A clarando desde un principio: en cierta forma me siento comprometido. En este mismo espacio, el 15 de junio de 2003, en un artículo referido a las mujeres en la política, acoté: “(Por cierto: les recomiendo ampliamente la novela “The Da Vinci Code”, de Dan Brown, una inteligente travesía por el mundo de las sociedades secretas, el cristianismo primitivo, el universo de los símbolos y las intrigas vaticanas presentes, pasadas, futuras y copretéritas; acaba de salir en inglés, pero cuando aparezca en México, no se la pierdan. Una pista: va a hacer rabiar a no pocos santos varones de La Obra de Dios)”.
Pues bien: resulta que el libro ahora es best-seller mundial, ya fue traducido al español (increíblemente, lo titularon “El código Da Vinci”) y ha estado circulando bastantito. Para rematar, hace unas semanas el canal A&E (Arts & Entertainment) presentó un documental cuyo título me robé vilmente para estas pobres y dominicales líneas, en donde se analizaba el libro, algunas de sus propuestas y sus posibles implicaciones en este impío Siglo XXI. La verdad, el reportaje estuvo ligerón y no sacó nada en claro (en realidad, lo único digno de sacar a donde se dejara resultó ser la reportera). En todo caso, como ya había recomendado la novela y ahora está haciendo ruido, según decía me siento algo comprometido. Además, el asunto es algo que me fascina y desde hace rato.
“El código Da Vinci” es un magnífico thriller situado en la época contemporánea, en el cual el papel de detective lo asume un profesor de Harvard experto en símbolos antiguos, Robert Langdon. A medida que desteje la trama y lee claves oscuras y antiquísimas, Langdon asimismo devela algunas curiosidades sobre el cristianismo primigenio, los roles que la mujer tenía en los primeros años de la Iglesia, el supuesto papel que tuvo María Magdalena en todo el asunto y la existencia de una sociedad secreta, el Priorato de Sión (al que pertenecieron luminarias como Da Vinci, Newton, Botticelli y Víctor Hugo) encargada de preservar tal tradición y por tanto, impedir que los machitos del Vaticano le echen definitivamente tierra al asunto de la participación femenina en la iglesia, borrando así el carácter auténtico de lo que predicó el Güero Chuy. Todo ello aderezado con los elementos infaltables en este tipo de historias: intrigas internacionales, locaciones exóticas, la chica guapa que colabora en la solución del enigma, el asesino malo-malote y el sacerdote fanático enloquecido. No les cuento más para que la lean. Como dije hace más de medio año, vale la pena.
Aquí la cuestión es que, de muuuuucho tiempo atrás, existen historias a sotto voce y persistentes rumores relacionados con una vida de Jesucristo no referida por los Evangelios canónicos (o sea, los cuatro que uno encuentra en cualquier Nuevo Testamento). Por distintos motivos (que, claro, tienen que ver con el poder terrenal), esos detalles fueron borrados de las enseñanzas tradicionales de la Iglesia. Como a María de Magdala no la pudieron expurgar del escenario, la convirtieron en muchacha alegre y que bailaba recio… siendo que, según la tradición no ortodoxa, era la compañera más cercana y fiel de Jesús. Al respecto Nikos Kazantzakis escribió “La última tentación” (1955), que luego llevara al cine Martin Scorsese (1988), película que fuera censurada y enlatada aquí en México (y eso que en el poder estaban los revolucionarios del PRI, no los mochos del PAN… los cuales no pararon la distribución del famoso “…Padre Amaro”).
Otra tradición apunta a que la Magdalena y/o la descendencia que con ella tuvo Cristo (¿ya van entendiendo por qué la sacaron de la jugada los Poderes Terrenales de los primeros siglos del cristianismo?) llegaron al sur de Francia, donde crearon una dinastía que más tarde entroncaría con la casa real francesa de los merovingios (sí, así se llamaba el malo de “Matrix Reloaded”… en este complicado mundo de los símbolos, las líneas se cruzan peor que con Telmex). Si el Apóstol Santiago llegó a Galicia (of all places!), ¿por qué no habrían de llegar los descendientes de Jesús a residir entre los irreductibles galos?
Sobre este asunto de los descendientes de Cristo en el sur de Francia existe una fascinante saga escrita por Peter Berling, donde describe cómo estos niños ahora sí que de Sangre Real son protegidos por Caballeros Templarios, piratas, mongoles y sarracenos, entre muchos otros de un elenco multitudinario. Como parte de esa defensa se crea la leyenda del Santo Grial, la copa de la que Cristo bebió en la Última Cena (la expresión Sang Royal se transmuta en el concepto Santo Grial), haciendo creer que lo importante es un objeto y no un par de niños, para despistar a sus múltiples enemigos. Los libros que componen esa saga están en español, todos editados por Plaza & Janés, y son: “Los hijos del Grial (1996, 870 págs.), “Sangre de reyes” (1997, 913 págs.) y “La corona del mundo” (1997, 950 págs.). Se supone que hay un cuarto volumen que no he podido conseguir. En todo caso, como pueden ver, están chonchos. Pero valen muchísimo la pena. Si uno quiere entretenerse durante un buen rato, no hay mayor delicia que sumergirse de clavado en el turbulento mundo del siglo XIII, cuando el Vaticano trató de convertir al catolicismo a los mongoles (para que le ayudaran contra los musulmanes), lanzó una cruzada contra una herejía superinteresante (más sobre esto más adelante) y el poder en Europa estaba en manos de Federico II de Alemania, apodado “Stupor Mundi” (El asombro del mundo), no sólo porque era una amenaza para todos los reinos de aquel entonces, sino porque era capaz de engendrar un par de hijos con mujeres que no eran su esposa ¡en la noche de bodas de ésta! No, de que era impresionante el viejo, eso que ni qué.
La saga de “Los hijos del Grial” arranca en 1244, cuando los últimos cátaros que defendían la fortaleza de Montségur se encaminan cantando hacia la pira en que serán quemados vivos por los enviados del Papa y el rey de Francia ¿Los cácaros? No, los cátaros. ¿Y ésos quiénes son? Ah, ésa es una historia que, de alguna manera, se relaciona con la Sangre Real en el sur de Francia. Ahí les va:
Lo que hoy llamamos el amor romántico, ése de ojitos de borrego en precipicio, de manita sudada y acompañado por los acordes de “Página Blanca” horrísonamente tocados por el único amigo que (decía que) se sabía la Vuelta de Do, es un invento relativamente nuevo. Surge con los juglares y trovadores medievales, que van a crear toda una tradición literaria alimentada con historias de amores imposibles, damas inalcanzables y caballeros impolutos y más bien sonsos. ¿Dónde surge este revolucionario concepto de otro tipo de amor y relación sensual? Lo adivinaron: en el sur de Francia, en lo que llamamos Languedoc (donde se hablaba la Lengua (Langue) de Oc, no el francés). Durante los siglos XII y XIII en esa región se desarrolló una civilización exquisita, con poetas, músicos y artistas entregados a crear a punta de versos, mandolinazos y obras de teatro cortesano un planteamiento que todavía no nos deja: la superioridad del deseo domado, lo sublime del amor no consumado. La corte de Tolosa y los nobles de otras ciudades de por esos andurriales apoyaban esos esfuerzos, que eran la envidia de Europa… y que contrastaban notablemente con lo bárbaros y salvajes que eran nobles y plebeyos más hacia el norte… por ahí de París.
El amor galante arraigó y prosperó en parte gracias a que en esa zona surge un movimiento religioso interesantísimo: los cátaros o albigenses. Cátaro significa “puro” en lenguaje provenzal; lo de albigense es porque uno de sus primeros núcleos creció en la ciudad de Albi. Los cátaros predicaban huir de la impureza, no cobraban por los sacramentos, procuraban el ayuno y la pobreza, muchos se abstenían de comer carne, del vino y del sexo y sus líderes (llamados, ahí nomás, “los Perfectos”) eran sencillos y frugales… todo lo cual contrastaba con la notable corrupción de la Iglesia Católica de entonces, que ya había empezado la desbarrancada que conduciría, dos siglos después, a la Reforma. De más está decir que el catarismo era inmensamente popular en el Languedoc y no sólo entre el pueblo: se decía que el mismísimo conde Raymundo de Tolosa le hacía a la herejía.
Roma no podía permitir semejante competencia… y el reino de Francia babeaba por adquirir aquellos dominios. Dios los hace y ellos se juntan. En 1209 el Papa y el Rey francés convocaron a una Cruzada en contra de aquella herejía. El Vaticano acabaría con esa espina en su flanco y la nobleza gala podría hacer matanga con amplios y fértiles feudos: magnífico arreglo para ambas partes.
Así pues, los “cruzados” (nobles sin oficio ni tierras, mercenarios, guaruras y la canalla de toda Europa ansiosa de botín) se lanzaron como langostas sobre el Languedoc: acabaron con todo y robaron lo que pudieron. Tan brillante cultura fue barrida del mapa por bárbaros que no sabían ni lo que era bañarse. En el pueblo de Béziers se produjo un incidente escalofriante: cuando estaban a punto de tomar la villa, uno de los cruzados le preguntó al legado papal Arnoldo Amaury cómo podían distinguir entre católicos y cátaros entre los habitantes. Según es fama (y vaya uno a saber si es cierto) el santo varón respondió: “Maten a todos; Dios reconocerá a los suyos”. Lo haya dicho o no, lo cierto es que de la población de Béziers no quedó nadie vivo: murieron entre quince y veinte mil personas. Con esa política es fácil comprender que para 1212 buena parte del Languedoc ya era parte de Francia… y la herejía en teoría había sido exterminada.
Sin embargo, el catarismo siguió vivito y coleando en la clandestinidad… hasta que a esos soleados lugares llegó la Inquisición. La cual, ya sabemos, no era muy buena que digamos en eso de ganar concursos de popularidad. En 1242 el populacho linchó a un par de inquisidores que se especializaban en obtener confesiones mediante tortura (supongo que con Perrier en vez de Tehuacán). Conociendo las represalias que les esperaban, los últimos Perfectos se refugiaron en el castillo de Montségur… de donde saldrían el 16 de marzo de 1244 para entrar a la hoguera que los Domini Cani les tenían preparada. Ahí arranca, como habíamos dicho, la saga de “Los hijos del Grial”… cuando los niños de Sangre Real son rescatados del castillo en llamas. En todo caso, la historia del catarismo es sencillamente interesantísima.
Total, que el asunto de que no se nos haya contado la historia verdadera de cómo quería Jesucristo que fueran las cosas tiene múltiples vertientes, a cuál más de fascinante. Sé que a algunos les incomodará el tema. Otros me acusarán de hereje (no de cátaro: los que me conocen saben que la abstinencia no es mi fuerte). En fin, son gajes del oficio. Lo cierto es que un Jesús casado, teniendo que lavar la loza los domingos, obligado a levantarse temprano para ir a dejar chiquillos a la escuela, increpado por su señora por la duración del Superbowl (y por cómo terminó el show de medio tiempo)… no sé, me suena cercano. Digo, si vino a morir por nosotros, ¿no es plausible que sufriera como nosotros?
Y claro, una mayor presencia femenina en el entramado de la Iglesia quizá hubiera producido una civilización más benigna, respetuosa de la vida y menos destructiva… Y aquí entre nos, esa presencia se sigue necesitando.
Consejo no pedido para purificarse: Escuchen “Storm” de Vanessa Mae; NO lean “Ángeles y demonios”, de Dan Brown, la primera entrega en que aparece el personaje de Langdon y que es un bodrio tiradísimo de los pelos, sin salvación; lean en cambio “La herejía perfecta” de Stephen O’shea, sobre el catarismo y vean “La última tentación de Cristo”, de Scorsese… se supone que ya nos dieron chanza, a este pueblo (que creen es) de retrasados mentales y menores de edad, de poder verla y formarnos un juicio como adultos (que no piensan que somos). Provecho.
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