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Los días, los hombres, las ideas/La última ofensiva

Francisco José Amparán

Aunque se nos ha ido pasando comentarlos, este año que se encuentra a punto de terminar estuvo salpicado de aniversarios interesantes referidos a la Segunda Guerra Mundial. Más concretamente, sexagésimos aniversarios de los eventos ocurridos en 1944, año en el que cambiaron muchas cosas, se tomaron decisiones cruciales, y se crearon las condiciones para definir cómo iba a terminar ese conflicto gigantesco; y por tanto, también, cómo iba a ser el mundo de la posguerra. Me acuso, pues, de no haber atendido efemérides como el sesenta aniversario del atentado contra Hitler (20 de julio) o de la Operación Jardín-Mercado (15 de septiembre), la más audaz lanzada por los aliados, y que de haber sido exitosa hubiera alterado sustancialmente el curso y final de la guerra. ¿Qué hubiera pasado, por ejemplo, si británicos y americanos hubieran llegado a Berlín en diciembre de 1944, que era a lo que le tiraba esa ofensiva tan domésticamente bautizada? ¿Qué habrían hecho los rusos? ¿Habría empezado la Guerra Fría de haberse dado ese final? ¿Dónde quedó la morena güenona y de ojos pizpiretos a la que le eché los canes en 1976? Preguntas todas ellas que seguirán sin respuesta por los siglos de los siglos. Amén.

Así pues, en parte como desagravio, hoy atenderemos el último sexagésimo aniversario digno de recordarse; y que, como se verá, tiene un interés singular para los mexicanos: la última ofensiva alemana de la guerra, el ataque invernal teutón sobre Bélgica que tenía como nombre en clave “Guardia en el Rhin” (que era para despistar: en el Rhin no ocurrió absolutamente nada).

Hace exactamente sesenta años la situación de Alemania era desesperada: los rusos amenazaban desde el Este, los aliados occidentales ya habían logrado entrar (aunque muy precariamente) a territorio germano, y los bombarderos angloamericanos hacían puré las ciudades enemigas. Cualquiera podía ver que, llegando la primavera, cuando los enemigos del Eje se pusieran de nuevo en marcha, sería el fin del mentado III Reich, aplastado por ese gigantesco cascanueces. Es decir, cualquiera excepto Hitler, quien insistía en que la guerra no estaba perdida, y elucubraba planes y más planes cada vez más delirantes. Qué tanto fue quiebre psicótico, qué tanto una secuela del atentado del 20 de julio, qué tanto una añeja enfermedad mental por fin declarada, qué tanto efecto de un “compló”, quién sabe. Lo que sí es que a Hitler ya le andaba patinando gacho la cadena en la segunda mitad de 1944.

Hasta eso, y como decía mi madre, no hay loco que coma lumbre: Hitler sabía que peleando en dos frentes no podía ganar, dada la escasez de sus recursos y reservas: había que echar toda la carne al asador en uno solo. Y decidió que ese último esfuerzo, esa última ofensiva alemana, debería ocurrir en el Oeste. Más concretamente, en Bélgica. Y ello por varias razones: primero que nada, los aliados occidentales no estaban acostumbrados a pelear en invierno (lo que no se podía decir de los rusos); además, enfrentaban graves problemas de aprovisionamiento dado que, desde su desembarco en Normandía seis meses atrás, no habían podido usar puertos importantes y cercanos a la línea de frente. Otra: las tropas americanas en esa zona estaban o muy dañadas o eran imperdonablemente bisoñas. El ego de Hitler también parece haber jugado un papel importante: siempre menospreció a los soldados americanos, y especialmente creía que sus unidades SS podían merendarse a los yanquis cualquier día. Y para acabarla, tenía la peregrina idea de que si tomaba el puerto de Amberes (que los aliados aún no podían utilizar), británicos y americanos iban a darse por vencidos; y no sólo eso: que se iban a unir a los nazis en una pelea conjunta contra los odiados bolcheviques asiáticos. Esta alocada idea: que era factible convencer a Churchill y Roosevelt de que podían andar de manita sudada con Hitler para acabar con Stalin, fue recurrente entre los altos mandos políticos nazis en los últimos meses de la guerra. Por supuesto, uno se pregunta qué tenían en la cabeza. Lo que sí es que este pensamiento jugó un papel en la determinación de Hitler de llevar a cabo “Guardia en el Rhin”.

Operación que, iniciándose el 16 de diciembre de 1944 (esta semana serán sesenta años) agarró totalmente desprevenidos a los americanos, que no esperaban nada por el estilo, entretenidos como estaban desenredando las &%$&# series de &%$&# foquitos. Unidades enteras dijeron patas para qué os quiero, y salieron disparadas a la retaguardia. Otras fueron engullidas por el inesperado avance alemán. Siguiendo la línea de menor resistencia, éste empezó a presentar la forma de una punta de flecha. Por ello esta serie de combates va a ser conocida como la Batalla de la Saliente (Bulge, en inglés); algunos aventurados la llaman del Chichón. O peor aún, de la Protuberancia. Quién le puede presumir a sus nietos que peleó en la Batalla de la Protuberancia escapa a mi comprensión.

Eisenhower, el comandante supremo aliado, no perdió la cabeza: echó mano de cuantas reservas pudo reunir, y las envió a taponar las brechas. Una de sus primeras medidas, enviar la División 101 aerotransportada (la del soldado Ryan y “Band of Brothers”) a Bastogne, resultó muy afortunada: ese vital nudo de comunicaciones fue rodeado por los alemanes, pero nunca lo pudieron tomar. La 101 aguantó el sitio a pie firme por varios días, lo que retrasó notablemente el avance de los alemanes. Éstos, desesperados por la necedad de los yanquis, les solicitaron la rendición. El general americano McAuliffe respondió con una sola palabra: “Nuts!” (Que se puede interpretar de varias maneras, no todas decentes…).

A los pocos días los germanos tenían problemas más graves que generales enemigos haciéndose los chistosos. El desgaste alemán de una guerra prolongada se manifestaba en la escasez de combustible, que fue un eterno problema durante toda la operación. Luego de que en los primeros días el clima estuvo tan nublado que no podía haber actividad aérea, el cielo se abrió en Nochebuena. Con ello, los aliados pudieron usar su inmensa superioridad en el aire: los alemanes no podían moverse de día, so pena de ser cazados como conejos. Para Navidad era evidente que la ofensiva había fracasado… pero el Führer, para variar y no perder la costumbre, se negaba a reconocerlo. Finalmente permitió la retirada el 27 de diciembre. En once días había terminado la última ofensiva alemana de la guerra.

Que tuvo, además, ciertos detallitos digamos… perversos. Una columna nazi se dedicó a asesinar prisioneros y civiles a lo largo de su avance. En un solo punto cercano a Malmédy fusilaron a más de cien prisioneros americanos. La indignación que esto causó entre los aliados condujo a algunas represalias nada agradables contra los teutones que a su vez cayeron en cautividad.

Además, Hitler había enviado por delante varios grupos de alemanes angloparlantes que, vestidos con uniformes americanos, debían sembrar el caos. En realidad, fue poco lo que ellos hicieron. El caos realmente fue provocado por la paranoia americana, cuando se difundió la noticia de que tras las líneas había enemigos que hablaban inglés y traían uniforme gringo: los soldados americanos se la pasaban deteniéndose e interrogándose unos a otros. Una forma de asegurarse que el fulano de enfrente era realmente de los propios era preguntarle resultados recientes de beisbol o quién tenía las mejores piernas en Hollywood. No interesarse por el deporte o la farándula podía llevar a complicaciones muy duras en esos días. Al menos en un caso un capitán estuvo a punto de morir porque respondió que Austin era la capital de Texas… lo cual es cierto. El problema fue que el interrogador, que (supongo) había reprobado geografía, creía que la respuesta era Dallas y casi le pega un plomazo ahí mismo al erudito.

A fin de cuentas, “Guardia en el Rhin” fue un desastre para Hitler: perdió 100,000 hombres en menos de dos semanas, en momentos en que no le sobraban que digamos. Igualmente irreemplazables eran los Panzer y vehículos perdidos. Mi recordado maestro de Fisicoquímica, Hendrik Van Dellen, era un niño holandés por esos días. Décadas más tarde nos contaba cómo veía pasar en ferrocarril los tanques alemanes, con las planchas relucientes, sin insignias, directo al frente: no habían tenido tiempo ni de pintarlos: como iban saliendo de la línea de producción, los habían enviado a la última ofensiva.

Ah, el detalle interesante. Se supone que una unidad de infantería mexicana, el batallón “Caballero Tigre”, peleó en Bastogne junto a la 101. El buen amigo Lenn Van der Graff encontró una oscura referencia al respecto en una historia holandesa de la guerra. Sin embargo, no tengo información clara. ¿Alguien sabe algo de esto? Ahí se los encargo…

Consejo no pedido para ahorrar combustible. Lean “El guardián del castillo” de William Eastlake; y vean la película homónima (Castle Keep, 1969) de Sydney Pollack, sobre la locura que fue la Batalla del Saliente; o del Chichón; o de la Protuberancia… Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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