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Los días, los hombres, las ideas/Las (pocas) satisfacciones del Poder

Francisco José Amparán

Siendo humanos como somos usted y yo, amigo lector, alguna vez hemos coqueteado con la idea de llegar a ser poderosos. Y más aún, con qué haríamos una vez alcanzado tan elevado estatus. Hay quienes dejan galopar alocadamente su imaginación, y recrean una y otra vez sus más caras fantasías. La típica pregunta de cantina “¿Qué harías si fueras el hombre más rico del mundo?” (o líder sindical petrolero, casi lo mismo) tiene mil respuestas posibles, dependiendo de qué tan veloces y activas sean las neuronas del interrogado y qué tantos envases vacíos de cerveza están en la mesa del susodicho bar. Algunos se casarían con Claudia Schiffer. Otros, más vivos, únicamente le pondrían casa. Los poco imaginativos construirían mansiones con miles de cuartos, que harían ver la del Sultán de Brunei (mil 700 habitaciones) como vil perrera. El de más allá realizaría un viaje eterno alrededor del mundo, sin bajarse de un yate repleto de suplentes de la serie Bay Watch y botellas de la Viuda (de Clicquot, no de Sánchez… o bueno, depende de la corrientez de cada quién). Otros se la pasarían en la inconciencia pachanguera y el despilfarro más idiotas, cual líderes del PVEM. Otros más dedicarían sus energías a ayudar a los pobres y menesterosos, con la esperanza de ganarse el Paraíso también Allá Arriba. Total, que las variaciones son infinitas, como lo es la tendencia a crear mundos fantásticos al calor de las frustraciones causadas por no tener el dinero ni la facha ni las exes de Tom Cruise (¡Mimi Rogers! ¡Nicole Kidman! ¡Penélope Cruz!); por vivir en un país que se niega a avanzar y sigue discutiendo las mismas tonterías que en el Siglo XIX y por tener que estirar un escaso salario que aparte sufre las depredaciones de Hacienda.

Por razones mediáticas nos hemos acostumbrado a asociar el Poder (así en abstracto) con los políticos, especialmente con aquellos que lo ejercen de manera indiscriminada y sin controles. Pese a que la experiencia nos enseña que esa pobre gente rara vez vive ni termina bien, no faltan quienes prefieran imaginarse despachando en el Kremlin, la Casa Blanca o Los Pinos, que siendo dueños de Microsoft. La evidencia histórica nos indica que detentar un gran poder político no necesariamente se traduce en una vida principesca; ni siquiera asegura la posesión de un guardarropa decente: pregúntenle a Mao. O mejor (o peor) aún: a la última esposa de Mao.

El hombre con toda probabilidad responsable de más muertes en la historia fue Iosif Stalin, amo y señor de la Unión Soviética durante un cuarto de siglo. Uniendo el proverbial carácter despiadado de los zares rusos a una ideología utópica que justificaba cualquier crimen en aras de un futuro que nunca llegó, Stalin encarceló y ejecutó a decenas de millones de sus compatriotas. Una simple orden suya podía enviar a toda una familia a Siberia, deportar naciones enteras a los desiertos de Asia Central, colocar una muy soviética bala en la nuca de incontables personas cuyo único pecado había sido contar el chiste equivocado (o uno certero a la persona equivocada).

¿Y cómo vivía este hombre? Las crónicas nos hablan de que muchas veces trabajaba catorce, dieciséis horas diarias, hasta bien entrada la madrugada, revisando archivos, escribiendo y tachando nombres, iluminado por una lámpara de tenedor de libros de bodega, en una mesa que necesitaba ficha de refresco para no cojear. Cuando comprensiblemente se agotaba de tanto enviar inocentes al matadero o al GULAG, dormía (al parecer a pierna suelta) en un sofá. O sea, el dictador absoluto de la URSS, con uno de los poderes más grandes que ha ejercido mandatario alguno, trabajaba como burro y dormía como perro. ¿Alguna compensación, algún placer deleitoso y exótico? Ninguno según los cánones de la gente común. La idea que Stalin tenía de la pachanga era armar interminables reuniones alcohólicas, en las que sus allegados bebían como desesperados y hasta el vómito o la inconciencia y en las que se divertía como enano aterrorizando a sus alegres compañeros de francachela, lanzando juguetonas insinuaciones sobre a quién le iba a tocar hospedar un pedazo de plomo en el cerebro. ¿Ser el dueño del país más grande del mundo para divertirse como narco al menudeo de Charcos de Risa, Coahuila? ¡Por Dios!

Ya para acabar con este sombrío personaje (al que todavía sobra quién lo venere), cabe hacer notar lo exitoso de su vida familiar: su esposa, una de las pocas mujeres que (justificadamente) han podido decir que se habían casado con un monstruo, terminó suicidándose; su hija terminó huyendo a Occidente y viviendo intermitentemente en un asilo para dementes menesterosos y su hijo se suicidó arrojándose a una alambrada electrificada en un campo de concentración alemán, por dos buenas razones: porque su padre se negó a intercambiarlo por un solo prisionero germano y por las sangrientas burlas de sus compañeros de cautiverio británicos, dado que no sabía usar el excusado (este último chisme lo cuenta Milán Kundera).

A propósito de monstruos y lo poco que suelen disfrutar de la vida, Hitler resulta prácticamente un monje: era tediosamente abstemio, odiaba irracionalmente el tabaco, era vegetariano a nivel rumiante y sus escarceos eróticos fueron lamentables o de plano patéticos: su amor de la vida fue una jovencita sobrina suya, veinte años menor que él, que se suicidó, al parecer por la lata que le daba el futuro Führer. Quince años más tarde éste le probó al mundo que se había vuelto completamente loco al casarse en su bunker subterráneo, con los soviéticos a doscientos metros de distancia. Horas más tarde se suicidó junto a su flamante esposa. Tarde pero cumplidor, de esa fúnebre manera le agradeció a su amante de varios años, Eva Braun, haberlo acompañado hasta el final. No, ni a Mazatlán con paquete de temporada baja la llevó.

Todo lo cual viene a cuento por las vicisitudes que ha estado pasando a últimas fechas el ex dictador de Chile Augusto Pinochet. Este hombre, que rigiera con puño de hierro aquella república en forma de agujeta durante diecisiete años (1973-90), ha venido dando tumbos desde hace ya varios años: primero fue su prisión domiciliaria en Gran Bretaña; luego la indignidad de que se le considerara demente senil para escabullirse de esa acusación y de las derivadas de la llamada “Caravana de la Muerte”; el proceso judicial en contra de su hijo mayor, que andaba traficando carros robados; su desafuero para poder ser juzgado por su actuación en la Operación Cóndor. Y para cerrar con broche de oro, el descubrimiento (y posible incautación) en Estados Unidos de cuentas secretas suyas, por 16 millones de dólares.

Lo que resulta más patético de todo esto no es que quien fuera una figura siniestra ahora necesita pañales desechables; ni que se tenga que fingir loco para sacarle la vuelta a los tribunales; ni siquiera que, en vida, se sepa despreciado y condenado por la historia. No, lo que me parece más lamentable es que, después de casi dos décadas como dictador de un país relativamente próspero, haya sacado de sus arcas esa risible cantidad (cuyo origen, claro, hasta la fecha no ha podido justificar). Digo, Raulito Salinas tenía 80 millones (y en Suiza, que es de más caché). Y ése ni siquiera fue Presidente. Apenas el hermano incómodo de un Presidente. Pero claro, de un Presidente mexicano. Y como que los políticos de por acá se cuecen aparte. ¿Cuál han sabido que trabaje hasta la madrugada y duerma en un sofá? Bueno, ¿cuál han sabido que trabaje…?

Consejo no pedido para no caer en tentación: Vea “El círculo del poder” (The inner circle, 1991) con Tom Hulce, sobre la vida privada de Stalin. Y lea “Archipiélago GULAG”, de Alexander Solshenitzyn, sobre el amplísimo sistema penitenciario estalinista. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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