilo de cerebro en el cráneo) ve las bondades de estas simples medidas y puede comprender que no se requiere tener numerosos recursos naturales (ejemplo: Japón) ni un gran territorio (ejemplo: Singapur) ni mucha población (Suecia); ni siquiera la muy mentada ética protestante (Irlanda, España) para dar el verdadero Gran Salto Adelante. Basta con seguir esta sencilla receta… que no hemos intentado en 180 años de independencia.

Pero además el buen Sergio insistía en que los mexicanos contamos con dos grandes ventajas que no poseen la mayoría de los países desarrollados: la solidaridad social y familiar y la calidez en la atención al cliente. Esto último me sacaba de onda. Ciertamente en México uno puede cotorrear con cualquier empleado, dependiente o afanador con relativa soltura y espontaneidad, sobre todo si se toca el delicado tema de cómo los inútiles de Lavolpe son incapaces de meterle más de un gol a la selección de un país más chico que la portería. Pero no sé qué tan buena sea esa calidez o acercamiento si van acompañados de una cara de estupefacción y llamadas al gerente, infalibles señales de que el empleado no tiene la más remota idea de qué le pedimos ni mucho menos de dónde encontrarlo. Especialmente y esto es curioso, si se trata de empresas muy bien establecidas, donde los dependientes (¿por qué no independientes? A lo mejor así serían mejorcitos…) andan uniformados, con gafetito, “pins” de las promociones de la semana y toda la cosa.

Y digo curioso, porque uno intuiría menos eficiencia en el sector informal. Pero ello no necesariamente es así. Y para probarlo, ahí les va una anécdota personal y aleccionadora: hará unos veinte años, antes del TLC (y esto lo tengo que aclarar para quienes nacieron después y lo que sigue les sonará bizarro), cuando uno quería acceder a ciertos productos de calidad a buen precio, tenía que recurrir a la benemérita fayuca. Esto es, al contrabando, dado que la cerrazón de fronteras (y de otras cosas) hacía imposible la importación legal de casi cualquier producto hecho fuera del país. La fayuca era algo tan común que existía de manera más o menos abierta y no tenía límites en cuanto a su oferta. Como decían en mis tiempos sobre el contrabando: “Si cabe por el puente, pasa y si no cabe… también pasa”. Aquí en Torreón, lo que uno hacía era dirigirse a la colonia Vicente Guerrero, que constituía una especie de mall fayuquero, en donde podía encontrarse gran variedad de artículos “gabachos”.

Pues bien, un día acudí ahí a comprar un estéreo para el carro (sí, en aquel entonces estéreo y carro se vendían por separado). En uno de los changarros adquirí un Pioneer bastante decente. Pero claro, siempre le queda a uno el cosquilleo de no tener recibo ni sello de garantía. Así que le pregunté al vendedor qué pasaría si el artículo salía… digamos… defectuoso. Me dijo que no me preocupara, que se lo llevara de vuelta si eso pasaba. Tomó un cartoncito de cinco por cinco centímetros, dibujó en él un jeroglífico incomprensible, me lo extendió, y dijo que con eso me cambiaban el estéreo si no resultaba a mi cabal satisfacción. Con esa breve garantía me retiré.

Al día siguiente se apareció mi perra suerte, digna de los Medias Rojas: el que instalaba el estéreo me notificó que un canal estaba cortado o que una bocina se había declarado madracista o algo así. Total, que no servía. Con el aparato descompuesto y el cartoncito me dirigí temblando al establecimiento clandestino (cuya actividad se veía desde la calle, por supuesto) donde lo había adquirido. Ahí presenté ambas cosas. El encargado tomó el cartoncito, agarró el estéreo sin revisar siquiera si estaban todas las piezas y me dio otro idéntico pero que sí funcionaba. No questions asked. Nada de faramalla. ¡Una maravilla de servicio! Digo, comparen eso con lo que uno debe hacer hoy en día para que le cambien algo en una gran tienda de departamentos: tiene que llevar el ticket de compra, la envoltura original, la póliza de garantía, salvoconducto de la embajada del país de origen de la chimistreta, carta astral del propietario y cartilla de vacunación del hijo mayor y del cocker spaniel, si lo tuviera. Y si no, también.

Así pues, desde entonces no tengo la mínima confianza en que el servicio de empresas establecidas y pujantes, sea mejor que el de los que se pitorrean de la Coparmex y de su vano afán de hacer que pague impuestos el 87 por ciento de la población que no lo hace… pero que, cómo no, demanda servicios públicos de nivel escandinavo. Y a gritos y sombrerazos, faltaba más.

Claro, el que con leche se quema, al jocoqui (no jocoque; semos laguneros) le sopla. Y varias experiencias nos han dejado escaldados. Van dos:

Cuando empezaron a salir los CD’s, me prometí no renovar en ese formato sino aquellos discos de vinilo que en realidad ameritaran un trato especial. En esa categoría se hallaba, sin duda, esa obra maestra que es “The Wall”, de Pink Floyd, uno de los dos discos que me han dejado boquiabierto, turulato y patidifuso la primera vez que lo escuché (el otro es “Abbey Road”, de The Beatles). Así que, una vez que me encontré con un leve superávit, me dirigí a una tienda de discos de probada prosapia cuyo nombre no balconearé por simple nostalgia. Suponía que, por lo mismo (por la prosapia, no por la nostalgia), gente con experiencia y conocimiento de causa me atendería. Al primer empleado que me topé le pedí el disco que buscaba. El tipo me vio con cara de interrogación y osó contrapreguntar: “Es rock, ¿no?” Me dieron ganas de pegarle con un exhibidor que tenía a la mano. ¿Que si era rock? ¡Uno de los discos elementales, fundamentales, imprescindibles! ¿Que si era rock! ¿Es cristiano el Padre Nuestro? ¿Es poblano el mole? ¿Es irresponsable un miembro de la actual Legislatura? Me contuve y tras mucho berrinche, obtuve lo que quería. Pero hasta la fecha, no puedo poner ese CD sin hacer un minicoraje.

Por supuesto, debía haber aprendido la lección. Por supuesto, no aprendí. De manera tal que, hace unas semanas, por uno de esos impulsos incomprensibles pero cada vez más recurrentes en un cuarentón (no sé si sea síndrome de algo), me entró la picazón de adquirir en CD el que la revista Rolling Stone cataloga como el mejor disco de música moderna de la historia: “El Sargento Pimienta”, de los Monstruos de Liverpool. Me dirigí al mismo establecimiento y me atendió una mocosa que resultó peor que su antecesor: puso tal cara que caí en la cuenta de que jamás (¡jamás!) había oído hablar siquiera de Los Beatles. Menos los había escuchado. ¿Cómo rayos vendía entonces discos? Como suele ocurrir, la chica buscó la ayuda de un compañero igual de atolondrado. En mi exasperación les dije que dejaran de buscar: si no reconocían al desgaire la portada más famosa del siglo XX, podían olvidarlo.

¿Qué ha pasado? ¿Quién selecciona el personal en este país? ¿Serán los mismos que escogen a los candidatos a diputados? ¿Ello explica el desempleo negativo, según Fox? ¿Es maldición gitana? Se los dejo a la reflexión.

Los consejos no pedidos, creo, son obvios. Provecho.

PD 1: Nuestras condolencias para la familia Rosell Hernández. Un abrazo.

PD 2: En tres semanas presentamos libro, con algunos de los mejorcitos (o menos piorcitos) textos de esta columna, 2000-2003. ¡Estén pendientes!

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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